Rimbaud, la vida a tumba abierta
Un monográfico de la revista 'Poesía' recrea las iluminaciones, viajes y pendencias del escritor
Ciento once años después de su muerte, Arthur Rimbaud (1854-1891) sigue vivo. Su precoz iluminación poética, que volvió locos a sus contemporáneos y que fascina hoy igual que entonces por su frescura y su profundidad; su carácter inquieto, irascible y rebelde, que le metió en mil pendencias y escapadas y le llevó a abandonar la creación antes de cumplir los 19 años; sus viajes posteriores a los lugares más insensatos, en los que practicó todo tipo de oficios, desde capataz de obra a traficante de armas y, quizá, de esclavos... Todo eso, y muchas cosas más, regresa ahora a los lectores a través del número 44 de la revista Poesía, un tesoro lleno de secretos, información y amor al genio ingobernable, al que sus amigos llamaron 'Cosa' y 'el hombre de las suelas de viento'.
'Olvidó del todo la literatura. Y si le preguntaban, decía: 'Ya soy mayor para eso'
'Tenía los ojos azul pálido con rayos azul oscuro, los ojos más bellos que he visto'
El número 44 de esta guadianesca revista, que ha publicado Tf. Editore y se suma a recientes aproximaciones biográficas (Tusquets, Anagrama, Siruela...), se titula Vida y hechos de Arthur Rimbaud, síntoma de que su responsable, Gonzalo Armero, ha evitado cualquier tentación interpretativa sobre un poeta cuya bandera ha sido izada ya demasiado: 'Entre poetas católicos como Claudel, surrealistas como Breton, rockeros como Van Morrison o Patti Smith y escritores como Henry Miller, Rimbaud ha ido de la Ceca a la Meca, desde el santo Zacarías al demonio'.
No es extraño, porque la pasión por la escritura y la vida de Rimbaud son una verdadera mina. 'Apenas tenía 10 años', recuerda su hermana Isabelle, 'y ya cautivaba nuestra atención durante largas veladas leyéndonos sus viajes maravillosos'. A los 14 años escribió una carta con 60 versos latinos al hijo de Napoléon III, el príncipe imperial, por su primera comunión: estaba llena de versos falsos. A los 15, devoraba la biblioteca pública de Charleville (la 'superiormente idiota ciudad de provincias' donde nació, en las Ardenas), y la privada de su maestro de bachillerato, Georges Izambard, que lo colmó de lecturas, simpatía y premios extraordinarios.
A esa misma edad, 15 años, remite tres poemas con una carta a la revista Le parnasse contemporain. Y realiza su primera fuga (frustrada) de casa. El 29 de agosto se va a París. Sin dinero. Lo detiene la policía, pasa tres días en la prisión de Mazas y lo devuelven al hogar. Será sólo el primero de una larga serie de informes policiales.
En octubre se fuga otra vez. Llega a pie (fue un gran andarín) hasta Bélgica. Durante la escapada, escribe varios poemas, de una extraña precocidad: el Cuaderno de Douai. En 1871, el hijo de un capitán del Ejército y de una mujer victoriana y tacaña se alista como francotirador de la Revolución, en La Comuna de París. Escribe a Izambar: 'Trabajo para ser vidente. No escribo. Estoy en huelga'.
El sorprendente relato de sus andanzas se lee a través de una mirada fragmentaria y colectiva, en orden cronológico enriquecido por 350 imágenes, 260 testimonios de sus contemporáneos, una selección de textos literarios del poeta (El barco ebrio, Vocales, Una temporada en el infierno, Iluminaciones...) y una amplia muestra de su correspondencia (110 cartas).
La revista, que cuesta 50 euros, enseña retazos fulgurantes de una vida a tumba abierta, rica en secundarios: amigos, parientes, enemigos, amantes, escritores, fotógrafos, pintores, policías, traficantes, exploradores y viajeros que fue encontrando en su camino a la soledad.
Su agudo profesor dice que bajo la máscara del 'empollón perfecto, impoluto y tímido, bueno y dulce', se escondía 'un intelectual vibrante de pasión lírica'. Su amigo del colegio, Ernest Delahaye, recuerda su proceso de 'aniquilación de la conciencia', su empeño en 'derruir todo lo que tenía en la cabeza', su búsqueda compulsiva de la libertad. Y lo describe así a su llegada a París: 'Un campesino no demasiado rústico', que tenía 'los ojos azul pálido (surcados de radios de azul oscuro)', 'los ojos más bellos que me ha sido dado ver'.
