Las niñas que queríamos ser mujer florero
La serie documental ‘¿Yo fui mujer florero?’ es una analítica repleta de marcadores de un país y su parrilla televisiva a finales de los ochenta y principios de los noventa, una España que se despojó de la Transición y abrazó los tangas
Iba a empezar este artículo con eso tan pretencioso y manido de: “En mi generación…”, pero ya es hora de que asumamos lo que somos, de dónde venimos, lo que estos ojos han visto.
He jugado muchas mañanas, durante la hora del recreo, a ser una Mama Chicho. He memorizado el baile y la letra en mi casa, delante de la pantalla, pidiendo una y otra vez ayuda a mi madre porque Chicho era muy tocón y algo cansino, sin darme cuenta de lo que estaba verbalizando. He hecho reír a mis amigas imitando a las azafatas mudas, por la gracia de nuestro señor el directivo de televisión, de El precio justo, metiendo tripa y enseñando mucho los dientes.
He hecho reír hace no demasiados años a mis amigos en Nochevieja tarareando a las chicas Chin chin. Esas criaturas que salían en el programa ¡Ay qué calor! y que, oh casualidad, se quedaban con un pecho al aire —¡Ay, qué descuido!— para deleite de los señores y escándalo de las señoras. Sí, he jugado y he soñado con ser mujer florero, mis 10 mandamientos los dictaba la televisión privada de los noventa y mi profeta, sin yo saberlo, se llamaba Silvio Berlusconi. Un documental de dos episodios acaba de recordármelo.
¿Yo fui mujer florero?, emitido por Max y creado por Producciones del Barrio, es una analítica repleta de marcadores de un país y su parrilla televisiva a finales de los ochenta y principios de los noventa. Una España que se despojó de la Transición y abrazó sin complejos los tangas y los colores de las cadenas privadas. Donde reinó de repente el fuera complejos y dentro las carnes. Hombres más o menos agraciados y señoras despampanantes. Un poco como lo de ahora, tampoco nos entusiasmemos, pero entonces más descarado.
Muchachas pizpiretas, sonrientes, permanentemente felices y sin saber por qué, porque nadie las preguntaba. Secretarias y azafatas calladitas pero juguetonas, que se movían fenomenal, muslamen de diosas en nuestras pantallas.
Hijas de mi vida, qué portentos y qué shock para las familias, sentadas en el sofá para ver a Manolo Escobar cantar aquello de Goles son amores sin darnos cuenta de que había una azafata por cada equipo de fútbol que nos contaban los resultados de la jornada con poca ropa, pero muchísimo entusiasmo. Y todos en ese sofá tan contentos. Mi abuela porque siempre fue de Manolo Escobar, mi padre porque ahí se juntaba todo lo bueno: España, el fútbol y las jamonas. Mi madre mirando con recelo el anhelado descaro de las muchachas. Yo, testiga de todo aquello y sin saber los efectos que todo aquello tendría en mi empanado cerebro.
Soy una de tantas que reconocería a Jordi LP y Quique Supermix por la calle, que sabe que una de las de Cacao Maravillao, de nombre Sonia, gritaba “¡Tengo miedo!” y esas dos palabras hacían partirse de la risa a Emilio Aragón. Que sabe que de Vip Noche salieron Mar Flores y Belén Rueda. Que no necesita buscar en Google quiénes son Carmen Russo ni María Abradelo y tampoco que Makoke —“quien me diga que estoy en televisión por mi cabeza pues como que no”— se llama en realidad María José y se estrenó en nuestras vidas sujetando bolas en el Telecupón.
El documental, repleto de testimonios valiosísimos, nos cuenta también cómo el modelo del todopoderoso Silvio creó escuela. Aquel estriptis con el que acababa el programa de entrevistas de Ángel Casas Un día es un día de TVE. Las gafas en 3D para verlo todo bien de cerca en el programa ¡Caliente!, también de TVE, presentado por Ana García Obregón y Rody Aragón. Las azafatas vestidas de colores del Juego de la Oca de Antena 3, llamadas Oquettes, que acababan dando un beso o propinando un tortazo a los concursantes. Las bailarinas que acompañaron a Marta Sánchez a animar a las tropas en la fragata Numancia en la Navidad de 1990, junto al humorista Raúl Sénder y el entonces ministro de Defensa, Narcís Serra.
Pero lo mejor del documental es que todo gira en torno a ellas, que hablan y se despachan, que reivindican lo que fueron y lo recuerdan como una etapa maravillosa de sus vidas. Ganaron dinero a espuertas, trabajaron a veces como leonas y otras veces una hora al día. Se desnudaron en portadas, ahuyentaron tocones, hicieron un poco lo que quisieron y otro poco lo que les dejaron hacer. Cuentan cómo ven con la mirada de hoy lo que ninguno vimos entonces. Ese machismo tan evidente en Tutti frutti, tan difícil de detectar en El precio justo.
Es torpe reprocharles algo ahora, es paternalista también. Por eso es valioso que ellas se cuenten a sí mismas, y nosotros escucharlas. Los momentos de acoso, los abusos y los peajes. “Me puse chula porque soy de Carabanchel”, cuenta Patricia Redondo. Aquel sábado por la mañana en el que un directivo citó a Beatriz Rico en un despacho de la Torre Picasso, sin testigos a su alrededor.
La etiqueta y los prejuicios. El olvido de después. Cómo lo vieron compañeros de entonces, como el presentador y actor Andoni Ferreño y la periodista Rosa María Calaf, y la exdirectiva de Telecinco Lola Barranco. Cómo lo ven ahora los periodistas Elena Neira y Juan Sanguino.
Y mirarnos después ahora. La televisión que vemos, el papel que las mujeres desempeñamos. Donde aún es noticia que una mujer, Henar Álvarez —que también participa en el documental— presente un late night. Donde sólo podemos verlo a través de RTVE Play. Donde ellas siguen teniendo que cumplir unos cánones de belleza normativos y donde a ellos se les permiten todos. El tanga sigue estando en el cerebro. Sólo que ahora no asoma por la pantalla.
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