Enmascarados
Cuentan que entre los vacunados abundan miembros del clero, la política y el funcionariado. Dudo que hayan recibido la inyección personas expuestas permanentemente al contagio, como los empleados de los supermercados
Actuaron como chacales oportunistas en su ancestral convicción de que el tonto siempre es el último en escapar del desastre. Cuentan que entre los vacunados por los designios del Altísimo, del colega o del cuñado abundan los miembros del clero, la política, el funcionariado. Y a cambio, los viejitos, que sienten el aliento del monstruo en el cogote, seguían anhelando el antídoto esperando a Godot.
También dudo que hayan recibido la inyección los empleados de los supermercados, gente que lleva un año conviviendo con el bicho en su trabajo cotidiano, los que ni siquiera han tenido el lujo de poder confinarse. He visitado en este tiempo de la peste las tiendas que venden alimentos, algo insólito para mí, ya que excepto en épocas en las que gocé de compañía, desayunaba, almorzaba y cenaba fuera de mi casa. Y solo he visto en estas personas educación, profesionalidad, esfuerzo, incluso algo tan agradecible como atender a la clientela con una sonrisa. Hablo de personas expuestas permanentemente al contagio. La mayoría son latinoamericanos. Imagino que muchos de ellos cobran el sueldo mínimo. Y al no pertenecer a una élite comprensible (médicos y sanitarios) ni a la banda de los contrabandistas, no habrá existido la prisa por parte de las autoridades para que reciban la inyección. Y no me extrañaría que cuando el infierno se haya mitigado estos currantes puedan sufrir algo tan execrable como ser despedidos por los reajustes laborales.
Deduzco con envidia que la inmensa mayoría de los ancianos no tiene el mínimo deseo de largarse al otro barrio. Una señora de 96 años que vive sola le contesta invariablemente a su hija al interrogarla por su estado anímico: “Estoy muy bien, he vivido un día más”. Y adquiere tintes surrealistas cuando al acudir a un centro médico en compañía de su hija para ser vacunada, le pregunta obsesivamente a esta: “¿Qué pensarán los perros de nosotros?”. Su descendiente piensa que puede ser el comienzo de un ictus, ya que los perros no piensan. Su madre le aclara: “¿Qué pensarán los perros al vernos a las personas continuamente enmascaradas, como ellos?”. Cómo agradezco el ataque de risa que me asalta.
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