40 años con Ezra Pound
Olga Rudge habita aún en Venecia la casita en la que convivió con el poeta norteamericano
a La cita era a las cuatro de la tarde del 30 de noviembre en la casa en que Ezra Pound vivió en Venecia, la ciudad que más amó este monstruo de la poesía, a quien Eliot consideraba como el "mejor artista" del verso en el siglo XX.El encuentro era con la anciana Oiga Rudge, que ha cumplido 90 años y seis meses. Con ella el poeta norteamericano vivió los últimos 40 años de su vida, los más densos de historia y más dramáticos, y también los famosos años del silencio. A ella le tocó vivir el momento del abandono de esta tierra en el hospital civil de Venecia hace ahora 13 años.Y a esta ex violinista, apellidada la dulce, aunque nació bajo el signo del Aries y es aún hoy entera, lúcida y firme, dentro y fuera, como una vieja encina, le ha tocado también el privilegio de vivir el centenario del nacimiento del que ella llama sencillamente el poeta o bien Ezra, sin más.
Con ella, considerada su "ciudad histórica", el autor de Cantos compartió siempre su tiempo y su amor aún en vida de su esposa oficial, Dorothy Shakespeare, fallecida. Y fue Oiga quien dio a Ezra Pound la única hija de su vida, Mary, que vive hoy en el Tirol.
Fue esta hija, junto con la madre, el cobijo de Pound en los años más negros de su vida, cuando se le acusaba de traición política y de locura incurable.
Y hoy, ambas son el único punto de referencia histórica y oficial para los amigos y enamorados de uno de los personajes más atormentados, discutidos y fascinadores de la literatura poética de este siglo, el gran descubridor y animador de talentos desde Eliot y Hemingway a Joyce.
Llegar hasta la casa dé Oiga Rudge en Venecia no es fácil. Ella vive allí en el silencio, en pobreza digna envuelta en sus recuerdos, y los venecianos casi ni lo saben. Si les preguntas por Ezra Pound les parece, si es que saben siquiera quien fue, que se trata de un personaje ya tragado por la historia. Y no te saben decir cuál era su casa, y si vive aún y dónde la compañera de su vida.La dirección era sólo Dorso Duoro, 252; quien conoce Venecia sabe muy bien que se trata de todo un barrio, y nadie sabe decirte, ni aproximadamente, por dónde cae. Y hay que preguntar mil veces y poco a poco, paso a paso, de revuelta en revuelta; por calles y campos llegamos, la fotógrafa y yo, después de haber atravesado el puente de la academia y recorrido Le Zattere hasta más allá de la iglesia de los Gesuati, a Fondamenta delle Fornaci, uno de los rincones más sugestivos de la embrujada Venecia, enfrente de la mítica Giudecca.
Como entonces
Allí, a unos 100 metros, a la derecha, en la calle Querini, una callejuela sin salida y casi sin luz, está aún como entonces la casita donde se escribieron los mejores versos de este siglo, adonde entraron las más grandes personalidades del arte y de las letras para recoger una palabra o un silencio del famoso poeta.
En la vieja casa, en unos bajos, no hay escrito ningún nombre. En el centro de la puerta hay sólo un gran buzón que la atraviesa casi de parte a parte. Uno lo toca con sus manos y siente la impresión de privilegio de haber acariciado las cartas y misivas a Pound de los más famosos poetas de la tierra que se colaban por aquella hendidura para comunicar con él desde lejos. Suena el timbre y responde sólo el silencio.La espera se hace temor porque el día anterior Oiga Rudge no había querido recibir ni al enviado del diario de la ciudad Il Gazzenino di Veneziáni consentir que entrara en su casa un fotógrafo. Les concedió sólo una respuesta por teléfono a dos preguntas hechas desde la redacción.
Se entreabren unos postigos y se recorta en la pequeña ventana el rostro de la anciana, que mira y vuelve a cerrar deprisa. Temo que la haya asustado la presencia del fotógrafo. Otro largo silencio sin osar volver a usar el timbre. Pero esta vez lo que se abre es la puerta. La anciana sonríe y nos introduce en su pobreza palpable pero limpia y ordenada; la ayudamos a atizar el fuego en la vieja chimenea recién encendida y ya casi apagada.
