Un caso de pederastia en el elitista colegio de El Pilar y una carta de perdón que nunca llegó: “Me violaba y me limpiaba las lágrimas”
Cristina Pérez sufrió abusos sexuales cuando era una niña en los años setenta por un cura marianista en Madrid. Lo denunció a la orden, que le prometió una carta de perdón y una reparación que nunca llegaron. Pérez murió hace un mes sin recibir justicia
EL PAÍS puso en marcha en 2018 una investigación de la pederastia en la Iglesia española y tiene una base de datos actualizada con todos los casos conocidos. Si conoce algún caso que no haya visto la luz, nos puede escribir a: abusos@elpais.es. Si es un caso en América Latina, la dirección es: abusosamerica@elpais.es.
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En una pared de su casa en Minot, en Dakota del Norte (Estados Unidos), Cristina Pérez tiene un altar donde exhibe los logros personales que ella y su difunto marido Roger, un marine que participó en la guerra del Golfo, consiguieron a lo largo de su vida. Las medallas militares y varias fotografías de la pareja comparten espacio con la camisa repleta de insignias que Pérez vistió cuando trabajaba como bombera y conductora de ambulancias en el departamento de bomberos de Brookline, en Misuri. Solo quedaba un hueco libre que decidió tapar hace un año con un folio con los bordes garabateados y la frase manuscrita “CARTA DE LA IGLESIA”. Ese pedazo de papel guardaba el sitio donde iría, enmarcado, el último gran triunfo de Pérez: una carta oficial de la congregación de los marianistas de España donde le pedía perdón por los abusos que sufrió de niña a manos del sacerdote Juan Carlos González de Suso, fallecido en 2014, durante los años setenta en Madrid. El provincial de la orden, Iñaki Sarasua, le garantizó en noviembre de 2023, poco después de que Pérez le denunciase su caso, que la misiva de perdón no se demoraría mucho y le aseguró que paralelamente llegarían a un acuerdo para pagarle una reparación económica. La carta nunca llegó. Pérez murió el pasado 3 de este septiembre en el hospital de Minot por culpa de una repentina y breve enfermedad respiratoria. Tenía 57 años y, como decenas de víctimas de pederastia clerical, jamás encontró justicia.
Su hermana Ana, la persona que animó a Cristina a denunciar su caso y la elegida por ella como su representante legal en el proceso de reparación, no ha tirado la toalla y lucha para que la compensación económica y la carta de perdón lleguen a la casa de Pérez. El mes pasado, comunicó a la orden la triste noticia de la partida de su hermana y su intención de seguir con el proceso de reparación. “El abuso afectó a toda la familia y es transgeneracional, con lo que la reparación se repartiría ahora entre las hijas de Cristina”, explica Ana. Los marianistas fueron rotundos: “Ni la carta de perdón ni la reparación económica tienen sentido ya, una vez que Cristina ha fallecido”.
EL PAÍS acompañó a Pérez durante el último año de su vida. Este periódico ha tenido acceso a las grabaciones de varias de las reuniones entre esta víctima, su hermana Ana y los altos cargos de la orden, y a los correos electrónicos que se intercambiaron. Al final de este proceso, que se fue demorando, Pérez quería publicar su historia en este periódico para animar a otros afectados a contar su caso y dar a conocer las dificultades que las víctimas de abusos deben enfrentarse para ser reconocidas como tales y recibir una indemnización.
Capítulo 1: Un infierno en los barrios de Retiro y Salamanca
Pérez nació a finales de 1966 en una familia en el barrio de Retiro, en Madrid. Su madre se quedó viuda tres años después de que Cristina naciera y tuvo que sacar adelante a siete hijos. Los tres chicos mayores cursaban estudios en el colegio para niños Santa María del Pilar, centro hermano del que había en el cercano barrio de Salamanca, Nuestra Señora del Pilar, coloquialmente conocido como El Pilar y donde se educaron varios de los grandes líderes de la Transición y el mundo empresarial: el expresidente José María Aznar, el exministro Alfredo Pérez Rubalcaba o el periodista Juan Luis Cebrián. Ella iba a otro centro educativo y, según su versión, los abusos se produjeron tanto en el colegio Santa María del Pilar como en el Nuestra Señora del Pilar, además de en la casa de ella.
En ese ambiente, un día, apareció por su casa el sacerdote González de Suso, el párroco del colegio. Así lo contaba Pérez en una videollamada con este periódico:
—Se ofreció a ayudar a mi madre dándole clases particulares por las tardes a mis hermanos mayores. Venía a casa mientras mi madre trabajaba. Los sentaba en la cocina y les obligaba a estudiar y no levantar la cabeza de los libros. Tenía una sonrisa contagiosa, a veces iba vestido de negro y otras de normal. Siempre me traía una piruleta y, por eso, yo tenía ganas de que viniese por las tardes.
Los primeros recuerdos sobre los abusos se tornan lejanos en la mente de Pérez. Mientras sus hermanos hacían los deberes, relataba Pérez, el cura le cogía de la mano y se la llevaba a una habitación. “En esos momentos me decía que quería ser muy amigo mío, pero que tenía que ser una cosa solo entre nosotros. Yo no sabía qué era un secreto a esa edad. Él me repetía que trabajaba con Dios y la virgen María. Poco a poco fue tocando mis partes íntimas por encima de mis braguitas de perlé”. Con el tiempo, sigue el relato de Pérez, fue tocándola más y más. “Empezó a enseñarme su pene y me amenazaba diciéndome cosas como: ‘Si lo dices le quitarán tus hermanos a tu madre’ o ‘si lo cuentas, a tu madre la pueden matar. Luego, más adelante, cuando yo era un poquito más mayor, empezó a violarme en un cuarto aislado que había en casa. Recuerdo que me dolía mucho. Si lloraba mientras me penetraba, me volvía a amenazar”, describía a este periódico.
