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Reportaje:UNA CONVERSACIÓN CON DON DeLILLO

El nombre exacto de las cosas

Antonio Muñoz Molina

Don DeLillo es un hombre a la vez reservado y cordial, serio y afable. En su cara se advierten las marcas de la edad, pero conserva la envergadura ligera y enjuta de alguien mucho más joven. No tiene maneras altivas ni arrogancias de escritor, al menos como suele entenderse esa figura en la parte más latina y palabrera de Europa. Habla como escribe, con una precisión serena, aislando frases y párrafos en unidades temporales cerradas, lo cual puntea la conversación de silencios, que son como esos puntos y aparte tan habituales en su prosa.

"La ficción puede seguir el impacto de los hechos históricos en la vida íntima"
"Yo vivía de niño en un apartamento pequeño con 10 personas más"
"Muchas veces mi punto de partida es una imagen visual. Una foto, una cosa"
"El acto de escribir fuerza a uno a examinar las cosas con mayor profundidad"
"Siempre he sido un escritor muy visual. Necesito palabras concretas, físicas"

En una oficina de Nueva York, una mañana lluviosa cálida de julio, rememoraba los primeros indicios que le llevaron a imaginar y escribir El hombre del salto (Falling man) [editado en España por Seix Barral]. El libro, aparecido unos meses antes, había tenido una acogida respetuosa, en algunos casos cálida, pocas veces abiertamente entusiasta. Como tantos de sus personajes, DeLillo parece observar las cosas desde una cierta distancia, incluso el proceso creativo de su propia novela. Pero esa distancia no implica frialdad, ni siquiera desapego, sino una percepción aguda de todo lo que hay de misterio y azar en la invención literaria.

"La gente piensa que uno tiene completo el esquema de un libro cuando se sienta a escribir, pero muchas veces lo que tienes al principio es muy poco. Hemingway decía: 'Pon negro sobre blanco'. Eso es todo. Cuando estás luchando con algo, cuando ha pasado demasiado tiempo desde el último libro, siéntate y empieza a teclear, a escribir. Muchas veces mi punto de partida es una imagen visual. Una foto, cualquier cosa. En uno de mis libros era tan sólo la imagen de dos hombres desayunando juntos. En esta novela, la imagen era un hombre caminando entre una nube de humo, de polvo y ceniza. Por algún motivo era importante que llevara en la mano un maletín. Yo tenía una idea para otra novela, pero esta imagen del hombre caminando entre el humo persistía, así que tuve que ponerme a escribir sobre ella. Y la otra novela se desvaneció en la distancia, a medida que este hombre irrumpía en ella caminando. Cuando me puse a documentarme y miré periódicos de aquellos días vi una foto pequeña de un hombre con un traje y un maletín. No sé si se había quedado perdida en mi imaginación durante más de tres años, quizás no. Lo siguiente que comprendí fue que el maletín que ese hombre llevaba en la mano no era suyo. Y eso planteaba un misterio que yo tenía que resolver escribiendo. Así que empecé a escribir. Empecé a contar esa escena. Y como suele decirse, una cosa lleva a otra, y ese hombre se convirtió en alguien que tenía un propósito, que iba a alguna parte. Al principio de la narración él no sabe adónde va y yo tampoco lo sabía. Lo descubrí al mismo tiempo que él, al final del primer capítulo".

El primer capítulo de El hombre del salto -que enlaza con el último en un salto temporal hacia atrás de una sutileza técnica admirable- es un prodigio de impulso narrativo, una inmersión desde las primeras palabras en el centro mismo del apocalipsis de las Torres Gemelas. DeLillo extrema en él su talento para combinar la irrealidad de la pesadilla con el pormenor de la crónica, lo inconcebible y lo trivial. Fragmentos mínimos de cuerpos humanos pulverizados por la explosión se incrustan al igual que astillas microscópicas de vidrio en la cara del superviviente. Una mujer camina con el pelo en llamas. Otra empuja un carrito de supermercado mientras escombros y cuerpos humanos caen en torno a ella y lleva la cara envuelta en esas cintas amarillas que usa la policía para cortar una calle o delimitar el espacio de un crimen, como las vendas de una momia en una película de terror.

