La máscara contra el hombre
No se entiende que la maquinaría de una gran producción estadounidense, que suele resolver el lado mecánico de las películas con alta profesionalidad, incurra en Hoffa en errores de aficionado. Estos filmes pueden ser artísticamente buenos o malos -desde hace tiempo predominan los segundos-, pero, incluso cuando son malos, suelen ser impecables como mecanismos: cada pieza se ajusta a su función y a las funciones de las otras piezas.Pero en Hoffa las tres piezas básicas de la armazón del relato -guión, dirección e interpretación- van por su lado y carecen de engarce recíproco. El guión de Mamet, muy didáctico, es visualizado por DeVito como un dramón esfático y mareado por movimientos y angulaciones violentas de la cámara, que distorsionan el perfil del personaje Jimmy Hoffa, jefazo -con modos de capo mafioso-, hasta su asesinato en 1974, del sindicato de camioneros, contra el que John y Robert Kennedy emprendieron una lucha sin cuartel durante la presidencia del primero. Da la impresión de que DeVito leyó a Mamet con lentes de aumento y que su dirección lo es no de su guión, sino contra su guión.
Hoffa
Dirección: Danny DeVito. Guión: David Mamet. Fotografía: S. H. Burum. Música: D. Newman. EE UU, 1992. Intérpretes: Jack Nicholson, Danny DeVito, Armand Assante. Cines Coliseum, Benlliure, Novedades, Cartago, Aluche, Albufera y, en V. O., California.
Algo parecido ocurre con la interpretación de Jack Nicholson, tanto respecto de la escritura como de la dirección. Se desentiende de ambas -responsable es DeVito, por no frenar su histrionismo- y compone un personaje que no sólo no colabora con la claridad didáctica del guión, sino que contradice a la de por sí oscurecedora visualización de éste por DeVito. Si éste formaliza -y es un disparate- el relato con ampulosidad, Nicholson convierte al personaje Hoffa, erróneamente convertido por DeVito en héroe de tragedia, en muñeco de farsa: una actuación guiñolesca en la que el actor destruye la interioridad del personaje sobando su exterioridad. Y la máscara se come al hombre.
A Nicholson debió gustarle la caracterización que los maquilladores hicieron con su rostro para acercarlo al de Hoffa. Este oscuro luchador obrero saltó a las primeras páginas de los periódicos cuando en 1962 Robert Kennedy inició una investigación destinada a desenredar el enmarañado ovillo de las interrelaciones entre la Mafia y el turbulento sindicato del que Hoffa fue presidente a lo largo de tres décadas, en las que lo convirtió en un impenetrable nido de avispas con pistola en vez de aguijón. Las tensiones entre Robert Kennedy, Fiscal general, y Hoffa adquirieron tal virulencia que, al caer asesinado John Kennedy en 1963, el rostro del veterano sindicalista emergió como una posible cara responsable del crimen.
Insistimos: Nicholson debió quedar extasiado ante el maquillaje que le convirtió en un Hoffa casi físicamente reencarnado. Pero todo quedó en esa impresión de veracidad física inicial. Luego ésta se diluye, por un lado, en la retórica de la puesta en escena, y por otro, en la dependencia de Nicholson de esa máscara, que recuerda en precisión a la de Marlon Brando en El padrino, pero con la diferencia de que éste trascendía la caracterización, mientras Nicholson queda atrapado por ella. No le da vida, le deja en simple máscara, a la que sobrecarga de gestos de muñeco con el alma activada por pilas de larga, de larguísima, de inacabable duración.
Nicholson mata al protagonista de una película sentenciada previamente a muerte por un director que, movido también por vanidad, es víctima de un exceso de voluntad de estilo, de un ansia desequilibrada de sello propio. Resultado: los ingredientes no logran la indispensable complementariedad y se deterioran y destruyen recíprocamente. Y la película (llena potencialmente de interés) se vacía y naufraga en esta refriega de estilos y sensibilidades no coordinadas entre sí.
Babelia
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