‘Los años nuevos’: los treinta son los más felices, ¿o no?
La serie de Sorogoyen es redonda: convence con su autenticidad, atrapa con un relato fragmentario y consigue que el público se vea a sí mismo. Lo ordinario se vuelve extraordinario, el retrato generacional se vuelve universal
Se supone que los treintañeros están en su mejor momento vital, pero eso solo lo saben con certeza quienes tienen algunas décadas más. Sigues siendo joven, pero no tan inocente; el esplendor físico coincide con una cabeza mejor amueblada; estás construyendo tu propia vida, pero te quedan sueños por cumplir; sigue habiendo magia en las relaciones con otros; es el tiempo idóneo, lo dicta la biología, para estar con la pareja adecuada. Se supone que los treinta son los años más felices, sí, pero hay obstáculos para disfrutarlos: la precariedad laboral y lo inasequible de la vivienda impactan en una generación, la milenial, que decían la mejor preparada de la historia y a la que cuesta echar a volar. Tampoco es que las generaciones anteriores lo tuvieran fácil: cada una se enfrentó a sus propias crisis.
Todo lo que se cuenta en Los años nuevos es propio de vidas ordinarias: podrías ser tú, podría ser alguien cercano a ti, podrías estar allí. Y el resultado es extraordinario. La serie de Rodrigo Sorogoyen para Movistar+ te sumerge en los altibajos del amor de dos jóvenes a lo largo de una década, desde que cumplen 30 hasta los 40, de Nochevieja en Nochevieja o de 1 de enero en 1 de enero. Un relato muy fragmentario que te hace esperar con ansiedad el siguiente capítulo, o empalmarlos a costa de horas de sueño, para reconstruir lo que ha pasado en los 12 meses transcurridos entre uno y otro.
Las piezas encajan para que te lo creas todo. La interpretación de los dos protagonistas, Iria del Río y Francesco Carril, que se comportan con una naturalidad impactante en sus diálogos y en sus silencios, en sus idas y venidas, y hasta en las escenas de sexo, que resultan perturbadoras por auténticas. Todo destila autenticidad, para lo bueno y para lo malo. Un guion, creado por Sorogoyen con Sara Cano y Paula Fabra, en el que no sobra una frase, una mirada, un gesto, y en el que, sin embargo, todo parece muy espontáneo. Lo crudo de la narración es suavizado por la música (una buena playlist que encabeza Nacho Vegas) y por una realización deslumbrante, que recurre a larguísimos planos-secuencia (hasta en algún capítulo entero) y otras virguerías visuales. Son mínimas las concesiones que nos saquen del realismo, como cuando hablan de otros y los vemos posando, o un par de ensoñaciones.
El director ha contado algunos de sus trucos: la fotografía tiene poca profundidad al principio, cuando los enamorados creen que están solos en el mundo, y se va ampliando el foco según se dan cuenta, nos damos cuenta todos, de que no lo están, de que lo que pasa alrededor importa. Los amigos, los padres y suegros, los ex, el curro, los problemas inesperados, la pandemia, las drogas, la soledad, la salud mental, los viajes que no salen como esperaban, la mudanza, la maternidad, las ilusiones rotas. Se ha etiquetado la serie como una comedia romántica, pero no hay tanto humor y se mira el amor desde premisas nada idealistas, a menudo incómodas.
Muchos espectadores en la treintena comentan en las redes: me veo, soy yo. También se reconoce quien ya pasó por ahí hace más años que Sorogoyen, que tiene 43. Este retrato generacional se vuelve universal, y nos habla de la condición humana con sus grandezas y sus miserias, sin juzgar a nadie. Los treinta serían años de plenitud si no fuera porque la plenitud suele ser inalcanzable, y cuando pasas cerca solo la reconoces después. La vida es eso que pasa mientras hacemos otros planes, escribió Allen Saunders. No siempre serás treintañero, pero siempre recordarás lo que fuiste entonces. Estos personajes de Ana y Óscar captan el espíritu de su tiempo y, en cierto modo, el de todos los tiempos.
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