Nicolas Sarkozy: el poder y la felicidad
La política "es un oficio de gilipollas para personas inteligentes". Le espeto la frase, tomada del libro de Yasmina Reza sobre Sarkozy, con cierto ánimo provocador. El presidente se arranca las gafas oscuras, que le cubren como un antifaz. Su mirada trasluce ahora cordialidad y un punto de sorpresa. "¿Yasmina dice eso en el libro?". No ella, no, respondo, es una cita que hace de un amigo, un tal Serge, a mí me encanta, ¿y a usted?
"La política no es un oficio... por otro lado una cosa es la política y otra dirigir un país, que no es algo que se pueda reducir sólo a hacer política. Mi situación resulta peculiar, soy árbitro y actor al mismo tiempo. La mayoría de mis colegas, Merkel, Brown, Berlusconi, Zapatero, el propio Obama, no tienen esa dualidad. Como árbitro, debo apaciguar, establecer equilibrios; como actor estoy obligado a impulsar si quiero construir". Parece una esquizofrenia, comento, pero él niega: la carga del Estado es tan pesada que no da lugar a ese tipo de paranoias.
"Soy árbitro y actor al mismo tiempo. Como árbitro debo apaciguar. Como actor estoy obligado a impulsar, a construir"
"Sería impensable que la Iglesia tuviera entre nosotros una presencia similar a la que tiene en su país. La laicidad es crucial"
"Mañana, tarde y noche, estoy contra ETA. Mi actitud ha sido siempre la misma"
"No soy conservador porque detesto el pensamiento único. Mi propia vida es el mejor ejemplo"
"Yo no miento, no miento jamás, y no me gusta que me mientan"
"Cuando el Gobierno español ha querido negociar con ETA, lo he respetado. Cuando ha decidido cortar las negociaciones, lo he respetado"
"Estoy en contra de quienes se han querido enriquecer de manera fácil y rápida"
"Me critican por mi activismo, pero si no hiciera tantas cosas lo harían por mi inmovilismo"
"Defiendo el mestizaje, pero hace falta una identidad nacional, y para promover la integración es necesario el censo"
Estamos en los jardines del Elíseo en torno a un café y en mangas de camisa, bajo un sol de primavera del que se defiende con unas rayban de cristales ahumados que ocultan sus ojos claros, transparentes, embaucadores hasta la seducción. Es fácil sucumbir a ella. Nos conocíamos de una cena anterior en París, poco antes de que lanzara su candidatura al Elíseo, y siempre gracias a la mediación testimonial de Alain Minc, un amigo común capaz de cambiar el curso de las estrellas si el universo no se aviene a lo que corresponde. Esta tarde nos hemos enfrascado en un debate sobre la naturaleza y comportamiento del poder, un tema que me fascina de antaño, como a él. Confiesa en sus memorias que el poder se le subió a la cabeza cuando llegó a ministro. Pero el poder de un ministro es relativo, en el Gobierno no hay ocasión para pensar, como presidente, en cambio, puede enseñorear su tiempo, disfrutar de él, hacer deporte, atender a la familia, no dilapidar las horas en multitud de citas apresuradas y vacuas, ¿para qué recibir a nadie durante escasos diez minutos?, mejor encuentros como éste, de casi hora y media, que sirvan para discutir, para comprender. "Es la calidad de mi trabajo lo que ahora importa, no la cantidad. Hay que dar tiempo a la reflexión, pensar antes de actuar, soy una persona organizada". No es lo que cuentan las crónicas. Sus enemigos, muchos de sus amigos también, consideran que es un activista, un impulsivo al que le guía la intuición y le traiciona el lenguaje. ¿Es ése el problema? A Chirac le acusaban de primero decir las cosas para después pensarlas. No me parece éste el caso. Gusten o no sus conclusiones, Nicolas Sarkozy ha teorizado la realidad sobre la que opera, su pensamiento responde a una estructura elaborada, quizás no demasiado original pero sí firme en sus convicciones, algunas demasiado clásicas para mi gusto. Lo original en él es la actitud, la simpatía, el desparpajo, la cercanía a su interlocutor que, frente a las masas, puede invitarle a deslizarse por el populismo. Pero no es un hombre que improvise. Puede ser provocador, nunca irreflexivo ni, contra lo que muchos le acusan, frívolo, aunque a veces le traicione su sinceridad. "Yo no miento, no miento jamás, detesto hacerlo, y no me gusta que me mientan". El vulgo supone que la mentira es connatural a los políticos, que no se puede hacer política sin mentir. En realidad me parece que la mentira es consustancial al ser humano, pero esto es una reflexión exclusivamente mía, y gracias a que mentimos somos capaces de soportarnos y convivir en sociedad. Hasta la Iglesia se ha inventado, para dulcificar los mandamientos, lo de la mentira piadosa y la restricción mental. Pero si, de acuerdo al catecismo, mentir es decir a sabiendas lo contrario de lo que uno piensa con intención de engañar o confundir al prójimo, convencido estoy de que Nicolas Sarkozy no es, desde luego, de los que mienten, aunque esté por demostrar que eso sea una virtud política. En cualquier caso, la lista de personas poderosas e influyentes que dicen lo que piensan es cada vez más corta en el universo social. Éste me parece un síntoma de la debilidad de nuestras democracias, aturdidas por la extensión del pensamiento único y las demandas de lo políticamente correcto. Claro que decir lo que uno piensa equivale a veces a creer las propias mentiras o invenciones, y en eso reside la fuerza de los predicadores y los tribunos.