"La cara de esa mujer no fue algo que yo viera en una fotografía. Pensé que necesitaba en ese punto una figura fantasmal, alguien inquietante e inexplicable. ¿Y por qué empuja ese carrito de supermercado? ¿De dónde lo sacó? Yo no lo sé... Pero tampoco sé mucho sobre ese artista de performance que existió de verdad, el Hombre del Salto, que se quedaba colgado bocabajo de su arnés imitando la foto del hombre que cae de una de las torres con la pierna flexionada. No sabemos casi nada de él ni de sus propósitos, así que hay como un misterio al final de todo, pero es así como yo veo la ficción, la ficción seria, en los términos del trabajo del novelista, como una forma de misterio. ¿De dónde vienen las cosas? ¿Por qué las hacemos? ¿Qué significan? Ése es también el misterio de la creación".

Don DeLillo, que vive en las afueras de la ciudad, no estaba en ella la mañana del 11 de septiembre de 2001. Pero un sobrino suyo, con su mujer y sus hijos, vivían muy cerca de las torres y se quedaron atrapados en su apartamento durante varias horas, hasta que pudieron rescatarlos. Durante ese tiempo angustioso, DeLillo hablaba con su sobrino por teléfono. La realidad de aquel día es tan cercana aún, tan rica de historias arrebatadoras y atroces, que algún crítico -el novelista Andrew O'Hagan, en una reseña densa y nada favorable de la novela en la New York Review of Books- se ha preguntado cuál es el sentido de convertir ese material en una historia de ficción. Quizás dentro del libro hay una pista, cuando un personaje, Lianne, reflexiona sobre el hallazgo de ese cruce entre clarividencia y memoria que la escritura permite.

"El acto de escribir requiere una concentración muy intensa, que lo fuerza a uno a examinar las cosas con más profundidad. Me sucede muchas veces, en algunas situaciones, que no estoy seguro de lo que pienso sobre un cierto asunto hasta que no me pongo a escribir sobre él. He escrito a veces sobre cine o sobre música de jazz, y el hecho de saber que tenía que escribir acerca de una película o de un disco me hacía mirar y escuchar con más claridad. Hay gente que se pregunta si no será demasiado pronto para escribir una novela sobre el 11 de septiembre. ¿Con qué escala de tiempo podemos medir la distancia adecuada? Un escritor no opone resistencia a una idea poderosa, y tampoco elige del todo el tema de una novela. ¿Cuánto tiempo habría que esperar? Pero yo ya no tengo 25 años...".

Pero por qué precisamente una novela, le pregunto. Por qué no una crónica, un libro de no ficción. Quizás DeLillo se da cuenta de que he leído la reseña de O'Hagan, donde se dice que no hay relato más novelesco sobre el 11 de septiembre que el informe oficial de la comisión investigadora.

"¿No dicen que el periodismo es el primer borrador de la historia? Mi opinión es que la novela puede ser el borrador último, la versión definitiva. Lo cual no significa que sea más verdadera o más permanente que el trabajo de los historiadores. Lo que significa es que la ficción puede internarse en lo desconocido, puede seguir el impacto de los hechos históricos en la vida íntima de las personas y crear un lenguaje para expresar esa vida, que con mucha frecuencia es un lenguaje de pérdida y de dolor. Un escritor de ficción se adentra en los sentimientos de un personaje, en lo que piensa, incluso en lo que sueña. Eso es lo que una novela puede hacer con respecto a un hecho como el 11 de septiembre, y lo que no es accesible ni para el historiador ni el periodista. La humanidad ha tenido siempre el impulso de contar historias. Tiene que ver con nuestra necesidad de trascender esta vida, de buscar más allá de lo que tenemos delante de los ojos. Estoy seguro de que las historias más antiguas que se contaban tenían que ver de un modo u otro con los mitos".

Pero para Don DeLillo el acto de inventar no tiene nada que ver con la vaguedad, o con la autoindulgencia. Su escritura tiende a una exactitud de informe técnico, y su poesía más intensa procede de una transparencia impasible que sugiere la parte remota de los personajes, que a veces tiene algo de amaneramiento de estilo pero también de retrato veraz de una distancia emocional muy americana. En El hombre del salto, cada escena, cada visión, cada encuentro, suceden en un punto preciso de la topografía de Manhattan. Los pasos de los personajes se pueden seguir escrupulosamente por las calles.

