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COLUMNA
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Elizabeth Taylor estaba harta de su belleza

El documental ‘Las cintas perdidas’ recoge las confesiones de la actriz en su momento de mayor fama planetaria. Se dice frustrada por las servidumbres del estrellato en Hollywood y ansiosa de ser reconocida como intérprete

Elizabeth Taylor, sentada en un trono en una escena de 'Cleopatra' en 1963. Foto: Screen Archives (Getty Images) | Vídeo: Max
Ricardo de Querol

Ella fue uno de los seres vivos más bellos que han aparecido en la gran pantalla, pero hablaba de ello como si hubiera sido una maldición. Elizabeth Taylor no se imaginaba a sí misma no siendo famosa, porque lo fue desde los 10 años. Sufrió antes que nadie el fenómeno de los paparazzi: los periodistas trataban de colarse en su casa por cualquier medio, hasta haciéndose pasar por fontaneros. Y su tormentosa vida privada —tuvo ocho bodas con siete hombres— la convirtió en pasto de la prensa sensacionalista. Lo que ella siempre quiso es ser reconocida como intérprete, que no es lo mismo que estrella de cine, y lamentaba que solo lo consiguió en contadas ocasiones.

Las confesiones de la diva por excelencia suenan ahora en su propia voz en Elizabeth Taylor: las cintas perdidas, estrenado en Max. En 1964, cuando tenía 32 años, Taylor mantuvo una serie de conversaciones grabadas, unas 40 horas, con Richard Meryman, periodista de Life y autor de biografías de figuras de Hollywood (algunas presentadas como autobiografías). La charla dio lugar entonces al libro de memorias Elizabeth Taylor, sin la firma del periodista. No fue hasta después de la muerte del escritor, en 2015, cuando se descubrieron esas cintas, en las que la actriz se expresaba con enorme franqueza, en la confianza de que no serían reproducidas. La directora Nanette Burstein da forma a este documental de HBO, con producción de J. J. Abrams, que gira en torno a la voz de Taylor hablando de sí misma, acompañada con buen material de archivo y entrevistas con algunos de sus colegas de Hollywood.

En algún momento, Taylor se desespera con Meryman, ante su insistencia en preguntarle sobre su belleza. ¿Es consciente de que es una sex symbol, una diosa sexual?, le dice el periodista. “¡Me lo has preguntado 19 veces!”, protesta la actriz. Y responde: “Soy una chica, soy una mujer. No me siento especial”. Aún más, menciona algunas de las veces que se sintió discriminada, acosada o amenazada, precisamente, por ser atractiva. La más perturbadora: uno de sus maridos, el siniestro Eddie Fisher, la apuntó con su pistola en la sien y le dijo: “No te preocupes, no te mataré porque eres demasiado guapa”. Ella llega a confesar al entrevistador: “Estoy deseando ponerme gorda, obesa, flácida”.

Taylor sufría por lo aquello en que se había convertido su imagen pública. “Creo que tengo la imagen de una persona superficial”, dice. “Sugiero algo ilícito por mi vida personal. Pero no soy ilícita ni inmoral”. Su propio padre la llamó puta por su historial de parejas cuando dejó a Fisher. Y le dolió especialmente que el periódico del Vaticano escribiera sobre ella que merecía perder la custodia de sus hijos. Sus sucesivas bodas estaban muy mal vistas en su época, pero con ojos de hoy retratan a una mujer libre, que buscaba la estabilidad pero sabía romper una relación tóxica (y las suyas lo fueron más de una vez).

No había estudiado interpretación, dado que pasó parte de la infancia ya en los estudios (desde There’s One Born Every Minute, de 1942). Pero presumía de su instinto, de su capacidad para creerse de verdad dentro de cada personaje. Admitía su frustración con los papeles que abundaban para ella: “No estoy contenta con lo que soy ni con lo que he hecho”, decía. “Soy una estrella de cine que un par de veces ha podido actuar”.

Elizabeth Taylor y su marido, Richard Burton, acuden en abril de 1964 al estreno de 'Hamlet' en Broadway.
Elizabeth Taylor y su marido, Richard Burton, acuden en abril de 1964 al estreno de 'Hamlet' en Broadway. Michael Ochs Archives

Aquí se detallan sobre todo dos de sus rodajes, aquellos en los que compartía metraje con Richard Burton (y, se dice, la tensión sexual entre ambos traspasaba la pantalla). Una es la superproducción Cleopatra, la primera vez que una actriz cobraba un millón de dólares, un trabajo que se eternizó porque, a mitad del rodaje, sufrió una grave neumonía y no pudo retomarlo hasta dos años más tarde. Cuando volvió, para la escena del desfile triunfal de Cleopatra ante las masas en Roma, los extras la vitorearon de verdad. Y la otra es ¿Quién teme a Virginia Woolf?, un drama complejo en el que por fin ella logró su objetivo de verse fea (no exactamente, pero fue caracterizada para parecer mayor y más obesa), que le dio un segundo Oscar y era su gran orgullo. Escondida detrás de Martha, explicaba, se sentía libre y podía ser grosera. Sin embargo, tiene muy mal recuerdo (“vergonzosa”, “horrible”) de Una mujer marcada, la película con la que antes había ganado su primera estatuilla dorada después de tres nominaciones sin premio. Cree que esa vez se lo dieron por pena ante sus problemas de salud: “Fue por la traqueotomía”.

Al final del documental, se cuenta apresuradamente lo que fue de Taylor después de los años sesenta, que fue mucho: murió en 2011 a los 79 años. Se pasa así de refilón por sus momentos más bajos, por sus adicciones al alcohol y otras drogas, por su inevitable deterioro físico, por su entrada en una clínica de rehabilitación (donde conoció a su último marido, Larry Fortensky). Se destaca más su implicación en la causa del sida, a partir de la muerte de su amigo Rock Hudson en 1985, lo que era meritorio cuando la enfermedad acarreaba un terrible estigma. Cuenta que muchas de sus amistades pertenecían al colectivo LGTBI, en tiempos en que no se podía salir del armario. No existiría Hollywood, dice, sin la comunidad homosexual.

Las cintas perdidas no aporta revelaciones de calado sobre la carrera de la actriz, pero ella nos seduce con su voz y con su melancolía. El sesgo del material original condiciona todo. La película peca de lo mismo que enfurecía a Taylor, de lo mismo de lo que pecaba Meryman y de lo que, por ello, peca este artículo: poner el foco en su belleza y en sus matrimonios antes que en su carrera. Su aspecto era tan deslumbrante que pocos veían a la artista que había ahí.

Butaca de la actriz Elizabeth Taylor en el rodaje de 'El espía que surgió del frio' en Dublín en 1964.
Butaca de la actriz Elizabeth Taylor en el rodaje de 'El espía que surgió del frio' en Dublín en 1964. Express (Getty Images)

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Sobre la firma

Ricardo de Querol
Es subdirector de EL PAÍS. Ha sido director de 'Cinco Días' y de 'Tribuna de Salamanca'. Licenciado en Ciencias de la Información, ejerce el periodismo desde 1988. Trabajó en 'Ya' y 'Diario 16'. En EL PAÍS ha sido redactor jefe de Sociedad, 'Babelia' y la mesa digital, además de columnista. Autor de ‘La gran fragmentación’ (Arpa).
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