Volvamos al poder, a su representación y ejercicio, que en Francia adquiere los espesos tonos de la herencia napoleónica. Durante su visita oficial a Londres, la pareja presidencial paseó en carroza por las calles de la capital, rumbo al palacio de Buckingham. Saludaban a la multitud desde la ventanilla, agitando Carla su mano en un gesto que los tabloides británicos quisieron comparar al de Lady Di. ¿Se imagina uno al presidente de la República desplazándose en carroza por los Campos Elíseos? ¿Repetirá Carla Bruni su reverencia ante la reina Isabel cuando salude mañana a don Juan Carlos? Maurice Duverger escribió un memorable ensayo sobre la monarquía republicana en el que trataba de demostrar que el bonapartismo constituía la esencia de la Quinta República, cuyos dirigentes han padecido una tendencia irrefrenable a reproducir los fastos del imperio. Cuando entrevisté a Giscard D'Estaing en el Elíseo, contestaba a mis preguntas posando su mirada en el horizonte, pues no me hablaba a mí, ni a los lectores de EL PAÍS, lo hacía para la Historia con mayúsculas, en la que dejó de creer a la hora de hacer cola ante los arcos de seguridad de los aeropuertos, una vez que estuvo fuera de la política. Mitterrand se atrevió a ocupar de nuevo el despacho utilizado por De Gaulle y a hacer ostentación de que su mesa de trabajo era la misma del general, se rodeó de un hieratismo extremo, hipertrófico, que el pueblo respetaba y valoraba como símbolo inevitable del poder. Sarkozy, en cambio, se quita la chaqueta, achucha el brazo de su interlocutor, gesticula, se levanta, se sienta, atiende al móvil, perdón pero era mi mujer, la familia es siempre lo primero, señor presidente, comprueba los SMS, ríe, se muestra humano, demasiado humano consideran algunos, no llena el papel, el poder necesita marcar distancias y él no hace sino acortarlas con quien se le acerca. "Somos una República, yo creo en los valores de la República, de la ciudadanía republicana". ¿Cuáles son estos valores en la Francia de hogaño? El trabajo, el mérito, la recompensa, la promoción social. Esto me suena a América, prefiero una Francia más clásica, más en los libros de texto. "La laicidad, insiste el presidente, la laicidad es crucial". ¿Tenemos el mismo entendimiento de lo que eso significa? Siendo ministro del Interior publicó un libro sobre la religión y la República, "en la que el ciudadano es libre de tener la religión que quiera". Una vez en la presidencia se le acusó de haber ido demasiado lejos por un camino que tendía a poner en valor las creencias y actitudes religiosas, distanciándose del laicismo combativo que parecía ser una seña de identidad gala. Para construir el país que hoy es, Francia tuvo que liberarse de la tutela de la Iglesia Católica, algo que desde luego no ha sucedido en España, por lo menos desde un punto de vista social. "Sería impensable que la Iglesia tuviera entre nosotros una presencia similar a la que es visible en su país", remacha el presidente, que continúa enumerando los fundamentos morales del suyo. "La fraternidad, que prefiero a la solidaridad, y la equidad, mejor la equidad que la igualdad". La equidad, según el diccionario, es dar a cada uno lo que merece. Él busca, desde luego, una sociedad de mérito y en eso funda su propuesta de moralizar el capitalismo. Ya antes de que el actual tsunami financiero arrasara la economía del mundo se empeñó en ese propósito. "Me parece normal y positivo que la gente quiera prosperar, ganar dinero, si lo hace con su esfuerzo. Bernard Arnaud ha tardado más de veinte años en construir su imperio. Bouygues lo heredó de su padre pero ha sido capaz de triplicarlo. Son ejemplos admirables. Estoy en contra de quienes se han querido enriquecer de manera fácil y rápida, jugando a la baja o al alza especulativa en los mercados, haciendo bingo o apostando a la ruleta en ellos". Hay un fondo calvinista en esta moralidad del esfuerzo que le lleva a afirmar que "es preciso refundar el capitalismo" para luego corregirse de inmediato a sí mismo: "refundar es una palabra demasiado fuerte, demasiado caricaturesca". Le molesta parecer una caricatura de sí mismo pues es de lo que acusa a sus críticos: de deformar la realidad para combatirle.
