Tom el villano, Melyssa la sufridora: las claves del éxito de ‘La isla de las tentaciones’
Las grandes cifras de audiencias de la segunda temporada del nuevo ‘reality’ estrella de Telecinco se sustentan sobre la dinámica de dos concursantes
Los habitantes de La isla de las tentaciones parecen vivir en una novela de Milan Kundera. En concreto, en aquel pasaje de La inmortalidad que lamentaba que las historias de ficción avancen obsesionadas con el desenlace: los concursantes solo valoran sus historias de amor por cómo acaban, no por lo que les han aportado durante años. Cada vez que alguno sufre una traición expresa su decepción profiriendo un lamento en la línea de “¡Todos estos años, todo lo que he cambiado, no ha servido para nada!”. Como si el tiempo fuese una inversión y las renuncias fuesen un sacrificio que merece una recompensa automática, tal y como estipula la mentalidad judeocristiana. Si la segunda edición del concurso está repitiendo el éxito de la primera es porque a este programa no le interesa el amor. Solo su destrucción.
Lo clave del éxito de La isla de las tentaciones 2 son Melyssa Pinto y Tom Brusse, todo lo demás es ruido de fondo. Sexy, pero ruido. El amor entre la barcelonesa y el marroquí nació en la televisión (se conocieron hace un año en Mujeres y hombres y viceversa) y, por tanto, en televisión debe morir. También clave es lo ocurrido entre medias: Melyssa “lo dejó todo” para irse con Tom a Marrakech, donde él regenta varios negocios, y ambos desembarcaron en la isla con un equipaje emocional que pesaba más que su equipaje literal. “Dejarlo todo” por amor suena romántico, claro, hasta que deja de ser una aventura para convertirse en un reproche.
Hay otras subtramas protagonizadas por mujeres, quienes, este año, han ido a romper en horario de máxima audiencia. Mayka tiene tanta prisa por protagonizar su trama que ha perseguido al tentador Óscar con tan poca paciencia que ni siquiera ha esperado a que él la tiente: a los cinco días de conocerlo le confesó “Me vas a enamorar”. Él respondió “No seas tonta”. Otras tramas protagonizadas por mujeres: Marta ha encontrado su liberación tras 11 años de relación, paradójicamente, enganchándose de otro hombre. Y Patry, que pidió una hoguera de confrontación a los 15 minutos de poner un pie en la isla con la actitud de una matriarca de un clan mafioso (“Que te he dicho que quiero una hoguera de confrontación”, le espetó a la presentadora), se arrepintió de haber “cambiado muchísimas cosas” de sí misma por su novio. Todas venían quemadas de casa y, en un alarde de generosidad y de ganas de conseguir un Deluxe, han querido exhibir la traca final de sus llamas en televisión. Por eso hablan sobre sus relaciones en términos de rencor, de karma o de venganza. Pero, de nuevo, nada eclipsa a Tom y Melyssa.
La revancha es el combustible que propulsa las mejores tragedias y Melyssa, La Zarzamora, está convencida de que Tom ha ido al programa solo para castigarla por haberle dejado ella semanas antes de la grabación: la teoría de Melyssa es que Tom solo volvió con ella para humillarla en televisión. Una conclusión retorcida, paranoica y esperpéntica que cualquier espectador considerará exagerada. A menos que ese espectador conozca a Tom Brusse. El marroquí rezuma todas las características de todo villano clásico. Por ejemplo, una ausencia total de moral y de escrúpulos: se enrolla con Sandra, una chica de 21 años que lo considera “muy cariñoso” a pesar de que su única referencia de él es que le quedan bien los bañadores y que está poniéndole los cuernos a su novia en Telecinco. Tiene también un talento sobrenatural para justificarse —asegura que está con Sandra porque Melyssa es muy celosa, como si eso no confirmase que Melyssa tiene motivos de sobra para ser celosa— y una incapacidad total de sentir —o pronunciar la palabra— remordimientos. “Venga, voy a pasármelo bien”, exclamó aproximadamente 45 segundos después de que su novia allanase la casa de los chicos para montarle un pollo. Tom cae en el mayor cliché de los villanos: es un hombre sin alma.
Él dice que en Marrakech le llaman El príncipe: es fácil imaginarse a Melyssa como la Ofelia de Hamlet. Ella también acabó desquiciada por enamorarse de un príncipe, derrotada por la vergüenza de no salvar el honor familiar (Hamlet mató al padre de Ofelia, Melyssa no deja de mencionar a su abuelo y a la abuela de Tom). Antes de entrar en el programa Melyssa grabó una canción de reguetón titulada Loca y su descenso a la La isla de las tentaciones está demostrando que eso de perder la cabeza por amor que tan caliente suena en el pop (Shakira, Malena Gracia, Amaia Montero) resulta insoportable en la vida real. Ella es una heroína trágica cuyo físico contrasta con la sobreproducción de sus compañeras, que afrontan el final de sus relaciones con las pestañas postizas impolutas. Ella no. Ella vaga por esa villa de lujo como un espectro de la estética tronista que necesita urgentemente una vía con suero. Despeinada, sin maquillar y repitiendo la misma camisola día tras día. Y precisamente eso es lo que le confirma al público que sus sentimientos son auténticos: Melyssa parece haberse olvidado de que está en la tele.
Pero lo está. El programa la ha castigado, de hecho. Por ejemplo, cuando se saltó las reglas y se coló en la villa de los chicos. Entonces le ocultaron los vídeos en los que Tom y Sandra tenían sexo. Si la organización hubiera querido detener su escapada lo habría hecho. Melyssa todavía no ha visto el vídeo: la edición entera de La isla se está construyendo en torno a que Melyssa siempre tenga un vídeo más por ver. El sadismo de Tom y del programa solo alimenta la compasión del público hacia Melyssa, al tratarse de un arquetipo dramático inmediatamente reconocible: la mujer sufridora. La isla de las tentaciones roba trucos no solo de otros realities sino de Madame Bovary, de La regenta o de Anna Karenina. Funciona como una fábula, con su propia moraleja, que advierte a toda esa generación de mujeres que crecieron soñando con ser princesas de que los príncipes pueden volverse sapos sin dejar de ser apuestos.
En un momento dado, la mártir Melyssa se arrodilló a los pies de Sandra Barneda implorándole no se sabe muy bien qué, como si la presentadora fuese una figura omnipotente, Barneda solo acertó a repetir “No. No. No”. Es decir, “En esta tragedia yo soy narradora, pero no bufona”. Quien sí la levantó fue su compañera Melodie. Ella consoló a una Melyssa tirada en el suelo, literalmente incapaz de mantenerse en pie, explicándole “Tú no le dejabas ser él mismo, porque lo que él quería ser es un cerdo”. A veces lo único que una mujer con el corazón roto necesita es que otra mujer le sujete el pelo y le diga “venga, corazón, ya está”. Quizá su epifanía no parezca demasiado televisiva, pero sí resulta liberadora desde la vida real. Y eso es lo que mantiene en vilo a tres millones de españoles por programa: cuando ya nadie lo esperaba, la telerrealidad ha vuelto a ser auténtica.
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