Allí, en aquel mismo lugar, una pequeña, habitación adornada sólo de libros y de fotografías y bustos de yeso de su Ezra es donde ella y el poeta habían pasado una vida y recibido a la flor y nata de la literatura y del periodismo italiano y extranjero. Sobre la mesa están desparramados recortes de periódicos de medio mundo con los últimos, artículos conmemorativos del centenario y las últimas publicaciones de las obras de Pound.
Se sienta al lado del fuego. Está tranquila, aunque se la nota la pena de que Italia, y sobre todo su Venecia, es la que menos ha vibrado ante este centenario del nacimiento del gran poeta norteamericano.
"Yo he celebrado", dice, "el centenario con una ceremonia sencilla y privada con un puñado de amigos en el cementerio de San Michele ante el pastor luterano de Venecia".
Se encierra en un mutismo no agresivo pero inamovible cuando se intenta hurgar en su vida sentimental con Ezra.
"Son cosas mías personales", dice, "que no sirven a los demás". Explica sólo que conoció al poeta en París cuando ella era una violinista. "Nunca he conocido en mi vida", subraya, "a otro hombre más inteligente que él. Ni más interesante. No era nunca aburrido. Era un hombre serio pero no pesado. Amaba a Venecia con locura".
"La primera vez que la pisó tenía sólo 12 años. Vino con una tía suya y, desde entonces, esta ciudad fue como su sueño secreto". Le pregunto si Ezra solía enfadar se en la intimidad ya que a muchos les imponía un respeto rayano en el temor. "No se enfadaba. No era nunca violento. Al revés, los hombres violentos, los enfadados, se calmaban ante su presencia. Durante los años duros de la guerra nunca vi a nadie que se atreviera a faltarle al respeto".
"Fue siempre lúcido"
Oiga, dulce, tiene sólo un momento de irritación cuando se toca el tema del manicomio. "Esa cosa estúpida de que estuvo loco. No, no, jamás Ezra estuvo perturbado mentalmente; fue siempre lúcido y serenísimo, aunque lo hicieron sufrir atrozmente. Lea los versos que escribió después de su encerrona, cuando dice: 'Nadie que ha estado en la celda de la muerte puede creer a las jaulas de los animales'. Yo creo que la culpa del manicomio fue del abogado, que se buscó aquella excusa de que estaba loco para evitarle un proceso. Sin embargo, hubiese sido mucho mejor el proceso porque si lo hubieran condenado a muerte la gente se habría sublevado, habiéndose podido reconocer públicamente su inocencia y su salud mental. El abogado no tuteló sus derechos".
Y tras decir esto se queda en silencio un largo rato.
Otro tema delicado es el de las acusaciones de atracción por Mussolini, que en Italia le valieron la acusación de colaboracionismo con el régimen fascista. También aquí Olga reacciona con firmeza. "Ezra no se interesaba por la polí tica. A él le gustaba la economía. Era un hombre justo y austero. Odiaba la usura, combatió el imperialismo económico de Estados Unidos, la política de los bancos. Es como cuando dicen que era antisemita. Es todo falso. Él nunca perdió a sus amigos judíos".
"En 1961, después de la guerra, Ezra conservó a todos sus amigos judíos. Lo que no soportaba era el interés mezquino. Era un hombre recto. Durante la guerra yo tuve que irme a vivir al campo porque me habían secuestrado esta casa, que era de mi padre desde 1921. A él le hubiese bastado una palabra, un gesto a alguno de los personajes importantes de entonces, para que nos devolvieran la casa, pero no lo hizo. No quería nunca pedir privilegios. Y en cuanto a Mussolini, lo que le gustaba a Ezra es que todos decían que en Italia las cosas funcionaban, que había limpieza y orden. De hecho, los más enamorados del Duce eran, entonces, los extranjeros. Quien sí estaba enamorado de Mussolini era el embajador norteamericano de entonces, Richard Washburn, hasta el punto de que convenció al fundador del fascismo para que escribiera su autobiografía".
"Mussolini no quería porque decía que no tenía tiempo. Pero el embajador le convenció diciéndole que la iba a traducir al inglés. Y le hizo él mismo el prólogo. Pero cuando Ezra fue a Estado s Unidos acusado de traición, el embajador enamorado de Mussolini no le de fendió ni por un minuto. ¿Cómo explica usted esto?"