¿Es esa filosofía del mérito lo que hace que se defina como un hombre de derechas pero no conservador? ¿Qué significa ser de derechas en la actualidad? "El orden, un temperamento de orden, en el marco de un Estado de derecho. La ley protege la libertad, el desorden la oprime, conspira contra el progreso. Pero no soy conservador porque estoy contra el inmovilismo, que hace que se enquisten las desigualdades. No soy conservador porque detesto el pensamiento único y no me importa el qué dirán. Mi propia vida es el mejor ejemplo de mi inconformismo. Admiro y defiendo el papel de la burguesía, de las clases medias, en la construcción y desarrollo del país, pero no soporto al petit bourgeois, reaccionario, sectario, moralmente miserable". De modo que cuando se instaló en el Elíseo lo primero que hizo, para consternación de muchos, admiración de no pocos, y sorpresa de casi todos, fue incorporar a su equipo a personajes emblemáticos de la izquierda y del partido socialista. Bernard Kouchner ("un inmejorable ministro de Exteriores"), Rama Yade, Jacques Attali, Jack Lang, el propio Michel Rocard, se inscriben ahora en el universo presidencial, que potenció el nombramiento de Dominique Strauss-Kahn como director del FMI. Esta estampida del socialismo francés, abrumado por sus luchas intestinas y desorientado por sus múltiples derrotas, es considerada por la izquierda como un rosario de traiciones, mientras seguidores del propio Sarkozy manifiestan su incomodidad ante la situación. Pero la apertura, como coloquialmente se llama a esa convocatoria de gentes que no le votaron a trabajar con él, "viene justificada por el mero propósito de contar con los mejores. No era necesaria desde un punto de vista político, no es una coalición. Eso sí, un presidente debe gobernar para todos, y hay que tener en cuenta que Francia es un país eruptivo". Algo eruptivo, pienso yo, es lo que proviene de una erupción o lo que puede provocar otra. ¿Es Francia un país peligroso, al que amenace la violencia? Mérito, seguridad y orden parecen estar en la base de la incorporación de antiguos y respetados socialistas a la gobernación del país. ¿Está recorriendo éste el camino inverso al de la Transición española, cuando un grupo de falangistas se convirtió en artífice de la democracia? A lo mejor, como algunos dicen, es precisa una ética de la traición, o va a resultar verdad que la política es un oficio de idiotas desempeñado por inteligentes. ¿Qué tiene que ver la inteligencia con la política?
Nicolas Sarkozy se remueve una vez más en la silla cuando le reitero la pregunta, salta como impulsado por un resorte mientras le aclaro que no me interesa el ridículo debate sobre sus supuestas y archidesmentidas declaraciones en torno a Zapatero. Pero él tiene interés en hablarme de España, de su admiración por nuestro país, su entusiasmo por Sevilla, por la cultura popular española, "elegante y noble", su fascinación por "la corrida", sus frecuentes viajes a Madrid, cuyo parque del Retiro ha recorrido decenas de veces haciendo jogging, antes de recalar en la terraza del Ritz. "Siempre he querido mantener relaciones profundas con España, me apasiona España, es uno de los grandes países de Europa, por eso me empeñé personalmente en apoyar la presencia de Zapatero en las reuniones del G-20, y propuse a Felipe González para presidir el grupo de expertos sobre Europa. José Luis es mi amigo, Felipe es mi amigo, Aznar es mi amigo, Rubalcaba es mi amigo, el Rey es mi amigo". Lo dice con sinceridad, con vehemencia, con convicción, para pasar a temas más escabrosos, porque esa amistad procede de un trabajo constante, permanente, exitoso, de una colaboración indiscutible e indiscutida en el apoyo a la democracia en nuestro país, "todavía demasiado joven, demasiado reciente", que justifica su inequívoca colaboración en la lucha contra el terrorismo. "Mañana, tarde y noche, estoy contra ETA. Mi actitud ha sido siempre la misma. Cuando el Gobierno español ha querido negociar con ella, lo he respetado. Cuando ha decidido cortar las negociaciones, lo he respetado. No me inmiscuyo en la política interna de los demás y colaboro en cuanto está en mi mano".
