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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Acuéstate con el vampiro

Manuel Rodríguez Rivero

¿Sabes cuánta gente se acuesta con vampiros hoy en día?, le pregunta una chica a su amiga en una de las entregas de la serie televisiva True Blood (Sangre fresca). Anne Rice, que antes de convertirse al catolicismo y escribir historias de ángeles creó algunos vampiros memorables (Lestat, por ejemplo), afirma que el éxito entre "jóvenes adultos" de series literarias como las de Stephanie Meyers (saga Crepúsculo: 45 millones de ejemplares vendidos) o Charlaine Harris (True Blood) "refleja el profundo deseo de las chicas de conseguir el misterio, la protección y la sabiduría de hombres maduros". Acabáramos: siglo y medio de feminismo militante para esto.

Lo cierto es que el viejo espectro (Gespenst) que recorría Europa ha sido sustituido por una rejuvenecida legión de no-muertos: vampiros y zombis principalmente. Hasta los escasamente góticos Jane Austen y Mark Twain se revuelven en sus tumbas al ver a sus personajes mezclados con muertos vivientes en nuevas "reescrituras" de sus obras a cargo de avispados colegas del tercer milenio. Los críticos afirman que esta epidemia gótica tiene más que ver con el neo romanticismo de nuestros jóvenes que con la angustia ante el mestizaje, la "nueva mujer" y la religión materialista de finales de la era victoriana.

El viejo espectro que recorría Europa ha sido sustituido por una rejuvenecida legión de no-muertos

Los que ahora disfrutan con los amores de Bella Swan y Edward Cullen (Crepúsculo) aprendieron a leer con las historias de Rüdiger (El pequeño vampiro), la muy rentable creación de Angela Sommer Bodenburg, de manera que un no-muerto les llevó a otro. El vampiro de nuestro tiempo ya no es exactamente la encarnación del mal absoluto (para eso tenemos a Bin Laden), aunque conserve ciertos ingredientes tolerablemente transgresores. Y aunque la sangre de la que se alimenta y de la que huye (algunos son incluso vegetarianos) siga siendo una metáfora del semen, como intuía Ernest Jones, el biógrafo oficial de Freud.

Los no-muertos son la última epidemia literaria de la industria editorial. Los editores solicitan ahora vampiros con la misma pasión mimética con que antes exigían conspiraciones vaticanas e intrigas evangélicas. No hay semana que no se anuncien nuevas aportaciones a una tradición genuinamente europea cuyos orígenes, sin embargo, se remontan a Lilitu, la divinidad babilónica que se alimentaba de sangre de niños.

De entre todos los monstruos de la cultura popular, los vampiros han sido no sólo los más duraderos, sino los que han demostrado mayor potencia reproductora. Su gran momento fue el XIX, claro, cuando hasta el mismo Marx (al que, como a un nuevo Drácula, la crisis ha rescatado de su sarcófago cerrado en falso por los neoliberales) hacía repetido uso en El Capital de la imaginería vampírica para explicar que los capitalistas de todo el mundo alimentaban sus máquinas con la sangre metafórica del explotado. Lo que verdaderamente hizo Marx fue internacionalizar al vampiro.

Ahora hay vampiros por todas partes, incluyendo a los que trabajan en despachos municipales y tienen línea directa con los promotores (como el que fue a visitar a Drácula a Transilvania para cerrar el asunto de su parcelita en suelo británico), de manera que no me extraña que mucha gente acabe en la cama con alguno. Claro que el vampiro que les gusta a los "jóvenes adultos" no es un vampiro cualquiera. Es suave y delicado, elegante y con glamour: así culmina una tradición de ennoblecimiento que inició Polidori con su Lord Ruthven (El vampiro, 1819), cuando convirtió en aristócrata byroniano a un mito del folclore campesino de los Balcanes. Pero fue Stoker el que le concedió título nobiliario y le hizo conde, de modo que su Drácula (1897) es el padre de una estirpe a la que ahora parece haber multiplicado el uso indiscriminado de la píldora de la fertilidad editorial. Veremos lo que dura.

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