La lealtad del pensador argentino Jaime Perriaux
Hace tan pocos días, el domingo 6 de septiembre, una mañana dulce y soleada de la incipiente primavera austral, dimos tierra en el pequeño, viejo cementerio de Llavallol, cerca de Buenos Aires (dentro del inmenso Buenos Aires de hoy), a un argentino que acababa de cumplir 71 años: Jaime Perriaux. En el momento en que su cuerpo iba a ser sembrado, se oyó en el cementerio una voz insólita: el largo mugido de una vaca. Sentí una extraña emoción: me pareció que la tierra argentina, en su forma más elemental, se unía a nuestro dolor, expresaba con aquel lamento la pérdida que el país acababa de sufrir.Jaime Perriaux era mi amigo entrañable desde hace 32 años, lo más parecido a un hermano. Los miles de kilómetros que separan a Madrid de Buenos Aires hacían nuestros encuentros menos frecuentes que lo que ambos habríamos deseado, pero nuestra amistad ha sido intensa, cercana, sin una nube, ni una fricción, ni un descontento. ¿Ha sido? ¿Por qué la muerte va a obligar a usar el pretérito?
Nos conocimos en Madrid en 1949, presentados por Ortega -el severo, justo, exigente Ortega, que sentía por Perriaux una estimación moral e intelectual ilimitada- Nos habíamos visto en París, en Nueva York, en Washington, en Houston, en ciudades de México, y tantas veces en Madrid y en Argentina, desde Buenos Aires hasta Salta o los valles calchaquíes. Nuestras cartas eran frecuentes, y en ellas iban y venían ideas, preocupaciones, esperanzas; y siempre proyectos, proyectos, proyectos.
Tenía Perriaux un formidable talento. Era una de las cabezas más claras que he conocido; no la usaba más que para abrirla a la verdad, para dejarse impregnar por ella, sin resistencias. La tenía amueblada con insólito esplendor. Se movía con holgura en las lenguas clásicas, con extraña maestría en unas cuantas modernas: el francés de sus padres, el inglés, el alemán. En todas ellas leía con avidez, con esa fruición que casi enteramente han perdido los intelectuales, con certero instinto; solía brindarme perlas que había encontrado en sus lecturas: hace pocos días me ofreció una admirable, un profundo juego de palabras de Schleiermacher. Era un gran jurista, y además un hombre que vivía hondamente el Derecho, para quien no era meramente una disciplina intelectual o una palabra vana. Pero la sociología era tema constante de su pensamiento (su libro Las generaciones argentinas es prueba de su maestría), y tenía una cultura filosófica que me gustaría hallar en los que hacen profesión de la filosofía. Su conocimiento de Ortega era amplísimo, total, y de desusada penetración; sin duda alguna era una de las escasas autoridades efectivas en este tema.
Fiel a la enseñanzaPero Ortega había sido para Jaime Perriaux algo más que un tema. Lo conoció en plena juventud, durante la tercera etapa argentina del gran español, la más larga y compleja, la más dramática, equívoca y dolorosa. Perriaux se hizo amigo y discípulo de Ortega a la edad de estudiante, y esa experiencia lo configuró. Ortega fue para él la instancia superior del pensamiento, la manera ejemplar de acercarse a las cosas. Quizá porque fue sazón de algunas deslealtades, la vinculación de Perriaux a Ortega desencadenó, precipitó en él lo que era su propensión congénita: la lealtad. Jaime Perriaux se ha mantenido fiel a esa enseñanza, a esa amistad, a esa libertad compartida, inculcada por Ortega en los que de verdad se acercaban a él, durante toda su vida. Había conseguido que la generosa Municipalidad de Buenos Aires diera el nombre de José Ortega y Gasset a una calle, y en su despacho tenía la fotografía de su placa, cruzada con la de la avenida del Libertador; y le producía Juvenil alegría ver esos dos nombres juntos, porque veía en Ortega otro gran libertador.
