Los restos de la deuda financiera
El idilio entre el director de orquesta Zubin Mehta y el director de escena Carlus Padrissa continúa. Se forjaron unas magníficas relaciones con El anillo del Nibelungo en Valencia y se consolidaron las complicidades con Tannhäuser en La Scala de Milán. Insisten ahora en Múnich con un título fetiche de Mehta: Turandot -lo llevó nada menos que a la Ciudad Prohibida de Pekín- y en un territorio, Alemania, que Padrissa casi considera el de su segunda nacionalidad, después de que se le reciba como una leyenda viva en poblaciones como Colonia, por el atrevimiento de montar allí Sonntag, de Stockhausen, saliendo, como dirían los taurinos, a hombros y por la puerta grande.
Padrissa es un artista de grandes ocurrencias en sus montajes escénicos. Para Turandot tuvo, de entrada, tres. En primer lugar, convenció a Mehta para que la ópera terminase con la muerte de Liu, sin los añadidos de Franco Alfano, tal y como la estrenó Toscanini en Milán. Con ello se gana en coherencia narrativa y en tensión plástica. En segundo lugar, como a Turandot se la conoce por "la princesa de hielo", no duda Padrissa en instalar una pista de patinaje en escena, con un grupo elevado de patinadoras que dan una imagen kitsch en el primer acto, pero que tienen un sentido más ritual y vistoso en el segundo. En tercer lugar está el toque de actualidad (además de las gafas para ver la ópera en 3D que distribuían fuera de la sala). La acción se sitúa en 2046, un momento histórico en que la otras veces próspera Europa está bajo la dominación de China. Treinta años antes, China la había salvado de una crisis financiera y, en contrapartida, se había apoderado de sus recursos naturales, habiéndose convertido en la primera potencia mundial. Turandot, la princesa de hielo, controla toda la maquinaria productiva de los ciudadanos europeos, obligándoles a pagar hasta el último céntimo de la deuda de sus padres. Las cabezas cortadas del segundo acto son una prueba inequívoca de que no se anda con chiquitas. Angela Merkel a su lado es un alma de la caridad.
Fuera de la sala se distribuían las gafas para ver la obra en 3D
Como suele ser habitual en los montajes de La Fura, la fuerza plástica de la escena es arrolladora. El primer acto resulta confuso por sobrecarga de efectos en una combinación no siempre lograda de estética a lo Blade Runner y de toques coloristas cercanos a una visión oriental estereotipada. Después la maquinaria de relojería furera se pone en marcha gracias al apabullante trabajo videográfico de Franc Aleu, al desfile imaginativo de vestuario más allá de lo posmoderno de Chu Uroz y a la rotunda escenografía de Roland Olbeter. Hay efectos visuales sorprendentes -el acompañamiento a la famosa aria de tenor del tercer acto-, y otros más banales pero el sentido del espectáculo siempre está en primer plano. A Puccini le va como anillo al dedo toda esta parafernalia. El público se comprometió con la representación aplaudiendo a rabiar o abucheando con energía. Los de los bravos pudieron ampliamente con los de los buuuus.
Se lucieron el tenor Marco Berti como Calaf y la soprano Ekaterina Scherbachenko como Liu. Más limitada se manifestó Jennifer Wilson como Turandot. El gran triunfador de la noche fue, en cualquier caso, Zubin Mehta, venerado en Múnich hasta el delirio: fraseo amplio, contrastes de fuerte dinámica, sentido de la comunicación y un meritorio equilibrio entre libertad y seguridad. El año que viene Padrissa repite en Múnich con un estreno mundial. No paran estos fureros.
Babelia
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