Perseguidos en sus países, cuidadores en España
Cristian, Santiago y Gleici son tres solicitantes de asilo y refugiados que pasaron de temer por su vida en sus países de origen a velar por la de los más vulnerables en España en el peor momento de la pandemia
Cristian, universitario nicaragüense de 20 años, repartió comida a los que se quedaron sin nada o con muy poco durante los peores meses de la pandemia en Sevilla. Santiago, colombiano de 22 años, movió camillas a planta y a quirófano y celebró altas —y lamentó muertes— en el hospital de Torrejón de Ardoz (Madrid) en abril de 2020, en pleno auge de contagios. Gleici, auxiliar sociosanitaria nacida en Venezuela hace 56 años, cuidó y acompañó a “abuelitos”, les duchó, vistió y les dio el desayuno en varios pueblos de la sierra de Madrid cuando nadie salía de casa. Los tres se vieron forzados a abandonar sus países y buscaron protección en España. Cristian es hoy solicitante de asilo y está a la espera de la resolución; el Ministerio de Interior ya le ha concedido el estatus de refugiado a Santiago, y Gleici goza de protección por razones humanitarias. Los tres llegaron de fuera y comenzaron inmediatamente a cuidar a los de dentro. Estas son sus vidas nuevas y las que dejaron atrás.
El activista que repartió comida en zonas empobrecidas de Sevilla
Cristian, estudiante de Administración y Dirección de Empresas en la Universidad Centroamericana (UCA) de Managua (Nicaragua), participó en las manifestaciones estudiantiles de 2018 contra el presidente de su país Daniel Ortega por imponer una retención del 5% a los pensionistas. El Gobierno de Ortega, a través de la policía y el ejército, reprimió con dureza las protestas. Las concentraciones prosiguieron ya en contra de la represión y como una forma de mostrar el descontento hacia el mandatario. A los seis meses del inicio de las protestas, 326 personas, en su mayoría manifestantes, habían muerto, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Cristian se libró por poco. “Me secuestraron los paramilitares, me torturaron y me amenazaron de muerte”, afirma este joven, cuya madre posó con una foto enmarcada de él para denunciar su desaparición. “Me soltaron a los cuatro días a cambio de que les diera información sobre otros estudiantes que acudían conmigo a las manifestaciones. Querían saber quiénes estaban al frente”, recuerda. “Pero no les iba a delatar”, asegura. Reunió dinero y a la semana siguiente abandonó Managua. 103.600 nicaragüenses salieron de su país en los dos años que van desde abril de 2018, cuando comenzó la crisis política y social, y la primavera de 2020, según Acnur.
Cristian huyó de este país centroamericano de 6,5 millones de habitantes junto con su madre, su padrastro y su hermano de 15 años a finales de enero del año pasado rumbo a Sevilla, donde residían unos familiares maternos. A salvo en España, pidieron asilo con el asesoramiento de la ONG Cear. El 77% de los refugiados nicaragüenses están acogidos en Costa Rica, aunque en Europa, España es el principal receptor de solicitudes de asilo de latinoamericanos por razones culturales y de idioma.
Al poco de decretarse el estado de alarma, Cristian contactó con Cruz Roja y se ofreció como voluntario en el reparto de comida y en la atención telefónica de los beneficiarios —mayores, familias de rentas bajas, enfermos—. Se empleó a fondo en voluntariado de lunes a viernes hasta agosto de 2020, cuando recibió la autorización para trabajar en España —el permiso se genera de forma automática a los seis meses de solicitar asilo—. Desde entonces atiende a clientes en un locutorio en Los Pajaritos, un barrio muy pobre al este de la ciudad donde reside con su familia.
Su trabajo en el locutorio, ya remunerado, supuso un avance en su asentamiento en España. Ahora quiere reanudar sus estudios en la universidad. Pero antes de intentarlo, Cristian va a seguir trabajando para pagar unos préstamos que pidió su familia cuando salieron de Nicaragua. “Uno tiene su mal de patria, extraño mi país”, reconoce. “No pude despedirme de mi familia y de mis amigos. Pero estoy mucho mejor que antes”, asegura. Cristian aguarda que le resuelvan su solicitud de asilo y confía en que le den protección internacional. 1.121 de sus compatriotas recibieron protección internacional en 2020, según la oficina de Asilo y Refugio dependiente del Ministerio de Interior, lo que supuso que un 26% de las solicitudes de nicaragüenses que se resolvieron ese año fueron favorables. El porcentaje total de solicitantes de asilo que recibieron protección internacional (estatuto de refugiado o protección subsidiaria) en España en 2020 fue del 5%.
Cuidados ininterrumpidos en la sierra de Madrid
La que ya goza de protección por razones humanitarias es la venezolana Gleici. Llegó a Madrid en diciembre de 2017 después de que “la cosa se pusiera fea”. Su hijo desertó del ejército y huyó a España por la mala situación económica y la falta de seguridad. La milicia llamaba a casa para preguntar por él. “Me decían que dónde estaba, me pedían que regresara”, afirma. “No te puedes fiar. Si vuelve a lo mejor lo matan y te dicen que ha sido un accidente. Se quitan de en medio a cualquiera que les estorbe”, añade. “Mi hijo se fue porque cargaba bolsas llenas de comida para los mandos superiores cuando él no tenía ni para comprar pañales a su hijo”, resume. Agobiada por las constantes llamadas intimidatorias y sin poder conseguir medicamentos para la diabetes que padece, decidió abandonar Venezuela con su hija mayor y reunirse con el primogénito. Allí aún quedan familiares cercanos que aguardan a poder salir. 40.401 venezolanos recibieron protección por razones humanitarias en España el año pasado, según Acnur.
