‘Sunset: La milla de oro’: una jungla de terrazzo y bótox
Netflix se marca un inesperado éxito de público con un retorcido programa sobre siete exmodelos que deben vender casas de lujo en Los Ángeles
La premisa parece una telecomedia de situación: Sunset. La milla de oro, el penúltimo fenómeno de Netflix, narra el día a día en la agencia inmobiliaria de lujo Oppenheimer, en Los Ángeles, regentada por dos gemelos (que siempre sonríen con los dientes pero nunca con los ojos) Jason y Brett Oppenheimer y una plantilla íntegramente compuesta por mujeres que antes de ser agentes inmobiliarias trabajaron como modelos, actrices o conejitas de Playboy.
Las siete glamazonas de la propiedad compiten por conseguir las mejores comisiones (un 3% de viviendas que oscilan entre los 2 y los 70 millones de euros), comparan la calidad de sus implantes de silicona en restaurantes de lujo y se critican a la espalda (al principio del episodio) o a la cara (al final del episodio) para acabar reconciliándose mediante tratados de paz como “te quiero, zorra”, “eres guapísima” o “me encantan esos zapatos, te estoy odiando ahora mismo por tenerlos”. Hasta cuando se les escapa algún taco consiguen sonar como un smoothie de frutas del bosque.
La profundidad real de las amistades, las enemistades o las emociones en este reality es un misterio que nunca queda esclarecido. Cuando las mujeres se abrazan, parecen más preocupadas por no alterar ni un mechón de su ondulado. Cuando lloran, contienen sus lágrimas con profesionalidad utilizando una esquinita del pañuelo de papel como acequia para que el rímel y la pestaña postiza se queden en su sitio. La realización del programa evita la cámara nerviosa, caótica o improvisada de otros realities y apuesta por serenos planos-contraplano iluminándolos como un anuncio de perfume. Cuando Brett celebra la fiesta de inauguración de su apartamento, los únicos invitados son el reparto del programa.
En el programa, Christine Quinn es la más consciente de estar en un simulacro de realidad. Eso la convierte en la más lista de todas, en la mayor protagonista y en la villana oficial. Ocupa un rol esencial en todo reality, el de la participante que exclama “soy como soy” y “digo las cosas como las siento”. Cuando le toca organizar una fiesta para captar compradores les atrae con las dos cosas que, según ella, más les gustan a los angelinos: las hamburguesas y el bótox. Los asistentes podían emitir una oferta de compra mientras les alisaban la frente con inyecciones. Christine hasta se produce a sí misma como ser humano: lleva unas extensiones tan voluptuosas que explica que solo puede mantener la cabeza recta cuatro horas seguidas, sus uñas postizas le impiden pasar páginas en el iPad o encender la cafetera y sus atuendos van desde Joan Collins en Dinastía hasta Jim Carrey en Batman Forever.
En su boda (el clímax final de la temporada 3) decidió aparecer vestida de negro “en plan Maléfica”. Su camino al altar estuvo rociado por nieve artificial y una de sus invitadas se quejó del frío que provocaba. Como ocurre con los conflictos del programa, puede que esa nieve sea falsa pero el escalofrío que provoca es auténtico. Y sirve como testimonio de que, tal y como promete el título original del programa (Selling Sunset, vender atardeceres) en Los Ángeles no hay nada a lo que no se le pueda poner un precio.
La antagonista de Christine es Amanza Smith, cuyos conflictos son mucho más terrenales que los de sus compañeras y, por tanto, mucho menos sexy. Amanza es mestiza, apenas puede mantener a sus dos hijos después de que su exmarido haya renunciado a la custodia compartida y no consigue vender ni una casa durante casi toda la temporada. Su drama se resuelve en cuatro minutos, claro, cuando Amanza decide seguir luchando solo porque su hijo de nueve años le ha asegurado que cree en ella. Amanza es la única que cuestiona la costumbre de Christine de aparecer en los eventos ataviada con una capa, insultar a la mitad de la plantilla de Oppenheimer y largarse dejando tras de sí un reguero de nuevas tramas.
