Eduardo Arroyo reinventa el Prado
El artista madrileño publica una singular guía para recorrer el museo
La mejor manera de visitar el Museo del Prado es en abril, por sus cielos velazqueños "de azul cobalto", y acompañado de un amigo, porque el museo invita "a la confidencia y a la conversación". En Al pie del cañón. Una guía del Museo del Prado (Elba), Eduardo Arroyo suscribe la recomendación que Eugenio d'Ors recogió en el clásico Tres horas en el Museo del Prado, una de las escasas guías "de autor" que existen sobre la gran pinacoteca española.
Lo de abril y la compañía quizá es la única indicación en la que coinciden los dos paseos. "El libro de D'Ors es sobre un museo que ya no existe", explica el pintor madrileño, que al dejar España se llevó a París por todo bagaje el recuerdo de las visitas al Prado junto a su abuelo, primero, y a sus profesores de dibujo, latín y griego, después. "En el libro está esa relación afectiva con mi abuelo Eduardo, o con mis maestros del Liceo Francés Carlos Pascual de Lara y Juan Astorga. Normalmente íbamos en grupo, pero a veces iba solo con ellos. Para pintar y para saber latín era necesario ir mucho al Prado. Cuando me fui a París lo único que tenía era el Prado. Era un refugio para los que no nos gustaba lo que nos había tocado vivir. La mugre exterior se detenía en sus puertas".
"Quería hablar del rojo, del negro, de las esquinas de los cuadros"
Pero pese a que detrás de sus muros uno se siente protegido de los avatares de la historia, el paso del tiempo también afecta al Prado. Por eso, Al pie del cañón es una guía no solo autobiográfica sino también contemporánea. Un libro escrito por un pintor de hoy desde la pasión por su oficio y sus maestros pero sin miedo a la mirada propia y moderna. En las salas, Arroyo busca el mejor color rojo (y lo encuentra en El cardenal, de Sanzio, o en Fernando VII con manto real, de Goya) y también se atreve a criticar a los maestros. Le molesta el santo pintor de San Lucas como pintor ante Cristo en la cruz, de Zurbarán, y lo expresa: "Zurbarán sabía pintar a capuchinos, dominicanos, carmelitas, franciscanos, trinitarios, pero no sabía pintar pintores... el pintor ni admira, ni adora, ni se entusiasma".
Quizá la cita de Imre Kertész que abre el libro debería ser suficiente para aclarar desde dónde se sitúa este singular paseo. "Atención", advierte el escritor húngaro, "no escribas nada objetivo, nada tiene valor fuera de tus propias ideas falsas". Esas ideas propias alejan a Arroyo de los cuadros más conocidos para fijarse en otros más escondidos, "obras más oscuras o silenciadas, porque yo no quería hablar de cuadros sino de pintura. Del rojo, del negro, de las esquinas de los cuadros, del erotismo o de la muerte".
"El libro es desde la mirada de un pintor, algo que hasta ahora no existía", explica Arroyo. "Sí, esta el libro de D'Ors, con su feliz título, o el de Mujica Lainez, un Prado novelado, o el de varios médicos locos que buscan el Prado enfermo y hablan de las permanentes jaquecas que sufría la maja desnuda, pero poco más. Y luego están las guías oficiales, científicas, históricas, en las que falta hablar de pintura". Para Arroyo, el Prado no es un museo sino "la casa de los pintores". Escribe: "Alberti hablaba con razón, a propósito del Prado, de la casa de pintura, yo insisto y hablo de la casa del pintor o de la casa de los pintores, donde nosotros campamos a nuestras anchas. El Prado no es un museo ni una galería de pintura, es una casa que nos pertenece a nosotros, los pintores; la hicieron para nuestro deleite y nuestro tormento".
Arroyo se describe a sí mismo como un vistante inquieto dentro del museo, de paso nervioso y acelerado, que apenas se detiene ante las obras. Es de ojo muy rápido, se excusa. Luego, confiesa que la contemplación de tanta maravilla tiene un extraño efecto en los pintores: o los enciende o los destroza. "Yo corro desaforado por las salas, la rapidez de mi mirada es enorme". Luego, ya en la calle, empiezan los sueños. Sobre todo en abril, bajo sus cielos velazqueños "de azul cobalto".
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