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Así ha envejecido Pippi Calzaslargas: rompedora en género, anticuada en colonialismo

La mítica serie de los setenta vuelve a Filmin conservando fresco su estilo irreverente. Pero en Suecia un par de escenas han sido censuradas por sus estereotipos raciales

Fotograma de la serie Pippi Calzaslargas.
Patricia Gosálvez

Entra en el pueblo silbando una melodía, a lomos de un caballo moteado, amenazante e irresistible a partes iguales. Es una niña pelirroja de nueve años con un monete en el hombro, pero se desenvuelve como un forajido: ferozmente independiente, totalmente ingobernable y con un código justiciero propio. La irreverencia de Pippi Calzaslargas llega a Filmin, que repone la mítica serie estrenada en España en 1974. Emitida de nuevo en 1979, 1987 y los noventa forma parte del imaginario infantil de varias generaciones de padres que estarán encantados de mostrar a sus retoños que en su época también se hacían cosas guays. Pero, ¿qué tal ha envejecido?

“Mola porque hace lo que quiere”. “Es una rebelde”. Lupe y Celia, de siete y diez años, se parten cuando la pequeña sueca revienta huevos con la cabeza o pasa de ir a la escuela y de hacer plumiticaciones. Les gusta que “no sea nada cursi”, que “se ponga chulita con los malos” y “que sea fuerte y esté loquísima”. “Lo alucinante es que Pippi cuestionaba lo que debe ser una niña de los años cuarenta, pero sigue haciéndolo ahora”, dice Elina Druker, profesora especializada en literatura infantil de la Universidad de Estocolmo, donde se imparte un popular curso sobre la autora Astrid Lindgren, que guionizó la serie en 1969 basándose en sus libros sobre el personaje escritos en plena Segunda Guerra Mundial y marcados con un profundo espíritu antiautoritario. Lindgren era un ama de casa de clase media, secretaria de formación, que escribió la que fue apenas su primera novela para distraer a su hija. Y como Pippi, hizo lo que le dio la real gana.

El éxito (y la polémica) de los libros fue inmediato y en 1949 se rodó una primera película que la autora aborreció. “El guionista, Per Gunvall, decidió añadir una trama romántica para que fuese más atractiva para el público adulto”, explica Annika Lindgren, nieta de Astrid y directiva en la compañía que gestiona los derechos de su obra. “Fue una enorme decepción para ella y tampoco funcionó con el público, desde entonces decidió escribir ella misma todas las adaptaciones”.

“Más que una niña, Pippi es un superhéroe de lo que ahora llamaríamos de género fluido”, dice Druker, “se ríe de los roles de género, de las normas sociales, del protocolo, la burocracia, el sistema educativo, la autoridad, la belleza normativa...”. Cuando ve en una farmacia un cartel que dice “¿Sufre usted de pecas?” para vender un ungüento, entra a decir que no, que a ella le encantan las suyas. “Yo sé cuidar de mí misma”, defiende la niña más fuerte del mundo, y también “los policías me gustan menos que la compota agria con moscas”. “En ese sentido es increíblemente vigente, sigue siendo rara, irritante, provocadora, sigue funcionando”, dice Druker, “y por supuesto sigue siendo increíblemente cool”.

La dirección de arte y el minimalismo sueco ayudan. El vestuario excéntrico de Pippi, pero también los chubasqueros de Annika y los gruesos jerseys de Tommy, y el interiorismo en general de la serie, son intemporales y estilosos. Muchos de los planos recuerdan a las modernistas ilustraciones de los libros originales de Ingrid Vang Nyman (editados recientemente por Kókinos en España) que cuestionan los códigos clásicos con audaces contrapicados, planos cenitales o subjetivos e inquietantes escorzos para mostrar lo grotesco o lo surrealista. La música, jazz ligero y travieso, acompaña.

Astrid Lindgren
Astrid Lindgren, en el rodaje de la serie junto a la actriz Inger Nilsson.

Pero ha pasado medio siglo y en algunas cosas se nota. Los efectos especiales son deliciosamente vintage, su encanto analógico da mucha risa a los pequeños espectadores actuales. El ritmo —hay largas secuencias de paseos por el bosque o la playa— lo aceptan con inusitada tranquilidad para haberse alimentado audiovisualmente del frenesí de los multiversos. Lo que más chirría, lo que más huele a antiguo, es el extranjero como chiste. “Dentro de la academia hay cierto revisionismo poscolonial que critica el exoticismo, romántico y burlón, que Lindgren hace de otras culturas”, dice Druker. “Aunque no hay mala intención”, continúa —Lindgren, declarada antifascista, ejerció un dilatado activismo por los derechos humanos, infantiles y animales—, “los tiempos han cambiado”. En 2014, la televisión pública sueca cortó dos escenas de la serie, una en la que Pippi grita “¡Mi padre es el Rey Negro!″ (adjetivo que en sueco, como en inglés, se ha convertido en un grave insulto racista) y otra en la que se estira los ojos para cantar una canción con acento asiático. “Aceptamos los cambios sin ningún problema”, dice Annika Lindgren, explicando que la Astrid Lindgren Company ha retirado también “la palabra de la N” de los libros y que la propia autora en vida (falleció en 2002 a los 94) ya habían cuestionado su vigencia hace décadas. En Suecia, sin embargo, se montó cierto revuelo con debates sobre el respeto a la multiculturalidad versus los excesos de la corrección política.

Fotograma de la serie Pippi Calzaslargas
Fotograma de la serie Pippi Calzaslargas

Tomás, de 10 años, abre los ojos incrédulo cuando Pippi se los achina (la versión de Filmin es la original): “Eso es racista”, sentencia sin pestañear. Cuando Pippi cuenta que en Egipto la gente duerme con los pies en la almohada y miente todo el día, o que en los colegios de Argentina los niños no aprenden, sino que comen caramelos hasta que se les caen los dientes o que en el Congo son caníbales, el niño, que tiene compañeros asiáticos, un amigo egipcio y varios que han ido al colegio en Argentina, resopla y vuelve los ojos, como ante un chiste malo o una tontuna. No son las ocurrencias que más gracia le hacen de Pippi (un personaje que claramente admira), pero oírlas sirve al menos para iniciar una interesante conversación sobre cómo ha cambiado el mundo, y la tele, desde que era su madre quien veía a la de las Calzaslargas.

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Sobre la firma

Patricia Gosálvez
Escribe en EL PAÍS desde 2003, donde también ha ejercido como subjefa del Lab de nuevas narrativas y la sección de Sociedad. Actualmente forma parte del equipo de Fin de semana. Es máster de EL PAÍS, estudió Periodismo en la Complutense y cine en la universidad de Glasgow. Ha pasado por medios como Efe o la Cadena Ser.

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