También Paul Verlaine sucumbió a su belleza y a su talento. Y de qué forma. Primero, reconoció su capacidad para escribir 'cosas que están por encima de la literatura'. Luego, se enamoró de él y se separó de su mujer, Mathilde Mauté, que se negó al triángulo con aquel excéntrico aniñado. Exiliados a Bruselas y Londres, los dos poetas viven un amor a muerte, hecho de absenta, pobreza, excesos ('soy tu viejo coño siempre abierto', le escribió Verlaine), cuchilladas, whisky, latigazos poéticos, detenciones, sobreexcitación intelectual y, cuando Rimbaud quiere romper, disparos reales, de pistola: los dos que Verlaine le descerraja en un hotel de Bruselas. Mejor poeta que pistolero, sólo acertó con uno: en la muñeca izquierda.
Es la época en que A. R. escribe Una temporada en el infierno, único libro que publicaría. Tiene 18 años. Entretanto, sus amigos de la bohemia parisiense, los que le llamaban 'el niño sublime', pasan del deslumbramiento al hartazgo. Primero le alojan, le pintan, le invitan, lo escuchan recitar. Finalmente, lo dejan por imposible. Rimbaud da sablazos, los acusa de anticuados y burgueses, roba objetos de sus casas, los aterroriza con sus llamaradas de iluminado.
Mallarmé dice que tenía algo 'de criada, de lavandera, a causa de sus enormes manos enrojecidas por los sabañones'. Y los demás pasan a llamarlo el joven salvaje, Cosa o el hombre de las suelas de viento...
Con acierto: quizá su característica más estable fuera su vocación de huir. Después de escribir febrilmente entre los 14 y los 18 años, 'decide que la literatura es una gilipollez y la olvida del todo', dice Armero. 'Y ya no vuelve a hacer referencia a ella, la desprecia. Si le preguntan, se encoge de hombros y dice: 'Ya soy mayor para eso'.
¿Quizá sabe que no podrá repetir la intensidad y el misterio de las Iluminaciones o de Una temporada en el infierno? 'Quizá había cumplido ya su obsesión por convertirse en vidente', sugiere Armero.
Muchos de los textos que publica Poesía han sido traducidos expresamente, y algunos son inéditos en castellano, principalmente la correspondencia y los textos africanos de A. R. (traducción de Julia Escobar), y los testimonios de sus contemporáneos, que pasan de artistas a comerciantes cuando llega la hora de viajar en serio.
Alemania, Liguria (a pie), Austria, Holanda... En 1876, pasa siete meses fuera: se alista como mercenario en la Marina holandesa, se va a Java, deserta, vuelve a Irlanda por Ciudad del Cabo... Dos años después, pretende llegar andando hasta Alejandría. Llega a Lugano tras atravesar Suiza, coge un tren a Génova y se embarca hacia Chipre, donde trabaja como capataz de obra en unas canteras. Vuelve en 1880, pero abandona la isla después de matar accidentalmente a un obrero. Luego se va a Egipto, Adén (Yemen) y se instala en Harar (Somalia). Primero se dedica al comercio de café. Luego, al de armas. Según algunos, también al de esclavos. Importa y exporta algodón, seda, especias... Envenena a unos perros callejeros. Pasa allí varios años. Y escribe mucho: cartas a su familia e informes geográfico-antropológicos, textos absolutamente asépticos, sin un solo adjetivo. 'Como si tratara de evitar del todo caer en la literatura', dice Gonzalo Armero.
Su viejo amor, Verlaine, intenta publicar sus poemas, salvar su obra. A él le da igual. Pone su propio negocio, que va de mal en peor. A principios de 1891, se queja de dolores en una pierna. En marzo liquida su negocio y vuelve a Adén. Dieciséis porteadores le llevan al hospital en una camilla que diseña: sinovitis. Embarca rumbo a Marsella. Trae una fortuna: 176.000 euros de ahora. Le hospitalizan y le amputan una pierna. Morfina y diagnóstico: cáncer de huesos. El 20 de octubre cumple 37 años. Muere, queriendo marcharse de nuevo, el 10 de noviembre.
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