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Columna
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Una inteligencia que no ha parado de reír

Jordi Gracia

¿Cuándo empezó a sonreír de esa forma tan expansiva y jovial Josep Maria Castellet? Porque lo que es seguro es que no sonreía nada mientras llenaba con el ceño fruncido por la cólera las páginas de las revistas de la posguerra mugrienta, disparando contra la pasividad conformista de sus coetáneos. Desde aquellos años y en la revista barcelonesa Laye o en Madrid, a Castellet se le escuchó con intriga porque era raro y era valiente su mensaje de subversión del orden literario. Cuando apenas nadie sabía quiénes eran Sastre, Sánchez Ferlosio o Martín Gaite -o Gabriel Ferrater, Gil de Biedma o Barral- se permitió anunciar que la literatura iba a pasar por todos ellos, y lo hizo en un libro invisible (porque lo secuestró la censura), titulado en 1955 tan apagadamente como Notas sobre literatura española contemporánea.

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Las bombas de relojería iban a ser al menos tres en los próximos 15 años. La primera puso a los escritores a estudiar las técnicas más elementales de la novela moderna en La hora del lector (1957); la segunda ordenó la lírica de los primeros 20 años de la posguerra en una antología crucial y equivocada (el primer poema era El hacha, de León Felipe -en 1959- y los últimos eran Gil de Biedma, Barral o Valente, sin rastro de Juan Ramón Jiménez y obsesionado con el realismo histórico), y por fin, y ya casi a las afueras de las liturgias antifranquistas, se puso de acuerdo con Gim-ferrer para seleccionar nueve poetas estridentes, suntuosos, provocativos y hasta fanfarrones del modo más camp, o más pop, o más in: eran los Nueve novísimos poetas españoles de 1970 que sublevaron a algunos de sus buenos amigos. Esa antología de poetas inéditos lo hizo ya insobornable partidario de la ética de la traición (lo pactó así con gentes como Aranguren, que venía de sitios peores que el realismo social), al tiempo que se dedicaba a contar en nuevos libros lo que significaba un gurú de la época, Herbert Marcuse, pero también la relevancia de escritores tan grandes y queridos como Salvador Espriu y tan grandes y despreciados entonces como Josep Pla.

Todavía no se ha muerto Franco pero Castellet ríe ya a mandíbula batiente porque Franco se muere en cosa de horas o de días, da igual. Desde que se muere de veras, Castellet adopta el papel de mentor e ideólogo senior de la cultura en una Cataluña democrática -es director literario de Edicions 62 desde 1964 y ha sido antólogo de la poesía catalana del siglo XX con Joaquim Molas-.

¿Qué le queda por hacer? Le queda la literatura, porque alta literatura es un libro magistral de las letras hispánicas: Els escenaris de la memòria aparece en 1988 como una falsa galería de retratos porque es una incursión en el laberinto sensible y civil de una conciencia moderna, burguesa, independiente y literariamente honesta. Aquel libro retrataba sus encuentros con Alberti o Mercè Rodoreda, con Josep Pla o con la insolente precocidad de Gimferrer. Hemos esperado 20 años a ver la segunda y suculenta entrega de ese proyecto autobiográfico: apareció el año pasado y fue tan tardío porque era el más comprometido. En Seductors, il·lustrats i visionaris (también traducido en Anagrama) están las huellas reales en la piel y en la memoria de sus interlocutores de toda la vida, empezando por un Manuel Sacristán casi siempre atormentado, un Carlos Barral jactancioso de su excepcionalidad histriónica o un Gabriel Ferrater quizá hipotecado por su inteligencia misma. Castellet seguro que no ha dejado de reír.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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