El cuadro 'Santa Bárbara ' del maestro de Flemalle
Estoy, después de tantos años de exilio, delante del cuadro Santa Bárbara del maestro de Flemalle, que no digo que haya sido el único que me ha acompañado, que ha estado conmigo, el único del Museo del Prado ni de los demás museos; porque no siendo yo pintora, ni habiéndolo pretendido, lo que me ha acompañado más ha sido alguno de los cuadros que llevaba dentro de mí. Bien es verdad que cuántas veces, en mi lejana adolescencia, que era ya en aquel momento juventud, yo iba al Museo del Prado solamente para ver a Santa Bárbara del maestro de Flemalle, lo cual no quiere decir que fuera elegido por mí como el mejor cuadro, porque yo de lo que es mejor o peor, en pintura ni en nada, no sé.Tan sólo sé que tenía que venir a verla y que a veces solamente a ella veía, en la misma sala que ocupaba con otras obras del mismo maestro. ¿Por qué me has acompañado tanto? ¿Por qué me sigues acompañando ahora, ahora que apenas te veo, ahora que te tengo dentro de mí? Quizá ha sido eso, que te he tenido dentro de mí sin yo darme cuenta, pero no como cosa mía, no como cosa que yo haya devorado, que me haya incorporado a mi ser, porque es todo lo contrario. Te tenía conmigo porque tú, Santa Bárbara, del maestro de Flemalle, estás en tu ser, estás en la sustancia, eres tú misma; y jamás yo he sido yo misma, y si lo pretendiera sería simplemente una loca. Tú no pretendes nada, estás en tu ser, en un interior, no raro en la pintura flamenca, por donde entra al par la luz exterior; en una intimidad no cerrada, no hermética. Tienes un libro en la mano, pero no estás leyendo, eso lo he sabido siempre, ni estabas deletreando, ni estabas pensando; ni estabas en éxtasis, porque en este caso perderías el señorío que tienes sobre los elementos de la naturaleza. Los que están en su ser no piensan, no tienen necesidad de ello. Están ahí para ellos, para Dios, para todos, como una visión compartida, como algo que se sale de sí mismo, sin dejar por ello de estar en sí; ensimismado no, absorto, absorbido por algo universal y divino. Y quizá por ello yo venía a verte siempre que podía, porque era un estar absorta, absorbida de un modo trascendente.
Fuego
El fuego, cómo lo he recordado; ese fuego sustancial, ese fuego que no está por ninguna de sus propiedades, sino por su ser. Sobre todo, era el fuego el que me atraía, un fuego que no devora, un fuego que si calienta es porque está en su ser el calentar, nada más que por eso. Como tú, Bárbara, doncella, que estás ahí, dueña de ti; y al estar dueña de ti no es porque tú te poseas, ni tampoco te dejes de poseer. No te has dejado poseer, ni te has ofrecido; has sido elegida, yo diría que cósmicamente, de una manera efectiva, entre los elementos sobre los que reinas sin saber. Puedes estar en muchos lugares a la vez, como me dijo hace muchísimo tiempo (era yo una niña) una criada segoviana. Me llevó en un día inolvidable, sin que mi madre lo supiera (porque mi madre en aquel momento estaba gozosa, feliz, pero sufriendo), en un día áspero de febrero, o marzo, quién sabe. No he podido olvidar su nombre: Gregoria. La Gregoria me llevó al convento de san Juan de la Cruz, un santo que no es venerado por ningún milagro ni tiene una virtud especial. Y yo le pregunté: "¿Qué es un santo?". Y ella me contestó: "Alguien que está al mismo tiempo al lado de Dios y junto a nosotros, muy cerca". A esta especie de santidad debe de pertenecer en su forma más pura, pero quizá más compleja, santa Bárbara, que está al mismo tiempo en lo divino, en lo cósmico, en lo terrestre, y aún yo diría, en los ínferos, en lugares de la tierra que no se ven, como del corazón. Tiene también el humano corazón lugares, recovecos, que no se ven y que son amenazadores; y llega un día en que pueden estallar, arrasarlo todo. ¿No sucede, no me habrá sucedido a mí y a tantas otras personas, que lo que está escondido pueda aparecer en forma fulminante, hasta en forma de rayo? El rayo que no cesa es el título de uno de los libros de Miguel Hernández. El rayo, nunca los he amado, siempre los he temido, pero no con espanto; yo sabía que no perecería por ningún rayo, pero no pensaba en santa Bárbara. Lo que sucede es que ella estaba allí, como debe estar en otro cuadro misterioso. La tempesta, de Giorgione, que está en la Academia de Venecia. Pasa un caballero que no se entera de nada, como sucede en la Santa Bárbara, en la que se le ve a través de una ventana, una ventana cerrada en forma de cruz; pasa un caballero, él no se entera de nada, él no pertenece al suceso -¿o sí?-, quizá pasa tan tranquilo sin atisbar siquiera a la muchacha que está detrás de la ventana.
