La verdadera pasión de ‘Solo asesinatos en el edificio’
La serie nació en el corsé de la parodia, que puede deslumbrar, pero siempre tiene mecha corta: las burlas se agotan enseguida y, si no se transforman en otra cosa, se estancan y hieden
Le dijo el diablo a Adrian Leverkühn, el genio protagonista del Doctor Faustus, de Thomas Mann, que “la verdadera pasión solo se encuentra en la ambigüedad y en la ironía”. A los que crecimos con Tarantino, los hermanos Coen, el grunge, las bromas infinitas, el sarcasmo de Seinfeld y los rescoldos de la hoy criminalizada generación X esto nos suena raruno, porque nos han convencido de que la ironía (eje de toda esa cultura popular que mamamos) es un rasgo decadente, la puerta del nihilismo. Irónico es quien no se cree nada, y quien no se cree nada, no se moja en nada y contempla el mundo desde la distancia de un sofá, con una media sonrisa que no es rebelde, tan solo perezosa. Sin embargo, el diablo de Mann cree en la ironía como una fuerza pasional, como el motor de toda creación verdaderamente fértil. Es decir, de la creación demoníaca, porque no hay arte auténtico si no se pacta antes con Satán.
Me reconfortó mucho leerlo en estos tiempos desgrasados de ironía, y Solo asesinatos en el edificio —uno de los pocos ejemplos de vitalidad, audacia, inteligencia y éxito popular de la televisión de hoy— confirma la frase diabólica. Como todos los éxitos, este también fue imprevisto y desbordado (pese a la apuesta financiera y a la nómina de estrellas). La serie nació en el corsé de la parodia, que puede deslumbrar y ensordecer de carcajadas, pero siempre tiene mecha corta: las burlas, por brillantes que sean, se agotan enseguida y, si no se transforman en otra cosa, se estancan y hieden.
Pero Solo asesinatos en el edificio trascendió muy pronto su premisa —parodiar el género policiaco y burlarse de la moda de los podcasts de true crime— y, sin abandonar la astracanada y un punto de delirio que algunos dirán beckettiano y otros, kafkiano, ha crecido hasta honrar la idea satánica de que la verdadera pasión solo se encuentra en la ambigüedad y la ironía. Sus tramas metanarrativas, sus guiños al star system y la gracia descacharrante con la que enseña las tramoyas del negocio del entretenimiento la convierten en uno de los pocos títulos actuales que merecerán una mención en la historia de la cultura popular del siglo XXI. Aunque quizá aparezca allí como canto fúnebre o como la última expresión verdaderamente pasional (esto es, artística) de una industria cultural que pronto olvidará sus años de gloria.
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