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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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Muebles y libros desaparecen

¿A qué otra cosa no alude el armario sino al almario, y la consolación a la consola? ¿O cómo no constatar la asociación, de un lado, entre muebles pesados y periodos de economías estables y, de otro, muebles desmontables, muebles para armar, en económicas especulativas o volátiles? El mueble que se adquiere solo se ve en la exposición, pero en el trayecto hasta el hogar es solo un paquete cualquiera, un paralelepípedo al que será preciso asistir para que recobre su personalidad. De un punto a otro, del almacén al salón, el mueble se encuentra desarticulado y con una identidad perdida. Este intervalo en el que el mueble pierde su característica o característicamente "no está", anticipa, aún toscamente, el vaticinio del escultor y diseñador Isamu Noguchi que dijo: "Con el tiempo, terminaremos librándonos de los muebles".

Sin revistas, sin diarios, sin panfletos, nuestra representación histórica ha terminado

¿Librándonos de los muebles? ¿Cuál es su incomodo? ¿Cuál es su tiranía actual? Sencillamente que ocupan el espacio, reducen la visión del vacío de la habitación, se interfieren junto a nosotros en los deseos de quedar relajado, la mente en blanco, sin referencia a nada. La moda complementaria que representan hoy los objetos extraplanos, en móviles o en televisores, en cocinas o en cuartos de baño, tiende junto al omnipresente recurso al color blanco, completan el viaje común hacia la nada. Lo extraplano impide la oratoria del diseño, allana la liturgia de la estética, cambia el grado de belleza por el grado cero de la estética, hace pensar en no pensar.

De este modo, con la nada como patrón de casi todo, los muebles y objetos tienden a ausentarse para dejarnos lugar, pero ese lugar, abandonado por ellos, se convierte al cabo en un lugar propio para no estar, apropiado para lo que no se ve o apenas se toca, lo que no habla, no conversa, no sirve sino como un monumento a la ausencia del mundo, presagio en piezas de una extraña desaparición. Y desaparición no ya a la manera de una muerte absoluta, dolorosa y negra sino, como expresa por excelencia la creciente desaparición del libro, de una progresiva ausencia cada vez más blanca como muestra la global tempestad de la digitalización. El mundo se desviste de objetos palpables, se descarga de lastre para ingresar en la era de la desmaterialización más veloz, más incontrolable, eminentemente terrorista en lo económico, lo político o lo moral.

No hay contenidos que pesen. Solo los medios pesan y cada vez menos. La cultura deja de ser la entidad que nos acompañaba físicamente (en librerías, galerías, salas de cine) para hacer las veces de un fantasma errante por todas partes o ninguna.

El periódico o el libro en la nube de la Red, los cuadros en el net-art, la película en la pantalla sin espesor, componen un entorno desprendido de mobiliario. No nos movemos y todo está aquí. Nos movemos y todo nos acompaña en un blanco y menudo artefacto de bolsillo. Nos morimos, en fin, y nada de la cultura que fuimos nos entierra porque en realidad sin objetos de referencia, sin espesos libros que nos han leído, sin títulos que nombran nuestra experiencia lectora es imposible reproducir la sepultura ahora conocida.

La desaparición general del mueble nos lleva consigo y el libro, que supuestamente en uno u otro momento nos hacía libres, se libera a la vez y definitivamente de nosotros. Sin libros, sin revistas, sin diarios, sin panfletos o programas nos quedamos literalmente sin papel. Nuestra representación histórica ha terminado. Ha concluido nuestra representación conceptual del mundo y nuestra peculiar representación política también.

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