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Entre la autodeportación y la detención, la encrucijada de 1,4 millones de parejas en tiempos de Trump

La estadounidense Julie Moreno apoyó a su marido mexicano, Nefatlí Juárez, a autodeportarse por miedo a que acabara detenido por agentes de inmigración. “Estábamos totalmente acorralados”, dice la esposa

Couples in the Trump era
Patricia Caro

Julie Moreno regresó de un viaje a México el 7 de octubre. En el viaje de ida, cuatro días antes, la acompañaba su marido, Neftalí Juárez. Pero a la vuelta viajó sola. Neftalí se quedó en México para evitar caer en manos del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés). La suya es una historia de amor truncada por la campaña de deportaciones masivas del Gobierno de Donald Trump. No es un caso aislado, porque como este matrimonio, en el que uno de los cónyuges es indocumentado y el otro es ciudadano estadounidense, hay 1,4 millones de parejas mixtas que viven con el temor de ser separados.

La separación, sin embargo, ha pasado en muchos casos a ser un mal menor, en vista del trato que reciben quienes acaban bajo custodia del ICE. Muchas parejas prefieren continuar su relación a distancia antes que entrar en un proceso incierto de detención y deportación. Neftalí tomó la difícil decisión de autodeportarse porque la perspectiva de ser detenido era más temida que el regreso al país del que se marchó hace más de dos décadas.

“Antes de esta Administración, nuestro mayor temor era la deportación y la separación. Pero el año pasado, con lo que nos decían, quedó claro que la detención sería el verdadero problema, más grave y aterrador”, explica su esposa, Julie, en una videollamada con EL PAÍS. Las numerosas denuncias por las malas condiciones en los centros del ICE, que dan cuenta del hacinamiento y el maltrato a los que los detenidos son sometidos, no eran una perspectiva halagüeña. Tampoco lo era el hecho de que hay personas que han desaparecido y sus familiares han perdido la pista de ellos tras caer en manos de la agencia migratoria.

Julie, de 47 años, es estadounidense, de Nueva Jersey, y está casada con Neftalí, de 45, desde 2011. Se conocieron en Nueva York, en 2008, cuando Julie fue a visitar a una amiga que trabajaba de camarera. Allí conoció a Neftalí. Sonríe al recordar lo que sintió al conocerle: “Cuando te atrae alguien que te hace reír con todo lo que dice, porque es divertido y brillante, así es él. Tiene un espíritu precioso”.

Neftalí trabajaba como obrero de la construcción y, aunque antes de casarse se plantearon regularizar su situación migratoria, decidieron no hacerlo por el elevado coste de los trámites. “El proceso es muy caro. No está garantizado. Cuando lo investigamos, antes de casarnos, pensé: ‘Dejémoslo para otro momento. Es una inversión enorme”, recuerda ella.

En 2011, vivir como indocumentado en Estados Unidos no era equivalente a ser arrestado en la calle, enviado a un centro de detención donde no se respetan los derechos de los detenidos y deportado a un país que, en muchos casos, no conocen, como sí puede suceder desde que Donald Trump volvió a la Casa Blanca.

“Entonces no era un problema. En nuestra área hay muchos inmigrantes y a nadie le molestaba. Nuestra ciudad (Newark, en Nueva Jersey) le dio la oportunidad de tener una identificación que no mostraba su estatus migratorio y un permiso de conducir. Por un tiempo, sentimos que estábamos bien. Pero desde 2016, las paredes se han ido cerrando poco a poco y ahora estábamos totalmente acorralados”, afirma Julie.

Aquel año, el del primer mandato de Trump, se desveló su empeño por llevar a cabo una cruzada contra los migrantes. Los tribunales le frenaron algunas medidas polémicas, pero su primera estancia en la Casa Blanca sirvió para prever que los migrantes seguirían en su punto de tiro cuando regresara a la presidencia.

Julie recuerda que, al conocer el resultado de los comicios de noviembre pasado, que el republicano ganó ampliamente, sufrió un “colapso emocional”. Ya anticipaba lo que se avecinaba, porque la mayor deportación de la historia fue una de las principales promesas electorales del magnate. “Cuando supimos quién había ganado, dije: ‘Voy a sacarlo de aquí la primera semana de enero, justo antes de la investidura’, porque sabía que esto iba a pasar”, recuerda.

Para ella, fue especialmente frustrante que la gente creyera el discurso de Trump de que solo expulsaría a los delincuentes. Esa falacia se descubrió pronto. Los centros de detención del ICE están llenos de migrantes que no tienen antecedentes penales y la mayoría de los que han sido deportados tampoco eran delincuentes. Según los datos del ICE, se han realizado 319.980 deportaciones desde el 1 de octubre de 2024 hasta el 20 de septiembre de 2025, una cantidad todavía lejana del objetivo de un millón de expulsiones que anhelaba el presidente.

Para impulsar las expulsiones, desde el Gobierno se promocionaron las autodeportaciones, más baratas y cómodas para la Administración. Además de ofrecer una recompensa de 1.000 dólares por la salida voluntaria —que no siempre se recibe—, las pésimas condiciones en las que se mantiene a los detenidos han sido una táctica exitosa para impulsarlas. Según el Departamento de Justicia, se han producido 15.241 salidas voluntarias en el año fiscal que terminó el 30 de septiembre.

El año fiscal anterior hubo 8.663. Los datos, no obstante, no reflejan toda la realidad, pues muchos, como en el caso de Neftalí, se marchan sin informar a las autoridades.

