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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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El yo escurridizo

¿Cómo escribir de la autobiografía sino es a través de algún artilugio, valiéndose de algunas artes? De hecho, todo hablar de sí, escribiendo, pintando, fotografiando o hablando, nos introduce bajo la mediación de un lenguaje. Nos mediatiza por el servicio que le debemos al servicio que se nos presta. Somos como independientes en la dependencia, nos creemos en el trance de liberarnos de sí cuando, en realidad, soportamos la espesura en el seno de otro. Libres para hablar pero fatalmente presas del habla. Dueños de mí para rendir tributo al espejo del otro.

Por añadidura, todo intento de hablar de uno mismo requiere una objetivación del sujeto, pero ¿cómo llegar a este fin sin echar mano de una narración, una apropiada ficción de la realidad que atribuimos a uno mismo?

Los pintores se autorretratan para desplazarse de su insoportable realidad

Pero entonces, ¿de qué manera llegar a conocernos o darnos a conocer? No hay manera. Y acaso esta imposibilidad permita la única salvación puesto que nada nos hace más igual a nosotros mismos que la muerte. La lápida sella con impiedad la estampa del yo mientras la máscara (el autorretrato o la autobiografía) viene a ser un inocuo maquillaje o cándida copia de lo que hemos sido (o todavía somos) en el rastro (y el rostro) de los demás.

Estas reflexiones que glosan a las que Estrella de Diego expone en su libro No soy yo (Siruela) sirven para mostrar la trampa radical en la que la identidad nos mantiene, si es que la identidad consistiera en una máquina propia y no en un trasto imaginario, ajeno y sin engrasar.

Yo y mi identidad se relacionan de mil maneras: simétricas, asimétricas, seudofractales, cuánticas o euclidianas, cariñosas o a trompicones. Con este surtido de mil gustos nadie puede apostar un céntimo por el logro de una verdad. De declarar falsa la autenticidad ya se ha encargado nuestra cínica época pero podríamos consolarnos, acaso, con la humilde ambición de presentarnos sin pretensiones, presentarnos gratis, sin más.

Pero no hay, ni siquiera, un "sin más". Toda presentación es representación, todo retrato, autorretrato o autobiografía es un producto cruzado por innumerables estrías, relentes o peripecias que convierten su confiada entrega de verdad en un obsequio de ficción pura.

Nos fotografiamos o los pintores se autorretratan para desplazarse de su insoportable realidad. Nos relatamos, nos escribimos para deshilacharnos progresivamente en el hilo de la narración.

Al rato, tras haber concluido el argumento gráfico o conceptual, no queda nada que enseñar. No queda nada de la morfología del bulto que somos pero, además, amándonos como gruesos bultos, bultos bovinos, ¿para qué empeñarse en mostrarse como un ser vibrante o un yo?

Todo yo posee esta inherente condición de rozadura que nos va limando. Va limando su elemento principal y, como si mondara su fruto, va desnudando la pulpa y engulléndola al fin.

Muchas de las consideraciones que Estrella de Diego hace en su libro No soy yo hacen mención al mundo de la pintura. Y muchas de ellas, con ejemplos de cuadros, propician un choque de contrarios en donde la chispa del "yo" brota y luce un breve instante. Luce y se apaga o se apaga y luce. En estos intervalos, reales e irreales, va simulándose un proceso constitutivo pero no hay tal. No hay proceso.

El proceso promete pero la falta de proceso mata. La caza del yo será así igual a la mágica conclusión de no ser yo. Y el no soy yo de Estrella de Diego parece casualmente inscrito en su mismo nombre. Una "estrella" fugaz que escapa de todas las manos. Un digo, ahora, que dice lo que antes, un paso atrás, llamamos Diego.

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