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Columna
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'Come è possibile?'

Andrés Ortega

Esta tarde-noche deberían conocerse los resultados de las elecciones generales italianas. La cuestión que causa cierto desasosiego e incredulidad fuera de Italia y, según los sondeos, a casi una mitad de los italianos (una sociedad políticamente dividida, como casi todas), es la de que cómo es siquiera posible, y hasta probable, que Silvio Berlusconi pueda volver a convertirse por tercera vez en presidente del Gobierno, volviendo a unir en su persona la característica de ser el hombre más rico y el políticamente más poderoso. Sería la corrupción personificada en el corazón del Estado, la influencia directa del dinero y de los medios de comunicación en la política. Ésa es la base de su populismo, ante el que se plantean no sólo objeciones políticas sino morales, e incluso estéticas, pues este personaje es muy vulgar.

Para Berlusconi, si el Estado te pide demasiado es legítimo evadir los impuestos
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Italia puso su sistema político patas arriba con la campaña de Manos Limpias de jueces y fiscales que acabó con el dominio de la Democracia Cristiana. El desencanallamiento de la política italiana que buscaba esa operación se ha reproducido, y el mayor beneficiario ha sido Sua Emitenza, que ha subvertido la justicia para protegerse de los cargos de corrupción. Gracias a los cambios de leyes que impulsó, llega a estas elecciones libre de preocupaciones de condenas y cárceles. Y si, a sus 71 años, las gana, puede aspirar a situarse como referente moral en la Presidencia de la República, empujando a Napolitano a dimitir para tomar acto, si se confirma su victoria, de lo que llama "la nueva fase política italiana".

Los italianos tienen ese arte de no tomarse en serio ni la política ni a sus políticos. La mejor explicación que he escuchado, de boca de un amigo romano, es que la última vez que los italianos se tomaron realmente en serio a un dirigente político, fue con Benito Mussolini, y el tiro les salió por la culata. Este descreimiento es el que hace posible que pueda ganar un personaje como Berlusconi.

Pero podrían pararse a pensar qué ha hecho por Italia, y la verdad es que bien poco. Ha hecho más por él y por la defensa de sus intereses, mezclando los suyos privados y públicos. Pero, claro, él mismo lo explica: "Si yo, velando por los intereses de todos, también cuido los míos, entonces no se puede hablar de conflicto de intereses".

Él mismo hace una apelación constante a la ilegalidad. Para Berlusconi, que promete reducciones fiscales, si el Estado te pide demasiado es legítimo evadir los impuestos. Lo dijo una vez, recuerda otro amigo italiano, cuando era primer ministro, nada menos que en la ceremonia de graduación de los Finanzieri, la policía fiscal. Y lo ha repetido en la campaña. Otra vez afirmó que "hay leyes que los italianos no perciben como tales". Ahora bien, añade el amigo, no son sólo los italianos ricos, sino también los menos ricos, los que violan las normas para evadir impuestos, subsidios a los que no se tiene derecho, a construir contra las normas municipales, a cobrar en negro por actividades no declaradas, o a tener una ilegal como asistenta. Esto no es propio únicamente de Italia.

La diferencia es que Berlusconi les dice descaradamente a los italianos que no se preocupen, que no les va a pasar nada. Les confirma en su descreimiento del Estado. Y si Italia anda bloqueada, él no la va a desbloquear. No es un reformista.

La izquierda tiene también una parte de la responsabilidad de que Berlusconi pueda volver al mando político. Pues aunque el Gobierno de Prodi cayó por Mastella, un democristiano, de picador actuó la izquierda radical. En cuanto a Walter Veltroni y su Partido Demócrata (PD), representa algo nuevo y el empuje de una nueva generación (la siguiente a la del propio dirigente). Pero su política se ha vuelto tan moderada, tan realista, que frustra muchas de las ilusiones que había despertado. El PD no quiere que se le recuerde su pasado comunista, y hasta tiene miedo de aparecer como socialdemócrata.

Por si no bastara, recuerda el citado amigo, está la cuestión religiosa, sumamente artificial en un país donde son cada vez menos los que siguen los preceptos de la Iglesia católica a los que, sin embargo, los cuatro líderes de los partidos de derechas rinden homenaje diario, aunque todos tienen algo en común: Berlusconi, Casini, Fini y Bossi son todos divorciados y vueltos a casar. Forman parte de los llamados atei devoti (ateos devotos), no cristianos sino cristianistas, en el sentido de que están convencidos que para oponerse a lo que ven como el monstruo islámico hay que seguir fielmente el diktat del Papa alemán con quien mantienen una alianza nefasta.

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