El sexy de la variedad
Ni al discurso de Vargas Llosa recibiendo el Premio Nobel ni a la gran mayoría de su obra cabe ponerle ninguna pega. Pocos escritores son tan grandes como el autor de Conversación en La Catedral ni tan ejemplares en su vida cívica. Pero hay unas pocas palabras en ese largo discurso, una frase apenas, que viene a recordar, como un veneno artesano, lo que fueron hasta ahora los oficios artísticos dentro del paradigma general de la cultura que ya muere. Se trata de ese reproche, "el mejor de los elogios" según Vargas Llosa, que durante 45 años le ha venido dirigiendo su esposa: "Mario, para lo único que tú sirves es para escribir".
Muchos escritores o músicos o pintores alardean, a través de una coqueta modestia, que solo saben escribir, pintar o dedicarse a componer. El recurso a esta falsa humildad, sin embargo, es igual al volumen de la vetusta vanidad que desarrolla.
Las jirafas presentan la especialidad del cuello alto de tanto alimentarse en las copas de los árboles; los ciclistas tienen los gemelos desorbitados de tanto ejercitarlos con los pedales; los escritores en los tiempos de la pluma enseñaban el callo gordo en el dedo corazón, atribuían la pérdida de la vista a su constante erosión sobre el papel y atribuían su chepa a la sumisa postura ante el escritorio.
Todas estas deformidades, efectos de la especialización, resultaban tanto más admirables cuanto más monstruosas. ¿Y el individuo? El individuo ganaba un reconocimiento aunque solo fuera por esa muestra de empeño sacrificial. En el colegio nos contaban la historia de una santa que llegó a provocarse una herida sangrante en mitad de la frente por santiguarse sin cesar. Antes de morir, fue tenida por santa gracias a esta superespecialidad.
"Especializarse" fue el lema que ya escandalizó a Ortega en los años veinte del siglo pasado pero que ocupó acaloradamente toda la orientación educativa del siglo XX. De la misma manera que las máquinas se componían de elementos unívocos y ellas mismas actuaban para cumplir una determinada función, los individuos que pretendieran ensamblarse y disfrutar de un empleo bien retribuido debían especializarse y ahondar en ello. De este modo mecanicista se forjó la industria desde finales del siglo XIX a la segunda mitad del XX.
Ahora, no obstante, es ya otra época. Ni genera devoción, ni se aplaude efusivamente a quien sepa hacer una sola cosa por muy bien que la sepa hacer. Desde los jugadores de fútbol a los doctores en medicina, desde los móviles a las tiendas de ropa, desde los artículos artísticos a los artistas han de actuar de distintos modos y en más de una función. Afortunadamente, tanto Vargas Llosa como muchos pintores o arquitectos son capaces de vivir diferentes amores creativos, y, no se diga, si se trata de flirtear con ellos. Quedan, sin embargo, demasiados novelistas que se caracterizan como letraheridos, poetas que aún se disfrazan de vates o pintores que no emplean la voz, tal como si el cielo productivo los hubiera designado para ser una biela, una bicicleta o, todo lo más, un radiodespertador. Son ahora menos numerosos que antes pero son tantos aún que junto al público y sus críticos menosprecian la multifunción y se aferran todavía al modelo de un género o una especialidad como supremo destino.
Todo lo contrario, precisamente, a lo que constituye la realidad de nuestra época. El que solo hace una cosa o practica un solo género reproduce la rutina del presidio mientras que quien se aplica a esto o aquello, alterna la música con la gimnasia, la pintura con la poesía o la arquitectura con el automovilismo, consigue la fresca inspiración del amateurismo y, por si fuera poco, el incomparable sexy de la variedad.
Babelia
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