No existen matices a la hora de defender y consolidar la democracia, la ambigüedad francesa respecto a la violencia nacionalista vasca, mantenida por Giscard, disimulada por Mitterrand, desapareció hace tiempo. Orden, seguridad y mérito. Sarkozy es consecuente con los valores que predica.
¿Consecuente? ¿Qué consecuencia hay entre los principios republicanos, libertad, igualdad, fraternidad, y la elaboración de un censo étnico? ¿Cómo promover la integración de los diferentes? ¿Es ésa la manera de transar en el conflicto entre identidad y diversidad? "Es un debate resuelto [mueve las manos, extiende los brazos, los encoge, estruja el aire como si tocara un acordeón]. Claude Lévi-Strauss, el más grande antropólogo del mundo, lo explicó bien a las claras. Los pueblos primitivos no son la infancia de la Humanidad, tienen una identidad propia, terminada, completa. La identidad no es una patología. Sin identidad no hay diversidad. Aún más: la identidad es la condición de la diversidad, la condición de la integración. A diferencia de otros, nunca me he pronunciado por la inmigración cero, todo lo contrario. Lo que mata a las sociedades es la consanguinidad. Estoy por el mestizaje, pero hace falta una identidad nacional y para promover la integración es necesaria la elaboración del censo". Se trata simplemente, según él, de recoger información a fin de identificar los problemas, de otra forma no se podría encontrar soluciones. Sin embargo, la medida ha generado una intensa polémica en el seno del propio Gobierno y Fadela Amara, encargada por éste de coordinar las políticas de desarrollo en los barrios pobres, ha declarado acremente que "ser negro no es un diploma" y que "nadie debe portar ya ninguna estrella amarilla".
Se ha echado encima la tarde y el primer ministro de Albania está por llegar. Ya se encuentra formada la guardia en el patio de entrada del Elíseo, pero los corredores de palacio siguen respirando la misma tranquilidad y sosiego. ¿Qué tiene que ver este Sarkozy distendido y calmo con la figura agitada y nerviosa que transmiten los medios, donde ya se le ha bautizado como el presidente duracell, porque está en movimiento perpetuo? "Me critican por mi activismo, pero si no hiciera tantas cosas lo harían por mi inmovilismo". Él es ahora dueño de su tiempo, lo regula, lo ordena, discurre por él con un aire de seguridad que no exhalaba cuando era candidato. El poder le ha cambiado, para mejor, como si le hubiera incitado a transcurrir la distancia que media entre el homo faber y el homo sapiens. Días después de las primeras elecciones que le dieron la victoria escuché a Zapatero decir que "el poder no me va a cambiar". "Se te va a meter hasta en el tuétano, como a todos", le corrigió cordialmente Jesús Polanco. El poder puede hacer madurar a los gobernantes aunque también amenaza con corromperles. Vi al presidente francés más sólido, más tranquilo, más seguro de sí mismo, más decidido que nunca a implantar sus reformas. Más contento también. Los ricos dicen que el dinero no da la felicidad. ¿Será el poder el que la otorga? "De ninguna manera, porque es algo muy fugitivo y transitorio. No buscamos la felicidad en el poder, sólo pretendemos ser útiles. La felicidad está en el amor, en la familia. La presidencia es una carga demasiado pesada, se trata de una misión que es preciso cumplir". ¿Y cuando esto se acabe, señor presidente? "Después ya veremos... Tengo una profesión. Soy abogado". Me estrecha la mano en tono jovial, no parece abrumado por el peso de la carga ni concernido por el éxito de la misión. Ante mí por lo menos, Nicolas Sarkozy se ha mostrado como un hombre feliz.
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