"Yo vine a Manhattan desde el Bronx, lo cual es un viaje casi interplanetario. Empecé a mirar la ciudad con más atención porque era un forastero en ella, y porque valía la pena detenerse a mirarla. Y creo que siempre he sido un escritor muy visual, desde el principio. Describir algo de una manera general no me atrae. No es mi manera de pensar ni de sentir. Necesito palabras concretas, palabras físicas. Y necesito saber en qué lugar está un personaje. Como muchas de mis historias suceden en Nueva York, necesito ver al personaje en un espacio en tres dimensiones. No sólo saber dónde está, sino verlo, para que el lector pueda verlo también. Intento situar a mis personajes en situaciones físicas muy claramente definidas. Y con las palabras me sucede lo mismo. Me gusta leer las definiciones en los diccionarios, me parece que tienen siempre una precisión maravillosa. Me ocurrió algo cuando pasé un tiempo viviendo en Grecia. Me di cuenta de que no podía comprender lo que veía a menos que supiera los nombres de las cosas, en griego y en inglés. No creo que uno sepa ver lo que está mirando si no sabe su nombre".

La exactitud llega a veces al escalofrío. Hay un nombre para cada cosa, incluso para la más rara, la más inconcebible: esos fragmentos de cuerpos pulverizados que se le hincan al protagonista en la cara se llaman metralla orgánica, organic shrapnel. Uno imagina la mezcla de espanto y deleite que sentiría DeLillo al encontrar ese término, el cuidado que puso en dibujar el sistema de contrapunto sobre el que se sostiene casi musicalmente la novela. Cada elemento es la resonancia o el reverso exacto de otro: un hombre cae de verdad y otro finge que cae sujeto con un arnés; las botellas en un bodegón de Morandi se parecen a la línea del cielo en la punta sur de Manhattan; los supervivientes que no saben ni pueden olvidar se hallan igual de perdidos que un grupo de enfermos de Alzheimer que pierden día tras día la memoria; el hombre que vive en el lado este de la isla cruza el parque hacia el oeste para encontrarse con una mujer a la que sólo le une el espanto de esa mañana. DeLillo sonríe con cierto pudor al confirmar que puso mucha deliberación en esa malla de correspondencias. Más que orgullo parece sentir sobre todo gratitud hacia su oficio, hacia el hecho misterioso de que una novela llegue a surgir en la imaginación sin que se sepa de dónde viene. Tampoco sabe uno de dónde viene el impulso de escribir, la improbable vocación literaria de un hijo de emigrantes en un barrio de clase trabajadora, las populosas calles italianas del Bronx.

"Si yo miro hacia mi propia vida desde fuera me parece sorprendente que esa persona que yo era acabara convirtiéndose en un escritor de ficción. Yo no era ese tipo de chaval, ni siquiera leía demasiado. Todo lo que yo quería cuando empecé a escribir era contar algo sobre mi barrio y sobre la gente a la que conocía. Todavía veo a algunos amigos con los que crecí, y casi ninguno de ellos pasó del instituto ni habrá llegado a escribir una carta. Son personas inteligentes, pero ese mundo simplemente no es el suyo. Mi padre y mi madre nacieron en Italia, y los trajeron a este país cuando eran muy niños. Mis primos y yo somos la primera generación de nuestra familia que nació en América. Yo vivía de niño en un apartamento pequeño con 10 personas más, pero nunca sentí que padeciera ninguna privación. He hecho en mi vida un viaje parecido al de mis abuelos. Ellos vinieron a este país buscando un mundo nuevo y una vida mejor. Fue muy difícil, pero lo consiguieron. Yo también dejé mi mundo del Bronx para descubrir Manhattan, América. Me preguntan a veces por qué no he escrito novelas de emigrantes, pero yo he mirado el país con los ojos del que viene de fuera. América era tan atractiva para mí, un continente enorme y misterioso. Me pareció que valía la pena descubrirlo".

Don DeLillo, fotografíado en Madrid en 2003.
Don DeLillo, fotografíado en Madrid en 2003.BERNARDO PÉREZ
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