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TintaLibre
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Pastillas, pastillas, pastillas

‘TintaLibre’ recoge las reflexiones de Sara Berbel, que analiza la medicalización del sufrimiento humano, su vínculo con el individualismo y el impacto en la salud mental, así como las alternativas colectivas

Gente haciendo cola en una farmacia.
Gente haciendo cola en una farmacia.Album / Ikon images / Vlada Kram
Sara Berbel Sánchez

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El psiquiatra Franco Basaglia defendía que, bajo toda enfermedad mental, late un conflicto social. Sin llegar a ese extremo, y constatando el origen biomédico de algunos trastornos psíquicos, cabe afirmar que la medicalización se ha extendido como un bálsamo de Fierabrás, que cura milagrosamente todas las heridas. El malestar cotidiano, esas grietas que el vivir va abriendo en nuestras mentes, se convierte en terreno de la psiquiatría. Las condiciones socioeconómicas, el peso de la desigualdad, el dolor vital que es inherente al ser humano, han sido encapsulados bajo diagnósticos que encuentran su respuesta en una pastilla. Este cambio de paradigma no es menor; redefine la forma en que concebimos la salud mental y, con ello, nuestra humanidad misma. Sin embargo, una sociedad que medicaliza su sufrimiento es una sociedad adormecida y, poco a poco, apaga su capacidad de respuesta, su potencia democrática. Cuando el malestar se silencia con fármacos, también lo hacen las preguntas que nacen de él, las rebeliones, las luchas que buscan transformar lo que duele en justicia.

Perder a alguien querido y transitar un duelo, sentirse desmotivado y ver menguada la productividad en el trabajo, vivir una experiencia que hiere, experimentar dificultades para alcanzar el orgasmo, enfrentar los cambios de la menopausia o temblar ante el desafío de hablar en público: para cada una de estas situaciones, sin duda, habrá una pastilla al alcance de la mano. Si su hijo o hija en edad escolar tiene dificultades para concentrarse en clase, muestra problemas de disciplina o lucha por adaptarse al entorno, también habrá un diagnóstico y un tratamiento farmacológico disponible, porque estas vivencias tan humanas han sido con frecuencia transformadas en síntomas de enfermedades psiquiátricas.

El progresivo individualismo no ha sido ajeno a esta deriva biomédica, al promover una nueva concepción de salud mental que promueve un tipo ideal de persona resiliente, optimista, “empoderada”, individualista y económicamente productiva. Las personas que se alejan de ese modelo corren el riesgo de ser diagnosticadas con un trastorno mental. Uno de los ejemplos más claros ha sido la construcción de un nuevo relato sobre el origen del desempleo. Las causas del paro cada vez se desvinculan más de unas políticas sociales injustas y se atribuyen a la carencia de determinadas cualidades personales como fuerza de voluntad, capacidad de esfuerzo, tenacidad y ambición. De este modo, las personas en paro pasan a ser responsables de su situación y se someten a programas para subsanar sus deficiencias. En realidad, lo imperativo sería trabajar con los agentes económicos que podrían revertir la situación socioestructural del desempleo y los sesgos que expulsan a algunos colectivos del mercado laboral, como son las personas mayores de cincuenta años o las mujeres.

El progresivo individualismo no ha sido ajeno a esta deriva biomédica, al promover una nueva concepción de salud mental que promueve un tipo ideal de persona resiliente, optimista, “empoderada”, individualista y económicamente productiva. Las personas que se alejan de ese modelo corren el riesgo de ser diagnosticadas con un trastorno mental

Hemos llegado a un punto en que a menudo achacamos el sufrimiento cotidiano a deficiencias personales en lugar de vincularlo a unas condiciones sociales, políticas o laborales negativas. Este cambio cultural libera a los gobiernos y administraciones públicas de las obligaciones que la socialdemocracia les había impuesto de velar por la igualdad, cuidar y proteger a la población, al tiempo que hace recaer la responsabilidad (y la culpa, un eje importante de todo este proceso) en las personas que las padecen.

Es curioso, cuando menos, que los notables avances científicos en salud, responsables de un enorme aumento en la esperanza de vida en las sociedades occidentales, no encuentren eco en una mejora equivalente de la salud mental. Al contrario, en los países desarrollados, el masivo incremento en el consumo de medicamentos para tratar trastornos mentales no ha logrado mejorar el bienestar psicológico colectivo. Más bien asistimos a un deterioro alarmante de la salud mental, un declive al que, paradójicamente, parece contribuir la propia medicalización.

En España, la salud mental empeora de forma acelerada. El Informe Anual del Sistema Nacional de Salud de 2023 muestra que los trastornos en la juventud se han duplicado desde el 2016. Esta cifra se acompaña de un notable incremento en los trastornos del aprendizaje: un 26% más que en 2016. Tampoco entre los mayores hay mejores datos: la prevalencia de trastornos mentales en personas de más de 50 años es de un 40% y alcanza a la mitad de la población en los mayores de 85.

