Todos a por una o ¿una para todos?
La silla de Dominique Strauss-Kahn ha quedado libre. No hizo falta ni una semana para ver coincidir a los líderes políticos europeos en reclamar que la persona destinada a sustituirle en el Fondo Monetario Internacional sea de alguna nacionalidad europea. Esgrimen como argumento un acuerdo tácito con Estados Unidos por el cual un europeo ha estado siempre al frente de este organismo, mientras un estadounidense preside el Banco Mundial. Ni siquiera asoma la duda sobre si este tipo de acuerdos no pertenecería a un mundo en vías de extinción en el que los socios transatlánticos podían hacer y deshacer sin preocuparse demasiado de la opinión del resto. La rapidez con que británicos, franceses y alemanes han saltado a defender conjuntamente esta plaza codiciada por los países emergentes contrasta con lo mucho que les cuesta ponerse de acuerdo en otras cuestiones de no menor calado y urgencia.
Europa es vista como un grupo de privilegiados que se ayudan para mantener su papel preeminente
En el mundo, la UE se ve a sí misma como un grupo ejemplar que ha superado las viejas rivalidades y ha osado romper el molde de la soberanía -un ejemplo a seguir por otras regiones del planeta y una fuerza para el bien en asuntos internacionales-. Pero a ojos de otros Estados se comporta más bien como un grupo de privilegiados que se ayudan entre sí a mantener su papel preeminente pese al obvio deterioro de su posición internacional. El año pasado la UE vivió como una afrenta el voto que le negó en Naciones Unidas una voz propia. Sin embargo, nadie en Europa se plantea siquiera la sobrerrepre-sentación de Europa en el Consejo de Seguridad, con Francia y el Reino Unido como miembros permanentes y Alemania aspirando al mismo estatus, a la par que hasta tres países de la UE se pueden sentar en el Consejo como miembros de turno en virtud de una obsoleta división entre Europa del oeste y del este.
Los casos en los que los Estados miembros ceden su papel al representante de la UE en negociaciones internacionales son excepciones -las más importantes son las negociaciones sobre comercio-, mientras que se pierde influencia y prestigio acudiendo en delegaciones nacionales, coordinadas pero separadas, a eventos tan importantes como la cumbre del clima de Copenhague. Si hablamos no ya de equipos negociadores sino de puestos permanentes en instituciones globales, los Estados miembros miran hacia otro lado y evitan el debate que al resto del mundo le parece inaplazable: ¿cuándo empezarán los europeos a unificar su presencia en los organismos internacionales? No es que a los otros les preocupe la cacofonía de voces europeas (más bien les conviene aprovechar las disonancias e incongruencias entre socios supuestamente coordinados), sino que ven la unificación de sillas europeas en una sola como una buena oportunidad para reequilibrar a favor de Estados no occidentales los pesos relativos en la gobernanza global.
Los europeos tienen buenas razones para no querer perder peso en las instituciones internacionales. En el caso del FMI, por ejemplo, la influencia de Strauss-Kahn tuvo un papel suavizador de las condiciones impuestas para el rescate a Grecia, y su sustitución por alguien menos sensible a las preocupaciones europeas podría complicar considerablemente la gestión de las crisis de deuda pública en Europa. Pero en plena crisis interna y económica, la UE está agotando rápidamente su capital de legitimidad internacional. Incapaces de hacer frente a los enormes retos, parece que los Gobiernos europeos consiguen unirse y actuar con decisión solo para defender las sillas. Por esa vía el G-8 ya quedó en buena parte obsoleto y hubo que activar un G-20 donde la habitual sobrerrepre-sentación europea viene por lo menos algo compensada por la inclusión de países emergentes.
No es de esperar que, en el actual contexto de renacionalización y de debilitamiento de las solidaridades internas de la UE, los Estados miembros estén dispuestos a renunciar a sus cuotas de poder internacional en nombre del beneficio común. Pero las circunstancias cada vez más adversas en el plano interno y externo pueden acabar generando una presión insoportable sobre la UE y sus Estados como actores demasiado privilegiados en el sistema internacional. De la visión y la capacidad de liderazgo de los gobernantes europeos, pero también de la insistencia y demandas de la ciudadanía y las opiniones públicas, dependerá que esta presión acabe reventando las costuras del entramado europeo y frustre definitivamente la aspiración de Europa a ser una potencia global, o bien sirva para forjar una representación única de la UE, una silla para todos, que se gane su legitimidad y peso en el mundo por sus acciones, sus valores y su eficacia, y no por privilegio heredado por las antiguas potencias coloniales.
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