Quiero y (no) leo
El amor perjudica seriamente la lectura. Una reciente encuesta acerca de los hábitos de ocio de los jóvenes franceses entre los 18 y los 30 años publicada por el semanario LivresHebdo arroja datos no muy distintos de los que podrían extraerse de un estudio semejante realizado en España. El fuerte descenso en el tiempo dedicado a los libros que se registra al final de los estudios se agrava en el caso de quienes emprenden una vida en pareja: de hecho, la "verdadera ruptura en las prácticas de lectura" tiene lugar precisamente en el paso de la vida "soltera" a la vida en pareja, aunque "se recupera muy ligeramente" con la llegada de los hijos.
En realidad, la encuesta no revela nada ajeno a la experiencia común. Tras el primer aprendizaje, realizado en el contexto hiperprotegido de la familia, el mundo de la escuela y los estudios constituye un ámbito de socialización particularmente proclive a esa peculiar instancia de conocimiento que es la lectura. La amistad, en la que se comparten descubrimientos y sensibilidades, implica también la lectura de los mismos libros y el debate acerca de lo que significan y aportan. No he conocido nunca a un lector que no sea deudor del consejo de los amigos de la juventud.
La "verdadera ruptura en las prácticas de lectura" tiene lugar precisamente en el paso de la vida "soltera" a la vida en pareja
¿Qué pasa luego? Bueno, ya lo saben. El amor, cuando irrumpe, implica compromisos mayores y, sobre todo, tiempo. Lo que cada cual conoce del amor puede haberlo leído en los libros que ha frecuentado (y de los que, quizás, le ha quedado memoria imborrable), pero vivirlo es la prueba definitiva. Y eso requiere plena dedicación. Uno puede tener amigos y llegar a casa (aunque sea tarde) y ponerse a otra cosa (a leer, por ejemplo). Pero el amor resulta más absorbente, sobre todo cuando los amantes logran autonomía suficiente como para formar su pareja y ponerle techo al conjunto: el primer hogar propio. Sus exigencias -mientras dura, que ésa es otra- suelen ser vertiginosas y exigen un tiempo que hay que robarle a otras actividades, incluida la lectura. La ventaja es que después, cuando uno ha conocido el amor, también se lee de otro modo (sobre todo novelas). De modo que para leer mejor no sólo hay que "haber leído", como quería el filólogo Leo Spitzer, sino también haber amado.
En cuanto a la amistad, aquel segundo (cronológicamente) ámbito de la sociabilidad y los afectos, la encuesta no revela contraindicaciones para la lectura. Claro que tendríamos que ponernos de acuerdo acerca de qué hablamos cuando hablamos de ella. ¿De la misma que se profesaban Gilgamesh y Enkidu, los primeros amigos de la literatura? ¿De la que ensalzan Cicerón y Séneca? ¿De la que añora la señora Woolf cuando se queja en Una habitación propia de que jamás ha encontrado en los libros la descripción de una verdadera amistad entre mujeres? ¿O de la que proponen Facebook y demás redes sociales? Mientras diversas encuestas dan cuenta del significativo descenso de los "amigos íntimos" en los países industrializados, especialmente entre los varones (¿miedo a la homosexualidad?), Facebook parece proponer un amplio concepto de la amistad sin fronteras (la hija adolescente de mi vecino presume de sus 123 amigos) ni mayores exigencias que el tiempo que se les dedica. Desaparecen o disminuyen los amigos/as íntimos/as, pero aumentan como hongos los "amigos". En su libro How many friends does one person need? (Faber) Robin Dunbar, un biólogo evolucionista de Oxford, afirma que el tamaño de nuestro neurocórtex nos impone un límite máximo de 150 amigos, más allá de los cuales no podemos manejarnos con eficacia. A la hija de mi vecino le faltan muy pocos, pero Facebook hace milagros. Y, aunque, al parecer, la joven todavía no conoce los éxtasis y suplicios del amor, supongo que sus amigos virtuales tampoco le dejan mucho tiempo para libros.
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