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Columna
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‘Kalifat’: ISIS en el nombre de mis amigas, de mi hermana y de YouTube

A las protagonistas de la serie les enseñan el único lugar en el que se puede ser buena musulmana: piscinas, palmeras, frutas frescas y dedicación a Alá. Raqqa, ciudad de vacaciones, tiene sólo un defecto: ellas, allí, no existen

Un instante de la serie 'Kalifat'
Un instante de la serie 'Kalifat'
Manuel Jabois

Cuando llega a Raqqa, capital del Estado Islámico en Siria, procedente de Estocolmo, donde era una niña de 13 años que bailaba, jugaba al baloncesto y se divertía con chicos, a Lisha le preguntan dónde ha aprendido lo que sabe del Islam. “De mis amigas, de mi hermana y de YouTube”. Inevitable pensar en Las vírgenes suicidas, la novela de Jeffrey Eugenides, la película de Sofía Coppola, y la frase que una de las hermanas Lisbon que se ha intentado suicidar le suelta a su médico cuando éste le dice que no tiene edad para saber lo mala que es la vida: “Está muy claro, doctor, que usted nunca ha sido una niña de 13 años”.

Lisha, personaje secundario de Kalifat, una serie sueca dirigida por Goran Kapetanovic y disponible en Netflix, es el mejor ejemplo del destrozo moral conseguido por un arma más sibilina y silenciosa que las bombas: la propaganda audiovisual del terrorismo islámico, la fascinación que ejerce, tutelada por la mano adecuada (en la serie Lancelot Ncube, el terrorista llamado El Viajero), en las mentes adolescentes. Lo describió de forma aplastante The Washington Post en un reportaje publicado en 2015: el surrealista mundo de la máquina de propaganda del ISIS. Mandan tanto los jeques como los jefes de producción, las ejecuciones se ensayan antes, las coreografías se filman una y otra vez hasta que estén listas (iluminación, sonido, posicionamiento de la cámara), el funcionario recita los cargos con una pizarra en la que le ponen lo que tiene que decir y su entonación, ha habido ejecuciones con software de efectos especiales para darle más dramatismo y, en fin, relata el Post de uno de los asesinatos en vía pública, “el verdugo encapuchado levantó y bajó su espada repetidamente para que las cámaras pudieran enfocar la espada desde múltiples ángulos, y la decapitación tuvo lugar sólo cuando el director del equipo de cámara dijo que era hora de proceder”. Los niños entre el público no apartan la mirada en los degollamientos e imitan la vestimenta de Yihadista John, asesino entre otros de James Foley, como si fuese una estrella de cine.

Lisha, influenciada por su hermana Sulle, a su vez adoptada ideológicamente por El Viajero, es el último eslabón de una red engrasada que infiltra el odio en los institutos hasta hacerles creer natural que, fuera de su Estocolmo natal, Raqqa, el último infierno creado sobre la Tierra para las mujeres, es su paraíso. Y así les enseñan el único lugar en el que sólo se puede ser buen musulmán: piscinas, palmeras, frutas frescas y dedicación a Alá; una ciudad de vacaciones ideal con el único defecto de que ellas, allí, no existen. Esta es sólo una de las tramas de una serie en la que confluyen otras dos (preparación de atentados e investigación policial) pero quizá sea la más oportuna y terrorífica: los padres de esas hermanas adolescentes que ven cómo sus hijas, poco a poco, son captadas por una secta hasta aparecer la mayor con la cabeza tapada en la mesa mientras el padre estalla: “¡Hemos venido aquí huyendo de eso!”. Y ni diciéndole que el ISIS era, en esencia, una organización terrorista dedicada a matar musulmanes, las descabalgan: “No son musulmanes, son infieles”. ¿Qué adolescente quiere dejar la tradicional democracia imperfecta de Occidente por un territorio en el que un testigo relataba esto a la periodista Natalia Sancha en EL PAÍS: “La semana pasada presencié cómo un niño de 10 años era atado en una cruz y recibía 25 latigazos por haber supuestamente robado. Le han tenido cuatro días de dos a siete de la tarde bajo el sol, sin agua, en un jardín en pleno centro. No puedes más que bajar la mirada impotente. Si hablas te matan”?

Muchas de las respuestas a esta pregunta se intuyen en Kalifat, que se estrenó ya con el ISIS derrotado y desalojado de sus bastiones. Que la serie sea sueca da una perspectiva realista y atenta: se cubre el espectro religioso sin estigmatizarlo (la mayoría de protagonistas son o tienen raíces musulmanas, son suecos de segunda o tercera generación, hijos de padre y madre de distinta nacionalidad y credo) y el país, en 2016, estaba considerado uno de los mayores exportadores per cápita de yihadistas de Europa: más de 300 personas, informó la BBC, se calculaba que viajaron desde Suecia a Siria e Irak a combatir con los terroristas. De esas personas, y de las miles en toda Europa que emprendieron el mismo camino, muchas quisieron regresar, arrepentidas. Mujeres, en su mayoría. Como Larisha. O como Pervin, la heroína de Kalifat. Enamorada de Husam -qué bien construida su relación- y del califato, los dos llegaron a Raqqa para vivir su sueño. Husam es responsable de logística del triple atentado que se producirá en Estocolmo y protagonista de una serie de secuencias involuntariamente cómicas. Le piden que, después de organizar la logística de los atentados, combata en el frente, y él, un pobre diablo, dice que ese no era el trato, que no puede combatir, que no vale para eso. Tanto insiste en su negativa que el jefe de su brigada le dice que está bien, no combatirá: será un mártir, se inmolará. Y esa cara de Husam en plan “a ver, joder, que no nos estamos entendiendo”.

En Pervin, su mujer, Raqqa ha obrado como suele: está hundida, muerta por dentro y por fuera, sujeta a privaciones de todo tipo, a violaciones, a violencia, a castigos, a la invisibilidad total del burka. Sin embargo se agiganta en el infierno, ejerce de espía, protege a su hija y en el último momento a su marido y a Larisha; paga un precio por su coraje. De ella y de la agente Fátima Zukic es una serie que retrata el horror de forma tan fidedigna, recrea la vida en el Estado Islámico de una manera tan cruda, que no gana nadie, ellas menos que nadie.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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