Una hipótesis y la contraria
La hipótesis de que la revuelta popular contra la dictadura de Hosni Mubarak pudiera convertir Egipto en un nuevo Irán tiene menos sustento en los hechos que la hipótesis contraria: la de que fuera Irán la que se convirtiese en un nuevo Egipto. La rapidez con la que, a la vista de las manifestaciones en la plaza de la Liberación, se ha acudido a las hemerotecas para recordar lo que sucedió en el Irán de 1979 contrasta no ya con la lentitud, sino con el completo olvido, de lo que ocurrió en junio de 2010. Fue en esa fecha cuando el régimen de los ayatolás reprimió a sangre y fuego las protestas a raíz de las elecciones presidenciales en las que volvió a imponerse Mahmud Ahmadineyad, sobre las que todavía pesan sospechas de fraude generalizado.
Que el país se convierta en un nuevo Irán tiene menos sustento en los hechos
Agitar el fantasma de un Egipto convirtiéndose en Irán, y no la esperanza de que en Irán suceda lo que en Egipto, puede obedecer a razones interesadas: dando crédito a la primera hipótesis, y no a la segunda, se llega inevitablemente a la conclusión de que la revuelta contra Mubarak es, en efecto, un riesgo para la estabilidad y la seguridad de la región. O dicho en otros términos: se reafirma que la alternativa entre islamismo y dictadura sigue siendo la única posible en Oriente Próximo, por más que los manifestantes en Túnez y en Egipto no hayan proferido un solo grito de Allahu Akbar ni hayan quemado una sola bandera de Estados Unidos o Israel.
Puesto que ninguna potencia puede oponerse a la exigencia de elecciones libres sin desacreditarse, la hipótesis de que Egipto se convierta en Irán debe entonces apoyarse en otra hipótesis no menos audaz: la de que, por ser una fuerza política articulada, tal vez la única en estos momentos, los Hermanos Musulmanes se impondrían sin dificultades en las urnas. Pero también cabe la hipótesis contraria: el apoyo que han cosechado hasta ahora los Hermanos Musulmanes se debe a que era la única fuerza política que podía ejercer una oposición creíble, puesto que Mubarak ha contado con el inquebrantable respaldo de las potencias democráticas. Convocados a las urnas, no es posible ni descartar ni sostener que los egipcios no hagan como los españoles en su día: agradecer los servicios prestados al único partido que ejerció una oposición creíble durante la dictadura, pero votar al que más les convenga cuando puedan hacerlo.
Pero para que eso sucediese sería necesario, sea cual sea la hipótesis de partida, que la nueva Constitución egipcia no fuera previa a las próximas elecciones, sino el resultado de la Asamblea Constituyente que salga de ellas. La elaboración de una Constitución democrática no es un ejercicio teórico realizado por los partidos, sino un pacto entre fuerzas políticas legitimadas por el voto. Si Egipto avanzase en esa dirección, muchos ciudadanos de Oriente Próximo estarían atentos, también los iraníes. Y con un poco de paciencia se sabría quién se convierte en quién, verificándose una hipótesis o la contraria.
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