Esa lealtad era la dimensión cardinal de Perriaux. Para él no era un deber, sino un placer- se le veía feliz al ser leal -a su mujer, a sus hijos, a sus amigos, a su fe, a la Argentina, a sus raíces históricas españolas, que no necesitaban ser genéticas, a su Europa irrenunciable, tan bien poseída, a su patria mayor: Occidente- Hombre pacífico, lleno de paz interior -lejos de esa rabia sañuda que suelen exhibir los pacifistas-, era de un valor tranquilo, civil, con una punta de humor; ese valor sin el cual no se puede vivir con decencia y holgura en nuestro tiempo, cuya ausencia hace andar desorientados o envilecidos a tantos contemporáneos.
Perriaux era radicalmente argentino, y por eso miraba constantemente más allá de las fronteras de su país, operación indispensable para ponerlo donde está: en el mundo, en un puesto preciso de América, de Occidente. Universal y nada cosmopolita, lleno de amor por su tierra, por su ciudad de Buenos Aires, capaz-de gozar de todos sus sabores, libre y liberal, convencido de que el hombre debe buscar el camino de su vida y no seguir el que le señalen desde arriba (o, lo que es peor, desde abajo), había puesto su vida a una carta: la plenitud de la Argentina. A ello sacrificó buena parte de su vida personal, su notoriedad, su prosperidad externa. No le importaba parecer, sino ser, y ello para que su país fuera más: libre, estable, sin opresión ni demagogia, sin rencor. Yo tenía puestas en Jaime Perriaux mis mejores esperanzas para la salud histórica y social de la Argentina, que tanto me ha importado desde hace tres decenios.
Talento extraordinario
Hay que añadir que Perriaux, cuyo talento era extraordinario, era de una modestia más extraordinaria aún. Siempre se quedaba atrás, en segundo plano, ayudando a los demás. No le importaba que se contara con él, que se le diera el valor que tenía; lo que le interesaba era hacerlo funcionar al servicio de su país y de cuanto le parecía estimable. Pienso que fue un error. «Aquí», dijo alguien en España, «al que no se da importancia se la quitan». Tal vez no sólo en España. Que el nombre de Jaime Perriaux no fuese universalmente conocido en toda Latinoaméríca me parece una extremada injusticia, porque no conozco a nadie que mereciera estimación superior; pero es, además, un error, porque el influjo de los hombres está parcialmente condicionado por el hecho de que sean conocidos, adecuadamente valorados, de que así alcancen toda la resonancia que requieren.
Es pronto para hacer las cuentas de Perriaux. Tantas personas le son deudoras, tantas realidades transpersonales. La única manera adecuada de pagar esas deudas es aumentarlas; quiero decir, aprovechar el ingente esfuerzo que ha sido su vida, utilizarlo, no dejarlo perderse. Los argentinos, especialmente, si no sienten una tentación suicida, deberán velar por la conservación y el incremento de las obras de Perriaux, oscuras por fuera, luminosas de inspiración e inteligencia por dentro.
Yo le debo innumerables cosas. Entre ellas, haberme mostrado la Argentina, haberla recorrido en buena parte conmigo, habérmela hecho conilínender y, lo que es más, amar. No se entiende un país, por próximo que sea, si no se lo mira desde los ojos de personas pertenecientes a él, hechas de su sustancia, capaces de comunicar su perspectiva interna. Perriaux ha sido para mí el mejbr introductor en la Argentina, el promotor de esa extraña y maravillosa realidad que es la amistad entre un hombre y un país.
Le debo, sobre todo, su propia amistad, de la calidad más alta, hecha de conversaciones interminables, coincidencias sorprendentes, discusiones cordiales y divertidas, afinidades en gustos y estimaciones. Una amistad a prueba de todo, sin un instante de desconfianza o malestar, capaz de potenciar las alegrías, de dar aliento para seguir viviendo cuando el deseo de vivir se ha apagado.
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