Historia de Pasolini
Y la anciana compañera de Ezra cuenta, con cierta amargura, una anécdota con Pier Paolo Pasolini a propósito del problema del Pound fascista. Cuenta Oiga que un día estaba un equipo de cine haciendo un reportaje que el poeta había permitido. Eran los años del silencio, cuando a los periodistas les era difícil acercarse a Ezra y menos arrancarle una palabra. Pasolini debió saber que aquel día estaban los operadores de cine en su casa y se presentó allí sin avisar: "La puerta estaba abierta porque los electricistas tenían que tomar la luz de un enchufe de la calle, ya que la de la casa era muy baja. Yo estaba en la puerta para que no se colara nadie. Pero Pasolini llegó con ímpetu y, sin pedir permiso, se escurrió dentro y, subiendo las escaleras, llegó hasta el despacho de Pound. Se sentó enfrente de él en su. mesa y le preguntó a bocajarro: '¿Usted hablaría aún hoy por Radio Roma?', recordándole los tiempos de Mussolini. Ezra se limitó a responder una frase que nunca he olvidado: 'Cuando hasta los amigos se odian entre sí, ¿cómo puede haber paz en el mundo?. Y no volvió a abrir la boca. Quería decirle que entre poetas, entre amigos, había que comprenderse y ayudarse, y no avivar las heridas".
Le pregunto cuál fue la reacción de Pasolini.
"Debió quedarse muy impresionado, porque ni se enfadó ni se
40 años con Ezra Pound
fue. Se puso en un rincón de la habitación, sentado en el suelo, para hacerle un esbozo a lápiz a Ezra, que no volvió a hablarle". ¿Es verdad, le pregunto, que en los últimos 10 años de su vida Ezra se encerró en un mutismo total y que no hablaba con nadie?"Ezra nunca fue un gran conversador. Era un hombre reflexivo. Le gustaba más bien leer versos en voz alta, suyos o de otros poetas. Y lo hacía muy bien, tenía una voz estupenda. Pero no es cierto que no hablara. No le gustaba hablar en público o en reuniones, pero en privado sí hablaba. A propósito de reuniones, recuerdo que alguna vez me acompañaba a la casa de algún amigo con motivo de alguna fiesta. Todos esperaban con curiosidad al poeta y escritor. Pero Ezra no abría la boca. Si había un gato jugaba con él en silencio. Después de la fiesta me telefoneaban mis amigos y me decían: '¡Pero qué amigo tan curioso tienes, que prefiere estar con los animales antes que con las personas y que no abre la boca!'. Me ocurrió, por ejemplo, con Giorgio Levi, el pianista amigo de D'Annunzio, a quien nombra en sus Notturni. Ni a él ni a su mujer, una pintora famosa, les dijo una sola palabra en toda la tarde".
Hablar con los gondoleros
¿Por qué lo hacía?
"No sentía la necesidad de hablar. No le gustaban las cosas formales, los salones de sociedad. Prefería hablar con los gondoleros, que le querían mucho. O con los animales. Le gustaban sobre todo los gatos. Pero no los quiso nunca dentro de casa. Salía él a la calle a darles de comer. Lo que más le gustaba era pasear o ir al cine. Salir de noche, no. No era un Hemingway".
En un rincón de la habitación está apoyado sobre la pared un ramo grande de rosas rojas aún dentro de su celofán.
"Es para llevárselas mañana al cementerio en el 13º aniversario de su muerte. Ezra falleció entre el Día de los Santos y el de los Difuntos. Murió sereno. De vejez. Tenía 87 años. Pero cuando salió de esta casa para ir al hospital no quiso ser llevado en una camilla preparada. Quiso bajar estas escaleras solo y a pie se fue a tomar la barca. Fue siempre un hombre sin vicios, que vivió pobre y muy entero".
¿Qué verso es el que más le gusta, de su poeta?
"Yo no soy una mujer de literatura. Sus versos, todos y cada uno, los descubro aún hoy cada día como recién escritos".
Al día siguiente, aniversario de la muerte de Ezra Pound, su fiel compañera de 40 años de vida salió a las nueve de la mañana de su casa sola. En una mano tenía el ramo de rosas rojas; en la otra, el paraguas donde se apoyaba. Y un gorro de lana en la cabeza.
