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Entre lo confesional y lo rutinario

Diana Krall alterna en Madrid momentos cálidos con su hierática lectura de la 'bossa nova'

Para empezar, un guiño a la familia: justo antes de que Diana Krall tenga a bien comparecer, suena como música de ambiente Complicated shadows, de su señor esposo. No estamos muy habituados a los gestos de complicidad por parte de la mujer de Elvis Costello, pero no será el único de la noche. Eso sí, todos a partir de las 22.45, con un retraso que bordeaba ya lo antipático. Se supone que no debemos enfurruñarnos por lo que en cualquier otro lugar del planeta considerarían una falta de respeto, así que la Krall avanza con gesto adusto hacia el piano y elude cualquier disculpa. Eso sí, introduce el nombre de Madrid en la letra de su primer tema. Mira tú qué maja.

Teníamos en la memoria a la Krall más hierática del otoño pasado, con un concierto en el Palacio de Congresos que la cantante y pianista canadiense despachó como quien estampa sellos en los formularios del registro municipal. Anoche, sin embargo, hizo un esfuerzo por acercarse a esos 2.800 espectadores que siguen rindiéndole devoción. "Visteis a mi marido hace poco. Es bastante bueno, ¿verdad?", anotó antes de dedicarle una sentida versión de I've grown accustomed to her face, "una canción que me recuerda cómo nos queremos". Ya entrados en interioridades, en un tono casi confesional que no le conocíamos, relató lo bien que se lo pasan sus gemelos ?unos angelitos de tres años y medio que le han arruinado los ciclos del sueño? cuando corretean por las calles madrileñas y descubren la laxitud de los horarios peninsulares.

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Hay en la figura de Diana Krall argumentos suficientes para la división de opiniones. Canta bien, es una instrumentista aceptable, presume de buena presencia y ayer ni siquiera exteriorizó demasiado el fastidio por ese vientecito bastante puñetero que le sacudía las partituras y acababa bisbiseando por el micrófono. Sin embargo, sus conciertos suelen incluir pasajes que conducen a la abulia, a la rutina menos seductora. Son esos momentos en que los standards se encadenan con un aire funcionarial y Diana parece mirarnos con compasión: solo somos unos pobres pordioseros que no tenemos ni un triste Rolex que llevarnos a la muñeca.

Anoche también los hubo, aunque en una proporción más llevadera. Sobre todo cuando le tocó repasar Quiet nights, ese disco donde ejerce de cantante ligera afanada en rubricar la millonésima versión de los clásicos de la bossa nova. Pero antes habían sucedido cosas mucho más interesantes, como una lectura de Clap hands, de Tom Waits, o de Frim fram sauce, una divertida pieza de Nat King Cole sobre preferencias gastronómicas en la que el contrabajista, Robert Hurst, se marcó un solo para chuparse los dedos.

Nada tan nutritivo como Let's face the music and dance, el clásico de Irving Berlin donde Krall saca todo el provecho a una voz tan granulada como una tormenta de arena. Lástima que no se prodigue más y que ventile sus recitales en 75 minutos escasos.

Diana Krall
Diana KrallGETTY IMAGES

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