‘Entre hombres’: un pequeño y ultraviolento tesoro latino escondido en HBO
La serie argentina, disponible ahora en España, es un intenso policial de cuatro capítulos ambientado en 1996, pero cuyas claves valen perfectamente para hoy
En el minuto 8 del primer capítulo de Entre hombres ya hemos visto una orgía, abusos, consumo masivo de drogas y un par de asesinatos. El ritmo que plantea una de las grandes apuestas de HBO para el mercado latinoamericano (que ha llegado este mes a España) sitúa a esta serie de cuatro capítulos en un nivel complicado de mantener. Sin embargo, Pablo Fendrik a la dirección y Germán Maggori al guion lo consiguen. Incluso la serie mejora a medida que muestra todas sus cartas. Pero empecemos por el principio.
Buenos Aires, 1996. Una orgía en la que participa un senador con otros miembros destacados de la sociedad argentina termina con la muerte de una prostituta. El suceso, que grababa en vídeo el explotador Tucumaro Cortez (un papel breve e intenso del veterano Claudio Rossi) pone en peligro la carrera del político. La policía, lejos de querer esclarecerlo, busca taparlo a toda costa para salvar a “un amigo de la casa” que “como todo hombre puede tener sus debilidades menores”, en palabras del comisario encargado del caso. El repugnante sargento Garmendia (un enorme Gabriel Goity) y el inspector Almada (un Diego Velázquez que sabe bajar al infierno con su personaje) inician una búsqueda desenfrenada del vídeo por la periferia de Buenos Aires, por bares infectos, descampados y desguaces. Entre hombres usa con habilidad la trama para enseñarnos una ciudad violenta y cansada, de luces gastadas, desfases continuos y mucha podredumbre, un lugar que se huele y siente.
El capítulo dos despliega la otra parte de la historia. Aquí vemos al Mosca (Nicolás Furtado, en un papel tan inquietante como el de El marginal) y a su desquiciado socio el Zurdo (Diego Cremonesi), lumpen en estado puro, criminales que se ven ante la oportunidad de su vida. Ellos persiguen el vídeo y la policía los busca como la manera más sencilla de llegar a la grabación. El arco temporal abierto al inicio confluye de forma ágil pero no lineal. No es una serie para ver mientras se hace otra cosa, ni con el móvil en la mano, pero sus creadores saben llevar al espectador si se deja y, sobre todo, si tiene estómago. La violencia y la miseria no se ocultan, los muertos caen, revientan en pantalla y el único policía que trata de hacer algo bien no dura un minuto en la escena de un crimen. Garmendia y Almada recorren las calles en coche, trampean, torturan, buscan la salvación del político corrupto como modo de seguir vivos, en la brecha, en una actualización del policial más clásico que sorprende y agrada.
La corrupción cotidiana de la policía (robar a los muertos, quedarse con la droga incautada, cobrar por protección, etc.) se combina en la narración con la corrupción a gran escala, en la que entran los servicios secretos en una parte de la trama que recuerda a las novelas de Jorge Fernández Díaz.
La serie es fiel al título y no hay una sola mujer de las pocas que salen que no sea brutalizada y víctima de abusos, pero Maggori (autor del libro de culto publicado en 2001 por Alfaguara en el que se basa la adaptación televisiva) se limita a describir ese mundo tal cual es. Fendrik, que dirige los cuatro capítulos, ha admitido en distintas entrevistas con cierto pesar que la situación de corrupción y violencia no ha cambiado en los 20 años que separan la novela de la serie.
El último capítulo lo abre un carnicero que, machete en mano, traza una teoría de la conspiración contra el sistema que no está tan alejada de la realidad que percibe el espectador. La trama se desfasa, pero el ritmo es impecable y todo resulta coherente con el planteamiento. El mecanismo narrativo hizo conexión en los tres primeros episodios, una bomba cuidadosamente armada a la que solo le queda explotar.
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