Estos elevados índices de malestar psicológico conducen a que casi cuatro millones y medio de españoles tomen ansiolíticos e hipnóticos a diario, un 11% más que hace una década. Por su parte, el consumo de antidepresivos ha aumentado hasta un 45% en los últimos años, alcanzando a 4,6 millones de españoles que los toman diariamente según la Fundación AXA (2024). Parece evidente que este elevado nivel de medicalización no está dando los frutos esperados, ya que la tasa de trastornos mentales, lamentablemente, continúa creciendo.

Del sufrimiento humano al trastorno mental

Desde la década de 1980 se ha venido ampliando la definición de enfermedad mental para abarcar cada vez más ámbitos de la experiencia humana. A principios de los años setenta se reconocían ciento seis trastornos mentales: en la actualidad se definen más de trescientos setenta.

El DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales) es la principal referencia que define y describe todos los trastornos mentales reconocidos por la psiquiatría. Curiosamente, su versión quinta (la última) ocupó en 2013 el primer lugar en la lista de los libros más vendidos de Amazon en su ámbito. La conversión de este manual en un bestseller tuvo que ver con su gran difusión, pero, sobre todo, se debió al alud de críticas que cosechó, al considerarse su ampliación de trastornos psiquiátricos poco o nada justificada científicamente. Más de cincuenta asociaciones internacionales de salud mental acusaron al DSM-V de medicalizar en exceso el sufrimiento humano, al reducir los umbrales diagnósticos y al ampliar su abanico de trastornos mentales. Los propios participantes del comité de redacción reconocieron que tenían pocos datos científicos en que apoyarse y que la mayoría de las nuevas definiciones fueron fruto de un consenso clínico entre ellos, o bien de votaciones a mano alzada. El psicólogo James Davies en su libro Sedados (2022) entrevista a varios de los expertos participantes en la elaboración del DSM-V que explican en primera persona la fragilidad de la base de las decisiones que se tomaron.

Cabe suponer que, a medida que los diagnósticos médicos se multiplicaron, también lo hicieron las recetas, generando pingües beneficios para las empresas farmacéuticas. Estos medicamentos se han vuelto tan comunes que muchas más personas de las que imaginamos llevan en sus bolsillos alguna benzodiacepina, uno de esos psicotrópicos diseñados para mitigar el malestar emocional, el insomnio, la ansiedad o el estrés.

A medida que los diagnósticos médicos se multiplicaron, también lo hicieron las recetas, generando pingües beneficios para las empresas farmacéuticas. Estos medicamentos se han vuelto tan comunes que muchas más personas de las que imaginamos llevan en sus bolsillos alguna benzodiacepina, uno de esos psicotrópicos diseñados para mitigar el malestar emocional, el insomnio, la ansiedad o el estrés

La cuestión es que, al reformular el sufrimiento para vincular su origen a causas individuales, se induce a las personas a pensar que el problema está en ellas mismas, no en el contexto social en que viven. Y, al medicalizar aquellos comportamientos que perturban el orden establecido (en los trabajos o en las escuelas) disminuye la posibilidad de trabajo colectivo para intentar cambiar las condiciones estructurales que provocan malestar.

La medicalización no es inocua

A lo largo de mi carrera profesional se han sentado en mi despacho muchas personas que han compartido conmigo sus problemas vitales y las soluciones a su alcance, casi siempre promesas de calma y bienestar en forma de sedantes o antidepresivos. Muchas se ven obligadas a coger la baja laboral (bajas que se han duplicado en los últimos siete años por causa psicológica). Entre la incertidumbre está también presente el fantasma de la duda. ¿Será el remedio peor que la dolencia? Y tienen razón en dudar. La evidencia científica disponible muestra que el uso prolongado de psicofármacos puede acarrear una amplia gama de problemas tanto físicos como psicológicos.

Robert Whitaker profesor de Harvard, puso de manifiesto en Anatomía de una epidemia (2015), que, con frecuencia, las medicaciones empeoraban la situación de aquellos a quienes pretendía ayudar, ya que los psicofármacos tomados a largo plazo eran más perjudiciales que dejar de tomarlos. Su libro fue muy criticado, pero su tesis recibió un gran respaldo en 2017, cuando un amplio estudio sobre el uso prolongado de antidepresivos, publicado en Psychoterapy and Psichosomatics evaluó la evolución de más de tres mil pacientes durante nueve años. Los resultados mostraron que los pacientes medicados presentaban síntomas significativamente más graves que quienes habían interrumpido el tratamiento. Incluso algunas personas que no recibieron tratamiento (a igual diagnóstico) tuvieron mejor evolución al cabo de los años, a igualdad de diagnóstico, que los medicalizados. La conclusión vino a sumarse a las investigaciones que avalaban la idea de que los antidepresivos pueden tener beneficios a corto plazo, pero su uso prolongado puede no ser tan beneficioso como desearíamos, dejando así un regusto agridulce sobre las esperanzas concebidas.

