Tierna parada de monstruos
Léolo
Dirección y guión: Jean-Claude Lauzon. Fotografía: Guy Dufaux. Música: Richard Gregoire. Canadá, 1992. Intérpretes: Gilbert Sicotte, Maxime Collin, Ginette Reno, Julien Guiomar, Gluditta del Vecchio. Estreno en Madrid: cines Renoir.
Ternura, brutalidad, negrura, elegía, disparate, gracia, humor, horror, delicadeza, violencia. Todo, incluido lo más opuesto -un giro violento es seguido sin que se produzca ruptura de ritmo por una pincelada de gran finura-, forma parte natural, nunca forzada, del mundo desconcertante, al mismo tiempo repelente y fascinante, de esta película, que convierte a su escritor y realizador, el canadiense Jean-Claude Lauzon, en uno de los cineastas más originales y valerosos -se juega la credibilidad de cada secuencia y siempre la saca adelante- del cine actual y del cine que viene, ese que se cuece ahora mismo en las imaginaciones de un puñado de cineastas que no están dispuestos a someterse al adocenado rasero de lo pactado en el sistema de consumo de películas dictado por Hollywood e idean y juegan a su aire, al aire libre, a respirar libertad.
Léolo tiene algo de puñetazo entre los ojos y de funambulismo sin red protectora. Es una película indistintamente brutal y delicada, que nos devuelve -pese a las estafas cotidianas que este sobado término genera- la idea de que hay veces, aunque muy pocas, en que es posible hablar de cine de autor. Todo en este filme es una pesadilla inseparable de la interioridad de su soñador: la pesadilla de la reconstrucción de una indescriptible horda familiar en el hormiguero de un arrabal del Canadá francés: una tribu apiñada, desquiciada, enloquecida, con fealdad casi limítrofe con lo monstruoso y, sin embargo, compuesta por gente humana hasta lo indecible.
Chorro de inventiva
Es la fuerte personalidad del creador de ese mundo cotidiano, Jean-Claude Lauzon, el hilo que vértebra, organiza y homogeneiza el amasijo de personajes, historias, escenarios, situaciones e imágenes que abarrotan este filme atestado de ideas y distinto a todos, muy denso y, no obstante, fácil de ver y de disfrutar, gracias al encanto que permite a un juego feísta crear belleza refinada. Película incatalogable y, una vez vista, inolvidable, cuyo único, lejano y traído aquí por los pelos antecedente hay que buscarlo -con diferencias abismales, ya que Léolo es una obra lírica, y ésta, de puro terror- en la legendaria Parada de los monstruos (Freaks), de Tod Browning.
Lauzon tiene 40 años y éste es su segundo largometraje. Tiene detrás un concienzudo aprendizaje en Montreal y Los Angeles Í Hollywood le llamó y ésta fue su respuesta: "Querían que hiciera una película con una estrella de renombre. Me dijeron: 'Aquí nadie te conoce, empieza con una película pequeña y luego podrás hacer grandes películas'. Yo contesté: 'No quiero hacer una mierda pequeña para luego seguir haciendo más mierdas".
Tras Un zoo, la nuit (1987) llegó Léolo, que permite ahora a Lauzon explicar su método de trabajo con esta precisión: "Cuando escribo una película, no tengo una estructura. Cuando estoy metido en un proceso creativo importante, nunca puedo saber hacia dónde voy". Es una descripción difícil de mejorar de Léolo. Cada giro del relato es imprevisible, como si se improvisase. De ahí su libertad: es imposible, mientras vemos una escena o descubrimos un apunte, adivinar por dónde va a ir la escena siguiente o cómo se cerrará ese apunte, que surge en la pantalla en ocasiones de forma tan ágil que su esbozo dura pocos segundos.Lauzon es una de las revelaciones más esperanzadoras del cine de los últimos años. Todo él es un chorro de inventiva, pero de inventiva dominada, no degradada por la tentación de la arbitrariedad y la facilidad de la ocurrencia.
Léolo fluye a través de giros, se dobla y desdobla en fugas y saltos, transcurre de manera tortuosa y accidentada, pero con gracia y transparencia. Situaciones de baja miseria moral encuentran en Léolo resoluciones de alta elegancia. Incluso imágenes que bordean lo escatológico -mal gusto- se hacen destellos de ingenio limpio: buen gusto. La mirada de este cineasta alquimista convierte -y la analogía es suya- la mierda en oro.
Babelia
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