Venecia había amanecido con la primera gran niebla del invierno. Parecía todavía más misteriosa y embrujada que nunca. La Giudecca apenas si se entreveía como un fantasma salido de la noche. Olga camina mirando al suelo, absorta. Va a pie hasta Le Zattere. Y allí, el contratiempo: no salen los traghetti para el cementerio a causa de la niebla. Se le nota la contrariedad en la cara.
Espera de pie, sin hablar con nadie, un cuarto de hora. Está ya dispuesta a ir andando, unos 40 minutos, a Fondamenta Nuova, desde donde salen los vaporetti, cuando anuncian que empiezan a funcionar los de Le Zattere. Acepta que le dé el brazo para subir porque el agua es alta y agita el puente. Se sienta, alguien la reconoce y bisbisean en voz bajá. Ella no habla. Quiere sólo leer un artículo del periódico de aquella mañana en el que se anuncia que 30 poetas españoles llegarán a Venecia para celebrar el centenario de su Ezra.
Sonríe y comenta: "Son diplomáticos estos españoles". Hace las cuentas y dice: "Espero estar aún aquí, porque me tengo que ir a Belfast, donde estoy invitada para una celebración en la universidad". Le pregunto si ha estado en otros lugares: "Sí. La semana pasada he vuelto de Estados Unidos, donde tanto en Hailey, la ciudad natal de Ezra, como en San Francisco y en Nueva York le prepararon al poeta manifestaciones conmovedoras. Sobre todo en Nueva York, la exposición de documentos y manuscritos organizada por Donald Gallup, de la Yale University, ha tenido un gran éxito. Me pagan siempre los viajes porque yo no tengo dinero".
El barco, envuelto en una niebla que sigue condensándose, pasa por delante del cementerio civil, donde murió el poeta. Y Olga, que ahora estaba en silencio, me toca en el brazo y, señalándome el hospital con el dedo, me dice con mucha dulzura: "Desde allí se fue". A la entrada del cementerio, atravesando el maravilloso claustro, hay una pequeña flecha que indica la dirección de tres tumbas: Ezra Pound, Diaghilev, Igor Stravinski. La seguimos a ella.
A unos 20 metros se para y señalando unas tumbas cubiertas de crisantemos blanquísimos dice: "Son todos niños". Se detiene unos segundos en silencio y sigue con paso rápido. La tumba de Ezra está en el pequeño cementerio evangélico; la de Stravinski, en el ortodoxo. La del poeta no parece una tumba. Es un trozo de jardín ovalado, un pedazo de prado inglés. Sin cruz. Su nombre está escrito sobre un cuadrilátero de mármol apoyado sobre la hierba. Sin fecha. ¿Cuándo mueren los poetas? Han plantado en su tumba hasta un laurel. Olga tuvo que recortarlo porque protestaron los propietarios de las tumbas de atrás. Pero un amigo había llevado aquella mañana para compensarlo otra planta de laurel.
Se inclina para apoyar el ramo de rosas rojas. Arranca una hoja seca de una planta de crisantemos con la delicadeza de quien cura una herida a un niño recién nacido.
Ante la tumba-jardín acotada por la niebla se paran muchos jóvenes. Algunos llevan y leen el libro de los Cantos. En silencio. Una pareja de alemanes va depositando en algunas tumbas una rosa. Empiezan por la de Ezra Pound. Parecen dos actores. Se llaman él, Hames Vially; ella, Annischla Birkmaier, de origen ruso: "Venimos desde hace mucho tiempo cada año en estas fechas a Venecia, esta ciudad única en el mundo", me explica ella, "a visitar y agradecer a nuestros amigos la felicidad que dan a nuestra inteligencia nutriéndola, por ejemplo, con sus versos, como Ezra, o con su música, como Stravinski".
Preguntan en voz baja si la señora anciana es Olga Rudge y piden permiso para poder estrecharle la mano. Estamos ahora ante la tumba del gran compositor ruso Igor Stravinski, la número 36, al lado de la de su mujer, la 37, las dos en la tierra. También sin fecha. ¿Cuándo mueren los artistas?
Babelia
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