Familias
Dice un proverbio chino que "los parientes, de lejos, huelen bien". Llegado a un punto de su filmografía en que ya había logrado el crédito de crítica, público e industria, el francés André Téchiné imaginó, en 1993 -o sea, entre En la boca no y Los juncos salvajes, tal vez su primera obra maestra-, una historia que le permitiera ver si de cerca los parientes huelen tan mal como el proverbio sugiere. Y el resultado es un filme contundente, preciso hasta el dolor, tan amargo como Los ladrones, aunque menos elaborado, la historia de dos hermanos -Deneuve y Auteil, espléndidos ambos- casi en la cincuentena que se reencuentran por la enfermedad de su madre. Un filme que vemos gracias al éxito de los dos que le siguieron, aunque haya ya en él ecos de sus continuadores.Como en muchas de sus películas, la cámara de Téchiné filma a los dos hermanos, a su anciana madre y al marido e hijos de la mujer con una neutralidad que se confunde a veces con la frialdad para, mediante un mecanismo de cajas chinas que poco a poco se van abriendo, hacer que ambos nos cuenten qué les ocurre, el porqué de sus acciones, algunas de ellas incluso arbitrarias; el porqué de sus silencios, el qué se oculta detrás de una cortesía que en ocasiones se quiebra: viejos odios, viejos amores.
Mi estación preferida
Dirección: André Téchiné. Guión: Téchiné y Pascal Bonitzer. Fotografía: Th. Arbogast. Música: Ph. Sarde. Francia, 1993. Intérpretes: Catherine Deneuve, Daniel Auteil, Marthe Villalonga, Jean-Pierre Bouvier, Carmen Chaplin, Chiara Mastroianni. Estreno en Madrid: cines Madrid. UGC Ciné Cité y Renoir Plaza de España.
Réplicas
Téchiné va desvelando las cosas sin prisas, con esa maestría para construir los guiones, las réplicas, sobre todo, que es su mejor marca de fábrica. También con sencillez en la puesta en escena, una sencillez en ocasiones engañosa, pensada a, propósito para no interferir en la expresión de los sentimientos.Un momento, posiblemente el mejor, puede servir de ejemplo de la habilidad con que el cineasta construye su discurso. Es en el que los hermanos viajan con su madre. Uno de los dos sugiere encender la radio, lo que le vale la recriminación de la madre: "Antes solías cantar, no había necesidad de radio". Ambos cantan, primero con timidez, luego con un aire reconcentrado en el que se va abriendo paso la nostalgia. La cámara se coloca fuera del coche, los coge a los tres, pero enfocando sobre todo las sombras y las luces sobre el cristal. Es como si mediante ese solo plano se nos sugiriera todo: el paso furtivo del tiempo, las sombras de unos personajes opacos incluso para sí mismos, una situación de provisional felicidad que pronto se truncará: lo que están haciendo ambos no es otra cosa que transportar a su madre a una residencia para ancianos, es decir: a su (presumible) destino final.
De sentimientos, pues, habla, como siempre Téchiné en Mi estación. Pero también de la memoria -no es casual que Auteuil sea médico especialista en cerebro- de la que sólo se puede compartir con unos pocos, a veces incluso con nadie, de los problemas, del aislamiento que dicha memoria produce en quienes se quedan fuera del recuerdo. Y por tanto, de los celos, de la incomprensión. Como Claude Chabrol, como el hoy olvidado Jean Grémillon, André Téchiné sabe que donde residen todos nuestros afectos, los mejores y los peores, es en la familia, en sus ritos, en sus vicios, en los resentimientos nunca resueltos.
Visto hoy, además, Mi estación Preferida es un punto y aparte en la producción del directo. De hecho, hay ya en él los ecos de su siguiente película, Los juncos salvajes, en esos jóvenes completamente perdidos en la maraña de sus sentimientos, de su confusión ante la vida. Pero también el germen de la sospecha de que la familia como tal es una instancia terrible, incluso castradora para la libre asunción de una afectividad adulta. ¿Se puede esperar algo de las generaciones venideras si lo único que han vivido es la incomunicación, el desorden de los sentimientos de sus progenitores?
Babelia
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