Santa Bárbara está allí, con su libro que no ve, sin pensar, siendo; siendo una hija predilecta del Padre que la libró del padre terrestre, una hija querida, probada a través, tal vez, de un martirio terrible que ella no da a ver, como no dar el que ha de tener que ver con el martirio que ella pasó, es decir, con el poder del cielo, con el poder del Padre iracundo cuando se vuelve lleno de ira y no reconoce; al contrario, es capaz de perseguir a la que más quería cuando cree que se le ha escapado. Yo no sé bien la historia de santa Bárbara, ni la pretendo descubrir ahora, debe de estar en cualquier martirologio; pero yo no iba por ello, yo iba por ella, y por ella en este cuadro precisamente, que no se me podía borrar de lo más hondo de mi ser. Había penetrado en mí, quizá, esa calma que a veces he guardado en situaciones díficiles; y en medio de cuánta ira, de cuánta injusticia, de cuánto furor, yo guardaba la calma. Lo sé porque diversas personas que no tenían comunicación entre sí lo decían: ¡Qué calma guarda María en ciertos momentos! Pero no era yo, no podía ser yo, tenía que ser que una irradiación misteriosa, una presencia no invocada, se extendía sobre los recovecos secretos de mi corazón y sobre las tormentas que se pueden levantar fuera, en la historia, que de ellas mucho he sabido y mucho he pasado. Nunca tuve miedo cuando bombardeaban, nunca tuve miedo cuando la sangre se derramaba,, a veces, hasta cantaba, como nos dijo al poeta Miguel Hernández y a mí un enviado de un periódico francés durante el sitio de Madrid. El pobre perdió la cabeza porque Miguel Hernández me estaba cantando, enseñándome, unas sevillanas que al caso viene: "No quiero que te vayas ni que te quedes, ni que me dejes sola, ni que me lleves". Entonces, el después héroe de la Resistencia francesa, nos dijo: "Ustedes cantando y, allí muriendo". "Y ¿cómo sabe usted que vamos a terminar la canción?", le contesté. Entonces perdió la cabeza; nosotros no la perdimos.
Amiga
Y así me ha pasado tantas veces, Bárbara; tantas veces, amiga -me atrevo a llamarte-, has estado alrededor mío sin que yo te invocara, sin que yo te pidiera, sin que yo me arrodillara ante ti para ponerte un cirio, ni una vela, sino porque tú eras tú, porque eres así. Y por eso yo aprovecho la ocasión para darte las gracias: gracias, amiga mía, gracias. Si la expresión no estuvieran tan desacreditada te diría: "amiga de la paz"; no, engendradora de la paz. En un mundo que de pacífico nada tiene, ni histórica ni vitalmente, tú, Bárbara, eres capaz de engendrar la paz, análogamente a lo que le sucedió a aquella doncella, que no se espantó, sino que humildemente aceptó tener un hijo plenamente virgen. En algunos cuadros se espanta; hay uno de Leonardo da Vinci, si no recuerdo mal, en que no hay espanto, en que el rayo del ángel penetra y es acogido en un huerto.No sé si hay también un libro, no, pero hay esa calma y tú lo aceptas, Bárbara, santa Bárbara, porque tú aceptas el milagro colmo cosa natural, sin darte importancia; el milagro de que la Santa Trinidad -en la que no se puede dejar de creer- esté en tu chimenea, y que seas ti! la Hija del Padre, que seas Esposa, doncella purísima, del Espíritu Santo, cosa que aparece en el frasco de vidrio, de agua transparente, y en esa pura tealla, de purificación, que tú nos tiendes para que nos purifiquemos y también participemos, en algo, en ser como tú. Y no puedo decir ya más: gracias, gracias, gracias...
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.