En Sunset las mujeres son Los Vengadores y los hombres meros extras con frase, más bajos y peor iluminados que ellas (“dejaos de dramas”, solicita Brett desde su escritorio como si no tuvieran siete cámaras a su alrededor), pero viven sometidas a los caprichos de esos hombres: sus jefes, sus clientes y sus productores se nutren de sus triunfos y de sus fracasos. Ellas apenas tienen tiempo para saborearlos. En cualquier otra ciudad del mundo (Nueva York, Londres, Tokio) protagonizar un reality show devaluaría y vulgarizaría la imagen de la inmobiliaria Oppenheimer, pero en Los Ángeles su éxito en Netflix solo sirve para atraer más millonarios con ganas de salir en la tele. Solo en Los Ángeles la ostentación de la riqueza está bien vista.
Por eso ellas lo valoran todo en torno a si es sexy o no. Las casas son sexy, los eventos de caridad para los sin techo son sexy (“la verdadera caridad es que haya venido a aguantar vuestras tonterías”, bramó Christine mientras se largaba ultrajada) y hasta los divorcios son sexy. Lo que “sexy” significa en Sunset, en realidad, es que algo cuesta mucho dinero. En un episodio, la plantilla se entera por la web de cotilleos TMZ de que el marido de Chrisell (Justin Hartley, actor de This Is Us ) ha pedido el divorcio sin avisarla. Parece como si él hubiera tramado la forma más espectacular posible para divorciarse, rompiéndole el corazón a su esposa pero a cambio regalándole unos minutos de protagonismo dramático a ella y un episodio de pura televisión a Netflix. Heather se pregunta cómo es posible que hayan roto, si son tan atractivos y parecían tan felices. En Sunset las emociones también son cosméticas.
En un momento dado, Chrishell se para en seco y exclama “no me puedo creer que esté pronunciando estas palabras en la vida real”. Ha ido a refugiarse en casa de su hermana en Saint Louis pero la acompañan las cámaras del programa. ¿Hasta qué punto eso es la vida real? Quizá Chrishell sienta que cuando no hay cámaras delante es como si no existiera, como los personajes de Rosencrantz y Guildenstern están muertos. Resulta imposible concluir si su exmarido proporcionó esa trama sensacional al programa de forma deliberada o inconsciente, porque los participantes de reality shows como Justin Hartley solo conciben su existencia en términos narrativos. Del mismo modo, el espectador nunca concluye si esas mujeres son tan artificiales porque tienen una cámara delate o tienen una cámara delante porque son así de artificiales.
En ese misterio reside el atractivo de Sunset y la compulsividad con la que su público lo está consumiendo. Nunca pasan cosas, pero se habla mucho sobre cosas que han pasado o, mejor aún, podrían pasar (el motor del sueño americano siempre es la promesa de prosperidad). Para el espectador la experiencia se asemeja a ver Gran Hermano: El debate sin haber visto Gran Hermano. Cuando Mary se somete a un test de fertilidad, su miedo se resuelve en dos escenas: una en la que le cuenta a Davina que está nerviosa por hacérselo y otra en la que le da las buenas noticias a su marido, pero bajo ningún concepto se muestra algo tan vulgar como una consulta médica. Sunset solo muestra el planteamiento y el desenlace de sus tramas, porque los segundos actos nunca son sexy.
No hay ningún plano en el que no aparezca riqueza: las cortinillas muestran accesorios, coches o dentaduras que valen más de lo que el espectador medio de Netflix podrá ahorrar jamás. Todas las canciones que suenan entre escena y escena, al doble de volumen que los diálogos, tratan sobre ganar dinero, ser la jefa o gastar dinero. Los tours de las casas van a cámara rápida y sin detenerse en los detalles, deshumanizando las viviendas al no considerarlas hogares sino objetos para la especulación y símbolos de estatus. Solo importa el precio, la comisión y los metros cuadrados, que aparecen sobreimpresionados en la pantalla en letras doradas también a toda velocidad.
Uno de los clientes (de nombre Kaz) describe cómo se ha pasado cuatro años reformando su mansión y, ahora que está perfecta, no puede esperar a venderla. Porque en Sunset las casas no están para vivir en ellas sino para comprarlas y venderlas. Esto convierte el programa en porno duro inmobiliario, ornamentado además con la estética (y las uñas, y las pestañas, y las extensiones) del porno a secas. Este no es un programa sobre propiedades inmobiliarias, es un programa sobre tener mucho dinero. El patrón está claro: si los mayores hitos de la telerrealidad giran en torno a gente rica (Paris Hilton, las Kardashian) es porque para ver gente pobre los espectadores ya tienen espejos.
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