Si no fuera por la crisis
Un país que dilapidó el tiempo del esplendor amasando infortunios. Un país de tertulias. Un país fuera del tiempo. Con verdaderas masas de fumadores llenando las terrazas de invierno, esperando a los chinos. No supimos ser prósperos y ahora cualquiera endereza el entuerto. Un país de vociferantes en podios de cáscaras de gambas. Lo único bueno es que ya podemos irnos de puente eterno. Ha terminado ocurriéndonos lo que Michon dice que le pasó a Rimbaud: murió de la misma mano de aquellos cuyo trabajo lo enriquecían; se había enriquecido con una muerte suntuosa, sangrienta como la de un rey al que inmolan sus súbditos; solo fue rico en oro, y de eso murió.
De un tiempo a esta parte, todo se ha vuelto, además, insufriblemente vernáculo. Cuando reinaba la hipnosis del bienestar, ya era todo asfixiante, porque la pujanza trajo la desaparición de gran parte de las personas amables, con buen carácter. Era penoso ver que, cuanto más avanzábamos en el espejismo del progreso, más malhumorado se volvía el ciudadano. Cuando llegó la crisis, parecía que esta ayudaría al menos a rebajar los niveles de estupidez de los vanidosos, de los malcarados, de los cabrones. Pero no ha sido así. Ahora bien, no hay que olvidar que en realidad las crisis son un fenómeno recurrente, cuando no perpetuo, y tienen un lado muy bueno, porque ofrecen momentos de gran sacudida y creatividad. De hecho, si no fuera por la crisis, no tendríamos de qué hablar. Para quienes en el CCCB de Barcelona han organizado unos debates públicos sobre el tema, las crisis no solo abren siempre un lapso de libertad antes de que cristalice un nuevo orden, sino que, además, permiten que se vuelvan a plantear las grandes preguntas.
La pujanza trajo la desaparición de gran parte de las personas amables, con buen carácter
Después de todo, una crisis es un elemento esencial en cualquier esfuerzo que hagamos para hallarle sentido al mundo. En las conferencias de Barcelona participan Soledad Puértolas, Saskia Sassen, Gosta-Esping Andersen, François Jullien, Avishai Margalit, Claudio Lomnitz-Adler, Eva Illouz, Antón Costas, Étienne Balibar. El título de la charla de Jorge Wagensberg, Si no fuera por la crisis, aún seríamos bacterias, ofrece indicios de que esta será tan realista como optimista y permite recordarnos que el más crudo realismo no tiene por qué carecer de humor. El mundo se viene abajo, pero hay alguien que silba una canción. Me ha recordado un momento de aquella novela de Saramago sobre la muerte de Ricardo Reis. Ese instante en el que, con Europa en plena escalada hacia la guerra, un hombre se sienta frente al Atlántico y se pregunta si él, Ricardo Reis, existe.
Las crisis sirven también para proponer serenidad y hasta el retorno a una cultura clásica. Y así, la semana pasada, cuando volvimos a ver en televisión, casi de puro milagro, El Sur, de Víctor Erice, nos decíamos a la mañana siguiente si no era una tragedia que artistas como Erice llevaran tanto tiempo sin rodar. Qué gran día será aquel en el que nuestros charlatanes aúnen esfuerzos para descifrar por qué con crisis o sin ella siempre maltratamos a los mejores. Pero de nada de esto se habló esa mañana del día siguiente, esa mañana de la que solo recuerdo una peste de anís castizo en el ambiente y un griterío en las radios y un barullo en las televisiones: una carrera de locos para ver quién emitía más fuerte en las terrazas al sol o en los interiores con cáscaras de gambas, quien emitía más alto su fúnebre canto general por el oro que perdimos.
Escribo mientras oigo aullar en la radio y las voces desquiciadas de los más palabreros me traen el recuerdo de algo que planteara Mario Levrero acerca de Nerval: "¿Cómo es posible que estando loco se haya expresado en Aurelia, mediante un estilo sereno, dulcísimo? Me pregunto qué sucedería si todos los locos recibieran una cultura clásica".
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