Contra el optimismo
En el capítulo XIII de Leviatán ("De la condición natural de la humanidad en lo concerniente a su felicidad y su miseria"), cuatro luminosas páginas que me obligo a repasar de vez en cuando (buena edición de Carlos Mellizo en Alianza), Hobbes formula su célebre consideración acerca de la existencia de los seres humanos en las épocas en que predomina la guerra de todos contra todos: "La vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta". Volví a leerlo hace unos días, a medida que iba acumulando diversas noticias y revelaciones acerca de guerras que tienen lugar lejos de aquí (pero de las que también aquí vamos contando víctimas) y me aumentaba esa sensación de guerra difusa y permanente que venimos experimentando desde que el mundo se hizo bipolar y el enemigo menos evidente.
A veces uno piensa que seguimos más cerca de Hobbes que de Pangloss
El progreso -una ideología que se vendió demasiado bien durante siglo y medio- parecía que iba a conjurar definitivamente el siempre amenazante caos hobbesiano. No es que ilustrados y positivistas pensaran -como quería el insensato y admirable Pangloss volteriano- que estábamos en el mejor de los mundos posibles, pero lo cierto es que se mostraban convencidos de que podríamos llegar a estarlo. El contrato social y el Estado constituían los primeros pasos de una trayectoria que iría acelerándose con el imparable desarrollo tecnológico y la consiguiente mayor participación de todos en las inagotables riquezas del mundo. El progreso nos haría buenos. La utopía -y, por tanto, el hombre nuevo- estaba al alcance de la mano: bastaba con quitar de en medio a quienes estropeaban tan radiante porvenir (fueran pueblos, etnias o clases).
A finales del siglo XX, y a pesar de enormes carnicerías y brutales holocaustos, la vieja idea del progreso fue reformulada por Fukuyama en un perfil más bajo y cauteloso: el fin de las ideologías combatientes constituía un factor de estabilidad que traería la extensión universal de la democracia y la libertad. Hubo algunos, como Reagan y su equipo, que pensaron que quizás desde Washington había que ayudar a la idea para llevar ambas cosas (incluyendo la libertad del mercado) hasta el último rincón del planeta, aun a costa de tener que iluminar por la fuerza a quienes no comprendían su irresistible atractivo. Una doctrina que, como se sabe, fue llevada a las últimas consecuencias por la Administración del segundo Bush (a la que, por cierto, terminó oponiéndose Fu-kuyama) y cuyas sangrientas consecuencias siguen salpicando al mundo. Las sensacionales revelaciones de estos días acerca de las repugnantes cloacas de Afganistán e Irak nos hablan a las claras de los perniciosos efectos de ese nuevo despotismo ilustrado armado hasta los dientes, y de lo lejos que esos pueblos se encuentran hoy de la libertad.
Mientras tanto, en muchos lugares la vida de los hombres -y la de las mujeres, que suelen pasarlo aún peor- sigue siendo "pobre, desagradable, brutal y corta". Aunque ya no necesariamente solitaria. El precio de alimentos fundamentales para la dieta tradicional de buena parte de la humanidad (trigo, maíz, azúcar, tomates, carne) aumenta en plena crisis, propiciado, además de por las consabidas causas políticas y estructurales, por malas cosechas, desastres naturales y deterioros ambientales provocados. Algunos expertos afirman que el incremento de los precios no llegará a los niveles de 2008, pero entonces los ricos podían permitirse el muy mediático y rentable lujo de ser compasivos. Ahora la situación se degrada y las protestas de los hambrientos (como las de Mozambique el mes pasado) se hacen más desesperadas y violentas. Y, aunque para todo hay causas y culpables (o precisamente por ello), hay días en que uno se levanta de la cama pensando que seguimos más cerca del caos de Hobbes que de los entusiasmos de Pangloss.
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