Tras ser recibida en Madrid por el Samur Social, la ONG Cesal la apoyó y le proporcionó un curso de formación como auxiliar sociosanitaria. “Comencé las clases el 23 de septiembre de 2018, el 26 de diciembre realicé las prácticas y el 11 de enero tuve una entrevista de trabajo”, recuerda de memoria esta mujer, que vive en Vallecas en un piso compartido con una joven boliviana. La empresa para la que trabaja presta asistencia a ancianos y a otras personas dependientes en sus domicilios. Gleici, considerada población de riesgo por su enfermedad, no dejó de trabajar en todo 2020.
“He ido sola en el tren, sola en el autobús. No había nadie. Era una desolación”, rememora los peores meses del confinamiento. Gleici se movía de casa en casa por los pueblos de la sierra de Madrid (Alpedrete, Torrelodones, Hoyo de Manzanares…) para atender a unos seis ancianos o dependientes al día. “Me cambiaba de bata, mascarilla y guantes en cada casa para proteger a los abuelitos. Los familiares aprovechaban para llamarles por teléfono cuando me encontraba con ellos”, afirma esta oriunda de La Victoria, una ciudad de 172.981 habitantes a 80 kilómetros de Caracas, donde regentaba una tienda de comestibles.
Gleici recuerda la carestía e inseguridad que asolaba el país. “Iba a un consultorio cubano a por medicinas. A lo mejor se pagaban a 12 o 15 euros cuando antes costaban dos. Hubo un momento en el que se agotaron”, afirma. Era tal la escasez —Venezuela ha perdido el 65% de su riqueza entre 2014 y 2019, según el Fondo Monetario Internacional— que acudían a la panadería a las 2 de la madrugada para hacer cola hasta que abrían, a las 8. “Y te vendían cuatro o cinco pancitos para varias personas. No puedes comprar lo que quieras”, explica Gleici, que se turnaba con las vecinas para hacer la cola. “Íbamos sin efectivo para que no nos robaran mientras esperábamos. Justo cuando el comercio abría alguien de la familia te acercaba el dinero”, rememora esta antigua estudiante de Educación Especial, que espera obtener la nacionalidad española pronto. “Mientras tanto les ayudo con lo que puedo”, afirma desde su casa, donde se recupera de una fractura producida por una caída cuando Filomena provocó la gran nevada en Madrid. En cuanto reciba el alta va a reanudar el cuidado de los mayores.
Un celador con la covid descontrolada
Al este de Madrid, en Torrejón de Ardoz, vive el colombiano de 22 años Santiago. Salió de su país hace dos años por amenazas y persecución. A este joven le cuesta contar sus vivencias. “Son cosas muy complicadas, muy duras. Muchas veces no quieres recordar lo que te pasó”, afirma. A su madre, que trabajaba en una tienda junto a su tía en Pereira (467.269 habitantes, oeste de Colombia), la extorsionaron y la llegaron a secuestrar. Ella, con intención de proteger a su familia, mandó a Santiago al ejército. Pero la situación no mejoró. “Intentamos hacer vida allá pero fue imposible”, afirma. Se vieron forzados a cambiar de domicilio y en última instancia abandonaron el país.
Acogido por la ONG Cesal, Santiago se formó como técnico de Atención Sociosanitaria. Trabajó en una residencia de mayores a finales de 2019 y cuando estalló la pandemia se postuló para acceder al hospital de Torrejón como celador. Cubrió una baja en abril de 2020. De sobra es conocido lo que vivió este joven y el resto de sanitarios esos días. “Me llenaba de alegría cuando veía a enfermos que se recuperaban”, afirma. “Pero sobre todo me quedo con el día que trabajé en un quirófano donde se estaba practicando una cesárea. Ver nacer a alguien es increíble”, rememora este ciclista aficionado, que desde septiembre del año pasado trabaja a tiempo completo como mozo de almacén en horario de 19 a 3.
Santiago posee el estatus de refugiado y espera seguir formándose en el sector sanitario, una profesión que nunca pensaba que iba a desempeñar y que le encanta. “Aquí me siento más seguro. Estoy libre, estoy más contento”, asegura. Su abuela, su madre y otros familiares viven cerca. No es su casa pero se le parece.
Homologación títulos académicos
La súbita huida de muchos desplazados les impide reunir documentación y expedientes que acrediten su formación. A sanitarios con experiencia en sus países de origen les cuesta probar que están capacitados. La Unesco ha impulsado iniciativas para facilitar estos trámites pero en España aún hay procesos de homologación de títulos complejos. María Zabala, la responsable del Área de Acogida y Soluciones Duraderas de Acnur, comenta: “Muchos refugiados huyen por ser perseguidos y no pueden ponerse en contacto con las autoridades de su país, por lo que les cuesta más reunir la documentación acreditativa de sus estudios o simplemente no pueden”. Y añade: “Hay personas que llevan 20 años ejerciendo su profesión y no pueden demostrarlo cuando llegan a un país nuevo”.
En este último año en el que ha habido carestía de trabajadores del sector sociosanitario se han acelerado algunos trámites de homologación. “El impacto no ha sido masivo. Se requiere mucho tiempo para llevar a cabo las validaciones. Habría que desarrollar mecanismos alternativos para facilitar la homologación y confirmar las competencias de los refugiados que no pueden aportar documentación acreditativa”, afirma.