La cruda vida de Jimi Hendrix
Una minuciosa biografía narra la azarosa trayectoria del mito del rock
Todo lo relacionado con Jimi Hendrix (1942-1970) parece descomunal. Cualquier persona interesada por la música sabe que su discografía es oceánica: abarca centenares de lanzamientos, algo asombroso para alguien que apenas grabó -bajo su nombre- durante cinco años. La bibliografía sobre su persona también impresiona: músicos, amantes, productores han firmado libros hendrixianos. Una pila a la que ahora se suma Jimi Hendrix: la biografía (Robinbook), de Charles R. Cross.
Se trata de una biografía ortodoxa y minuciosa, escrita por un autor que no trató a Jimi pero que está especializado en el rock del noroeste de Estados Unidos (su anterior tomo estaba dedicado a Kurt Cobain). Cross argumenta que la obra de Hendrix adquiere sentido si se conoce su origen -Seattle, una ciudad multicultural- y sus primeros años de vida. Decir que la familia Hendrix era disfuncional parece un eufemismo: Al y Lucille, sus padres, pasaron más tiempo separados que juntos y aun así tuvieron seis hijos.
Jimi nunca conoció un hogar convencional. Su madre, enferma de cirrosis, murió misteriosamente en 1958. Su padre nunca pudo mantener a su prole (tres de los críos fueron dados en adopción) y Jimi pasó, literalmente, hambre y frío. Le salvó la informal red de solidaridad existente en la comunidad afroamericana. En tal abismo de pobreza, le costó conseguir una guitarra miserable. Y no llegó a hacer de la música su profesión. Cuando le arrestaron por segunda vez en un coche robado, le ofrecieron el trato habitual: cárcel o alistarse en el Ejército.
En un rasgo de audacia, eligió apuntarse a la famosa División Aerotransportada 101. Pero Jimi no tenía madera de militar; Cross ha descubierto que consiguió la licencia declarándose homosexual. No es la única revelación que ha sentado como un tiro entre los viejos amigos de Hendrix: el libro describe la penosa existencia del guitarrista en Nueva York, cuando dependía de los ingresos de una prostituta menor de edad, a la que dejó embarazada.
En Nueva York se forjó la alianza cultural de Hendrix, que se puede simplificar así: Harlem + Greenwich Village. Se había pateado el circuito negro tocando detrás de Little Richard, Solomon Burke o los Isley Brothers, pero también conectaba espiritualmente con el rock blanco; adoraba a Bob Dylan, incluso imitaba su peinado alborotado de Blonde on blonde.
Dominaba el lenguaje de dos mundos, pero fue alguien del rock quien descubrió su excepcionalidad. Linda Keith, novia de Keith Richards, difundió incansable las maravillas de aquel guitarrista zurdo de vestimenta extravagante. Finalmente, consiguió que Chas Chandler -antiguo bajista de los Animals, reconvertido en representante- se llevara a Hendrix a Londres.
Llegaron el 24 de septiembre de 1966 y en menos de 24 horas ya tenía novia y era la comidilla del mundo pop tras participar en una jam session.
La rapidez con que Jimi tomó por asalto el Reino Unido sugiere que apareció en el lugar justo y el momento exacto, cuando la pasión por el soul cedía ante el descubrimiento del blues. Tal vez encajaba en un estereotipo soñado por los públicos europeos: Johnny Hallyday le llevó de gira por Francia antes de que hubiera sacado un disco. Lo cierto es que mental y musicalmente estaba preparado para cabalgar sobre la ola de la naciente psicodelia. Él y la guitarra formaban un todo; disponía además de un creciente arsenal de efectos. Su capacidad de asimilación dejó boquiabiertos incluso a los Beatles: tres días después de su salida, tocaba ante ellos Sgt. Pepper en directo.
Los cuatro años posteriores forman parte de la leyenda del rock. La ascensión de un músico prodigiosamente dotado y la caída de una estrella que se excedió en todo: grabaciones, drogas, giras. Sin repartir culpas, Cross pasa lista a los secundarios del drama: el representante que no le permitía parar, las concubinas que tampoco, los militantes negros que le recriminaban su éxito entre el público del rock. Inútil especular por su evolución musical: siempre complaciente, lo mismo prometía grabar jazz que volver al rhythm and blues.
Cuando Jimi fallece en Londres, de una forma particularmente estúpida, deja detrás un caos mayúsculo en lo personal y en lo profesional. Han seguido más de treinta años de litigios que han dejado montañas de amargura.
No se han reconocido los al menos dos hijos que Jimi engendró, pero es que ni siquiera sus hermanos se beneficiaron demasiado de un legado cuyo valor ha crecido exponencialmente: a su muerte, en 2002, el padre dejó la mayor parte de la herencia a una hijastra que ya antes exprimía al máximo la ubre de la sociedad Experience Hendrix, adjudicándose sueldos anuales de 800.000 dólares. A poca distancia del inmenso panteón que acoge los restos de Al y Jimi, ahora una de las atracciones turísticas de Seattle, está la tumba abandonada de Lucille, respectivamente su esposa y su madre. Ni siquiera tiene una lápida.
Babelia
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