Contra los moralistas se juega (a los videojuegos) mejor
A nadie le molesta que un niño pase seis horas jugando al ajedrez, leyendo novelas o viendo pelis, pero si las pasa matando marcianos lo llevarán al psicólogo
Quienes tuvimos el primer contacto con los videojuegos en las máquinas de los recreativos no les terminamos de ver el glamur y seguimos llamando vicio a lo que todo el mundo llama ya afición. Jugar muchas horas, en mi léxico familiar, sigue siendo viciarse. La mayoría de los millennials jugones de hoy no entrarían en los recreativos de mi infancia ni con un EPI contra el coronavirus, y si lo pienso bien, no sé cómo nuestros padres nos dejaban pasar las tardes en esas cuevas mohosas llenas de máquinas recalentadas que podían incendiarse, regentadas a menudo por un señor patibulario que vendía cosas raras en la trastienda.
High Score, la miniserie documental de Netflix que cuenta la historia de los videojuegos, no solo es una bomba nostálgica, sino el relato de cómo un entretenimiento para gañanes se convirtió en una industria prestigiosa que da trabajo a las mentes más brillantes de cada generación y compite con Hollywood por el estatus de fábrica de sueños. Por suerte, aún quedan muchos obtusos para quienes los videojuegos tienen algo inmoral, y gracias a ellos siento que hago algo malo cada vez que enciendo la Play. Solo así disfruto. Imagínense que mañana descubren que el tabaco es bueno y que el Ministerio de Cultura promueve su consumo junto con la lectura: ¿no perdería toda su gracia encender un pitillo?
Jugar hasta que se te hace callo en el dedo gordo aún es, gracias a Dios, un pecado para mucha gente. A nadie le molesta que un niño pase seis horas jugando al ajedrez, leyendo novelas o viendo pelis, pero si las pasa matando marcianos lo llevarán al psicólogo. Son estos moralistas, y no los productores de los documentales que legitiman los videojuegos como una de las bellas artes, quienes mantienen vivo el placer de viciarse. Contra aquellos se juega mejor.
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