Buscando la isla
Cada verano, millones de personas en todo el planeta eligen las islas como destino turístico. Más que ningún otro ámbito, la isla atrae por su cualidad de lugar ambiguo, de microcosmos estático y exento en medio del movimiento perpetuo del agua. Para el veraneante, la isla es un territorio, pero también un concepto: un lugar más allá del espacio y, en cierto sentido, separado del tiempo real de tierra adentro, que es el del trabajo.
La isla es el (añorado) escenario de la aventura. Puede convertirse en un recinto de castigo, pero también de redención y descubrimiento, como experimentó sucesivamente Robinson Crusoe. Los rapsodas a los que llamamos Homero fueron los primeros en intuir sus potencialidades literarias: en su viaje de regreso, a Ulises le suceden cosas maravillosas tan pronto recala en alguna de las que salpican el mar color de vino: en Ogigia lo retiene Calipso; en Eea la mitad de sus compañeros son transformados en cerdos por la hechicera Circe; en la de las Sirenas, esquiva el peligro de las encantadoras de almas.
La isla es también locus amoenus y destino salvífico en el que refugiarse y empezar de cero, como hace el justiciero capitán Nemo. Esa idea, la de salvación / renovación, está asimismo en la base de la insoslayable atracción que ejercen. Por eso los utópicos construyeron en ellas su ciudades ideales: Platón imagina (Critias) la sociedad perfecta en la isla de Atlántida. Y Tomas Moro implementa su Utopía en otra que ha sido creación de la Cultura y no de la Naturaleza: Utopo, el rey que gobernaba el territorio, destruyó el istmo que lo unía al continente.
Aislarse es hacerse isla: separarse, cortar vínculos. Cada verano muchos eligen las islas para hacerlo, suponiendo que allí será más fácil lograrlo. Absurdamente, claro: ya siempre y en todas partes somos demasiados. La única isla posible ocurre a veces en las ciudades de tierra adentro, cuando casi todos se van. A sus islas.
Babelia
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