Otra de las consecuencias de la medicación prolongada es la propia concepción de la persona que los toma. Un metaanálisis publicado en la Clinical Psychlogical Review en 2013 mostró más autoestigmatización, más autoculpabilización, expectativas de futuro más negativas y más pesimismo en cuanto a su recuperación que quienes trataron sus problemas con otras vías diferentes a las químicas. Estos resultados mostraron que la medicación, contrariamente a las expectativas creadas, no cura el estigma, sino que podría incluso ser una barrera para la recuperación.

Mujeres y jóvenes sobremedicados

Son sobre todo mujeres, jóvenes o mayores quienes más se medican contra la ansiedad, la depresión o el estrés. He dedicado parte de mi trabajo durante las últimas décadas a mostrar cómo la desigualdad es un factor a tener en cuenta en la salud mental femenina. La precariedad en sus condiciones laborales, la brecha salarial, el nivel superior de pobreza, la dificultad de compaginar la vida profesional con la familiar y la personal, entre otros condicionantes, elevan el nivel de ansiedad y depresión entre ellas. Por otra parte, la exigencia social de perfección sobre el cuerpo femenino y sobre sus diferentes roles (la llamada superwoman) inciden directamente en un malestar psicológico significativo. Las jóvenes son especialmente sensibles a los reclamos de belleza y estética de las redes sociales, pero también las mayores son sujeto de minusvaloración e invisibilidad cuando llegan a la temida etapa de la menopausia. Todo ello provoca malestar y, en seguida, la correspondiente medicalización.

La revista The Lancet, en marzo de 2024, dedicó su editorial y diversos artículos a la menopausia, reconociendo que las compañías comerciales y los intereses farmacéuticos han sobremedicalizado este periodo. La definición de esta transición vital como una patología estrógeno-deficiente, que debe ser tratada con el reemplazamiento de hormonas, estimula las actitudes negativas hacia la menopausia y exacerba su estigmatización y el edadismo. The Lancet exige que se consideren los elementos contextuales, individuales, psicológicos, políticos y sociales en los que se produce la experiencia de cada mujer y no se aborde, exclusivamente, desde el enfoque biomédico.

Las compañías comerciales y los intereses farmacéuticos han sobremedicalizado la menopausia. La definición de esta transición vital como una patología estrógeno-deficiente, que debe ser tratada con el reemplazamiento de hormonas, estimula las actitudes negativas hacia la menopausia y exacerba su estigmatización y el edadismo. The Lancet exige que se consideren los elementos contextuales, individuales, psicológicos, políticos y sociales en los que se produce la experiencia de cada mujer y no se aborde, exclusivamente, desde el enfoque biomédico

La juventud es otro colectivo que aumenta su medicalización de forma alarmante. El número de niñas y niños clasificados como alumnado con necesidades especiales se ha duplicado desde inicios del siglo XXI. Depresión, ansiedad, trastornos de conducta, síndrome de Asperger y síndrome de déficit de atención e hiperactividad (TDAH) son los diagnósticos más frecuentes. A la par que los nuevos diagnósticos aumentan la prescripción de medicamentos psiquiátricos a niños y adolescentes en los principales países occidentales. Lo fácil es achacar al profesorado falta de ética o autodefensa organizativa, como se ha criticado con frecuencia. Sin embargo, habría que destacar las tensiones estructurales que sufren los centros escolares: recortes en educación, disminución de recursos, exigencias de nivel académico, creciente volumen de tareas administrativas o agotamiento laboral ante una sociedad infantil cada vez más compleja y diversa. De hecho, existe una mayor incidencia de problemas de salud mental asociados al trabajo entre el profesorado que en el conjunto de la población como mostró Barbara Skinner en Educational Review (2019).

En las escuelas las dificultades emocionales se consideran con frecuencia indicativas de una enfermedad mental que se teme pueda ser precursora de una complicación psiquiátrica más grave, sin que haya evidencia científica sobre ello. Experiencias cotidianas como la ruptura de amistades, ser el más pequeño de la clase o tener dificultades de concentración, cada vez entran más en la categoría de trastornos. Un estudio de Sami Timimi (2024) sobre la psiquiatrización escolar muestra que al profesorado le cuesta diferenciar la simple mala conducta de un trastorno mental, o bien considera una responsabilidad excesiva tener que determinarlo. ¿La consecuencia? Un aumento de un 25% de las derivaciones de niños a salud mental en los últimos cinco años. Las implicaciones de tener medicados a nuestros jóvenes van mucho más lejos de su incidencia personal, ya que conducen a una inhibición política y comunitaria.