No resistió más la detención

Ramón Rodríguez Vázquez tampoco resistió más. Durante 16 años trabajó en el campo del sureste del Estado de Washington, donde él y su esposa, con quien estuvo casado durante 40 años, criaron a cuatro hijos y 10 nietos. El 5 de febrero, agentes de inmigración que acudieron a su casa buscando a otra persona lo arrestaron. Se le negó la libertad bajo fianza, a pesar de las cartas de apoyo de amigos, familiares, su empleador y un médico que afirmaba que la familia lo necesitaba, pues era el único que podía llevar a su nieta enferma a sus citas.

Fue enviado a un centro de detención en Tacoma, Washington, donde su salud se deterioró rápidamente, en parte porque no le proporcionaban sus medicamentos para diversas afecciones, como la hipertensión. El juez accedió a su petición para salir sin que quedara registrada una marca formal de deportación en su expediente y se marchó solo a México. Nunca había cometido ningún delito.

Como Ramón, Neftalí tampoco es un delincuente, pero entró dos veces de forma ilegal a Estados Unidos, lo que complicaba más aún el intento de regularizar su estatus migratorio. La primera vez que cruzó la frontera era muy joven, pero quería ayudar económicamente a su familia porque su padre había fallecido. Aguantó tres años trabajando, pero la distancia con sus seres queridos le pareció insoportable en un ambiente que podía llegar a ser hostil y regresó a México.

En 2004 volvió a entrar a EE UU. Trabajó en Nueva York en diferentes lugares con el mismo objetivo de ayudar a su familia: una tienda de bagels, una tintorería, restaurantes… Gracias a sus empleos consiguió uno de sus propósitos, que le llena de orgullo: pagar la educación de su sobrina, a quien le falta solo un año para graduarse en arquitectura y convertirse en la primera universitaria de su familia.

La angustia y preocupación que sufrían sus seres queridos en México ante la posibilidad de que Neftalí fuera detenido fue uno de los detonantes que llevó a Julie a reafirmar la decisión de separarse de su marido. Después de una llamada de teléfono en que percibió el llanto de sus familiares, pensó: “Esto no es solo cosa de él y de mí. Hay mucha gente que lo quiere y está sufriendo con la preocupación y la ansiedad, y tenemos la suerte de que tenga un lugar a donde ir”. La familia de Neftalí, que vive en el Estado de Puebla, México, le recibió con los brazos abiertos.

“No reconozco mi país”

Al otro lado de la frontera, Julie reniega de la realidad actual de su país. “Este Gobierno ha convertido mi país en algo que no reconozco, no es lo que los ciudadanos estadounidenses valorábamos; es todo lo contrario”.

Lejos queda el tiempo en que pensaba que podían hacer una vida juntos en ese país que ahora la avergüenza. La última vez que tuvo esperanza fue cuando la Administración de Joe Biden aprobó en agosto de 2024 el programa Manteniendo a las Familias Unidas, que permitiría que unos 500.000 cónyuges indocumentados casados con ciudadanos estadounidenses regularizaran su estatus migratorio. Julie y Naftalí presentaron su solicitud, pero la ilusión duró pocos días, el tiempo que tardó un juez en Texas, a petición de los fiscales de varios Estados gobernados por republicanos, en considerar ilegal el programa, conocido en inglés como parole in place.

La imposibilidad de ofrecer una vía legal a los indocumentados que llevan décadas en el país que han formado familias, negocios, que han hecho de Estados Unidos su única casa, es uno de los motivos por los que los círculos políticos coinciden en afirmar que el sistema migratorio “está roto”. La duda es si hay disposición para solucionarlo. “Este problema ha existido durante 30 años. Muchos republicanos y demócratas han controlado la Casa Blanca. En el Congreso, ninguno de los dos partidos ha hecho nada para solucionarlo. No se ha invertido ningún esfuerzo en resolverlo y están separando familias”, critica Ashley DeAzevedo, directora ejecutiva de American Families United, organización que aboga por las familias de estatus mixto.

“Ya no hablamos de seguridad fronteriza. Ahora hablamos de la aplicación de la ley en el interior. Y con eso debería venir una solución a este sistema migratorio. En lo único que todos estamos de acuerdo es en que este sistema está roto”, añade.

Además de los 1,4 millones de parejas mixtas que viven en Estados Unidos, hay unas 300.000 cuyos cónyuges ya han salido del país y tratan de regularizar su situación a distancia. Pero según la legislación actual, pueden pasar 10 años antes de volver a entrar al país, una penalidad por haber ingresado ilegalmente en el pasado que implica que quienes lo hacen pierden años valiosos en la relación con su pareja o en el crecimiento de sus hijos, si los tienen.

Denver, Colorado

Julie reconoce que no tener hijos es una ventaja en su separación. También el hecho de que Neftalí tiene una familia que le recibe en México. Su hermano incluso le ha conseguido un empleo en una empresa de construcción con proyectos inmobiliarios en Baja California, cerca del destino turístico de Los Cabos. Su dominio del inglés es un activo importante.

Pero nada cambia el hecho de que esta pareja ha visto truncada su felicidad. Cada noche se dan cita por videollamada y mantienen largas conversaciones que les ayudan a superar el drama que están viviendo. “Hablamos hasta altas horas de la noche y nos reímos juntos. Pero ya no puedo extender la mano para tocarle, como cuando cada noche nos sentábamos juntos en el sofá”, lamenta Julie. “Es una sensación como de haber perdido un miembro de mi cuerpo”.

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Sobre la firma

Patricia Caro
Periodista en Washington, especializada en temas latinos y de inmigración. Forma parte del equipo de la edición de Estados Unidos de EL PAÍS. Fue corresponsal de la Cadena SER en Brasil. Trabajó como redactora de Economía Internacional en el diario Cinco Días.
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