La nevera en el desierto
Sobre las revelaciones políticas aportadas por Wikileaks a estas alturas ya se han hecho todas las consideraciones imaginables, sean encomiásticas o derogatorias. En general predomina la de que "confirman nuestros temores", como dicen los clásicos: es decir, que la diplomacia de las grandes potencias trabaja a favor de los intereses de estas, que llegado el caso procuran que los demás países jueguen a su favor incluso haciendo trampas, que caracterizan a los políticos extranjeros con bastante crudeza y siempre de acuerdo con lo que les conviene, que para ver lo que de veras piensan nuestros gobernantes no debemos fiarnos de los principios que enuncian sino de las medidas que toman... En fin, por seguir con los clásicos, nihil novus sub sole.
¿Es nuestro problema político el no saber lo suficiente o el no rentabilizar lo sabido?
Pero, aun en el supuesto de que nos hubieran descubierto cosas sorprendentes e insospechadas, cabe preguntarse si tales hallazgos nos serían verdaderamente útiles. Por decirlo de otro modo: ¿es nuestro problema político el no saber lo suficiente o el no rentabilizar lo que ya sabemos? Si por obra y gracia de algún saqueador justiciero como Assange descubriéramos de pronto muchas cosas relevantes que ignoramos, ¿no desperdiciaríamos esta información como hacemos con lo mucho que ahora sabemos o podemos llegar a saber consultando fuentes al alcance de cualquiera? Hace más de 20 años, Jean-François Revel publicó un libro, excelente como casi todos los suyos, que se titulaba El conocimiento inútil (editado aquí por Planeta y después por Austral, con prólogo de Javier Tussell). Explicaba, apoyado en abundante documentación, cómo el cerrilismo ideológico, los prejuicios y el partidismo interesado cortocircuitan lo mucho que ya sabemos sobre nuestro mundo, haciéndolo estéril para guiar políticas sensatas. Si hoy pudiera reescribir esta obra, Revel añadiría nuevos y relevantes ejemplos en apoyo de su tesis principal.
Vamos a ver: ¿acaso no podía saber cualquiera, sin necesidad de confidencias subrepticias, que los regímenes de Túnez o Egipto eran dictaduras? Sin embargo, eran apoyadas por países defensores de los derechos humanos y los partidos que las encarnaban permanecieron hasta ayer en la Internacional Socialista, como en su día el Baas de Sadam Husein (a Hitler le perdieron al final sus malos modos internacionales, si no habríamos visto a los nacionalsocialistas en la IS y en la ONU). En nuestro país, ¿acaso no se sabe desde hace tiempo que las autonomías duplican innecesariamente algunos gastos estatales o que han atomizado en exceso ciertas competencias, por ejemplo las educativas? ¿No está constitucionalmente claro el papel de la lengua común y su utilidad política en un Estado de derecho, precisamente porque se reconocen otras lenguas oficiales en comunidades autónomas? ¿Acaso es un secreto lo que ocurre, por ejemplo, en Bélgica? ¿Desde cuándo se saben las cifras de nuestro abandono escolar o del rezago de nuestra formación profesional? Y sin embargo hasta hace poquísimo fue anatema apuntar conclusiones políticas de estos conocimientos. Etcétera, etcétera...
En estos días, por motivos obvios, he recordado muchas veces las incidencias de mi único viaje a Egipto, hace ya décadas. Sobre todo un episodio, que para mí desde entonces fue una metáfora epistemológica. Recorríamos las pistas del desierto en un minibús (poco más que una furgoneta), bajo un calor agobiante, en busca de las ruinas de la gran civilización del pasado. Al llegar a los templos abrumados por el sol, los menos cultos ansiábamos más un refrigerio que lecciones de arqueología. Y allí nos esperaban los vendedores de refrescos, con su pequeña nevera sobre la arena. Una nevera sin hielo ni electricidad, que por lo tanto no podía enfriar nada. Sin embargo, corríamos hacia ellos y les pedíamos una coca-cola de las del fondo, de las más fresquitas... La sed de la ilusión era más fuerte que la constatación de la realidad. Desde entonces me pregunto si con todo lo que sabemos no ocurre lo mismo.
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