El psicólogo Jonathan Haidt, en La generación ansiosa (2024) muestra cuán curativa es la acción colectiva para intentar mejorar el mundo. Épocas que han sido tanto o más duras que la nuestra, como los años previos a la Segunda Guerra Mundial o la enorme crisis de los setenta, no mostraron tasas de ansiedad o depresión superiores a las actuales. Cuando la juventud se une a una causa política o reivindicativa, no se deprime. Sí lo hace, e incluso contempla el suicidio, cuando se siente aislada, sola o inútil.

Sí hay alternativas

Puesto que el actual enfoque medicalizado parece no estar funcionando, cabe preguntarse qué tipo de actuaciones podrían mejorar el malestar cotidiano de la población.

Sabemos que una mayor desigualdad económica está estrechamente vinculada a problemas sociales y de salud. Picket y Wilkinson, en 2019, demostraron que la prevalencia de enfermedades mentales es el doble en las sociedades desiguales en comparación con las más homogéneas e igualitarias. En otras palabras, los niveles más altos de ansiedad se registran en los contextos más desiguales, lo que refuerza la idea de que las dolencias mentales son, en su mayor parte, de origen psicosocial. El filósofo Bernat Castany y yo misma señalábamos en Obedecedario patriarcal, estrategias para la desobediencia (2024) cómo quienes viven en la precariedad y la pobreza tienden a caer en una especie de “apatía resignada”, convirtiéndose en seres políticamente desactivados. La psicofarmacología, por su parte, acompaña y refuerza este fatalismo capitalista, ya que la sedación neutraliza las energías vitales necesarias para el cambio, tanto a nivel colectivo como personal. Lejos de cuestionar el statu quo, lo consolidan.

Por tanto, los determinantes sociales deben ocupar un lugar central en la interpretación y gestión del sufrimiento mental, sea en las escuelas, en las empresas, en los centros de salud o en los barrios. Y hay que diseñar políticas sociales mentalmente saludables que impliquen atención psicológica e intervenciones con perspectiva psicosocial y de apoyo mucho más amplias a la comunidad y al universo relacional, que impulsen cambios estructurales en el trabajo, atención a las discriminaciones, desigualdad y exclusión social, y no conformarse con actividades superficiales de bienestar laboral.

No menos decisivo será superar las resistencias de la corriente psiquiátrica dominante: al fin y al cabo, en el tiempo de una sesión de psicoterapia es posible tratar a tres o cuatro personas con psicofármacos y aumentar así el producto por hora del trabajo clínico. Pero, ¿cómo puede un médico de familia resolver ese tipo de problemas en una consulta de apenas cinco minutos? Tampoco su formación le ha preparado para ello así que, muy probablemente, ese paciente reciba una receta, desplazando nuevamente el foco al interior de la persona.

Algunas iniciativas innovadoras prometen un futuro más esperanzador. El Ministerio de Salud de Noruega implementó en 2016 un programa piloto en algunos hospitales psiquiátricos seleccionados de 4 administraciones regionales. Este programa tenía como objetivo introducir tratamientos sin fármacos, respondiendo a las demandas de asociaciones de pacientes. Se basaron en programas como el “Diálogo abierto” de Laponia, que logró recuperaciones en trastornos graves sin recurrir a fármacos. También se inspiraron en experiencias internacionales como “Hearing voices” y “Soteria House”, que han conseguido resultados iguales o superiores al tratamiento farmacológico mediante el apoyo comunitario. Demostraron, una vez más, que establecer relaciones sinceras, de confianza y facilitadoras de tipo comunitario es el factor más decisivo para la recuperación de una persona.

Canadá ocupa el tercer lugar en el ranking del bienestar infantil entre treinta países, según la OCDE. Su modelo de afrontamiento terapéutico se basa en la cooperación, el cultivo de relaciones, la creación de vínculos comunitarios, así como el fomento de la creatividad y el aprendizaje artístico. En palabras del psicólogo Jonathan Haidt, esto significa luchar contra las dos tendencias actuales que definen la generación ansiosa: la sobreprotección en el mundo real y la infraprotección en el virtual. Regresar a la comunicación personal, al mundo de los cuerpos físicos, a los afectos y al juego libre en los patios de los colegios o en el barrio junto a los amigos es la clave.

Existe la posibilidad de que el sufrimiento cotidiano, lejos de ser silenciado, alce el vuelo y se transforme en un motor de cambio, y que la acción compartida, ya sea comunitaria, interpersonal o política, se convierta en una alquimia social que transmute el dolor individual en sanación colectiva. Esta sería, probablemente, la terapia más poderosa.


Sara Berbel Sánchez es doctora en Psicología Social y su útimo libro, en colaboración con Bernat Castany, ha sido Obedecedario patriarcal (Anagrama, 2024).

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