González de Suso era un tipo importante en el barrio, querido y admirado por los vecinos. No daba clase, sino que era el párroco de la capilla levantada en el colegio donde, además de dar misa durante el horario escolar, oficiaba la eucaristía los domingos para los vecinos del barrio.
Las agresiones, contaba Pérez, se alargaron durante años, tanto en su casa como en la habitación del sacerdote, en el colegio al que iban sus hermanos y en El Pilar. Pérez recuerda que el sacerdote la metía en “un coche negro con una raya roja” (un taxi de la época), le daba unos polvos para que los esnifara y la conducía a una sala donde la violaba “junto a otros hombres” que también estaban allí. “Me desnudaba, me violaba y me limpiaba las lágrimas mientras me decía que ‘con eso iría al cielo”.
Los marianistas españoles han recibido acusaciones de abusos contra 18 de sus religiosos, la mitad de los acusados impartían clase en en los centros que la orden tiene en Madrid cuando sucedieron los hechos. Una de ellas hace referencia al colegio donde iban los hermanos de Pérez. La orden afirma a EL PAÍS que le dio credibilidad al relato de Cristina, pero no a todo. Afirma que en su única entrevista con ella nunca citó el nombre de los colegios donde el agresor le llevaba ni tampoco le contó la parte del relato donde fue abusada por otros hombres. “El relato se fue volviendo cada vez más inverosímil”, dice la congregación. En cuanto a la reparación económica afirma que “estaría abierta a asumir una reparación económica si, presentado el caso a la comisión de estudio de reparaciones recién creada para toda la Iglesia en España, esta viera justa y procedente una determinada reparación a sus descendientes”.
Pérez, ya con 13 años, se quedó a vivir con su abuela en Galicia. Regresó a Madrid tres años después y el padre Gonzalo de Suso ya no estaba. La orden lo había traslado a Cádiz, de la noche a la mañana. Aunque González de Suso ya no estaba en Madrid, el terror seguía, como una sombra, persiguiendo a Pérez. Su madre se volvió a casar con un diplomático norteamericano y, a mediados de los ochenta, se fueron todos a vivir a Ottawa, Canadá. En ese nuevo país, Cristina guardó en un rincón de su memoria, ocultos, las agresiones del padre Gonzalo de Suso hasta que conoció al amor de su vida, Roger Brogue.
Capítulo 2: Denunciar la pesadilla
Durante sus primeros años de casados, ya en EE UU, ni Pérez ni su marido Roger entendían por qué la depresión se enquistaba a ella como una sanguijuela. Decidieron que lo mejor era ir a un psicólogo y allí, en la consulta, el horror de su niñez comenzó a salir. “Los recuerdos fueron apareciendo poco a poco. Era como si llevara a cuestas una mochila y, cada vez que salía de allí, alguien me metía una piedra más”, explicó a EL PAÍS. Eran los años 2000. En ocasiones, su salud mental era tan débil que pasaba días enteros en la cama y se aferraba a los antidepresivos como su único salvavidas. Su hija Amanda, de 31 años, recuerda aquellos años como una línea dentada con picos de alegría y bajones abismales: “Un día me compré un vestido para un baile importante del instituto y fui corriendo a casa para enseñárselo. No la encontré y fui al baño. Me la encontré en la bañera, con una vía puesta en el brazo que la estaba desangrando lentamente”.
Pérez comenzó a contar, a muy poca gente, cosas de lo que había sufrido. En 2016, mientras trabajaba de técnica de ambulancia, acudió a una llamada de un niño de 12 años que había sido violado por su padre. Esto provocó en ella, a raíz de sus experiencias con González de Suso, una terrible crisis y nunca más pudo volver a trabajar.
Los años pasaron, su marido falleció en 2019 y el recuerdo de los abusos permaneció a solas con ella, hasta hace un par de años. Su madre, que entonces también vivía en EE UU, enfermó de demencia. Nunca había hablado de los abusos con ella. Pero un día, en el que Pérez la llamó por teléfono, soltó una frase:
—El padre Juan Carlos vivía con su madre en la calle Ibiza y hay que ir a buscarlo para llevarlo a juicio.
Su madre sabía algo de los abusos, pero Pérez no pudo sacarle más información debido al estado de demencia y llamó a su hermana Ana, que también reside en EE UU, le contó sobre el padre Juan Carlos y le preguntó si ella también sabía algo. Ana desconocía hasta entonces todo lo que le había hecho González de Suso y, de inmediato, fue su apoyo más cercano. Se convirtió en sus ojos, su boca y sus manos. Viajó a Madrid a lo largo de 2023 para investigar qué fue de González de Suso. Visitó los dos colegios de la orden en la capital, los lugares que su hermana recordaba donde el sacerdote la violó. La información sobre el sacerdote que Ana entregó a este periódico y la que reside en las hemerotecas y la web revela que la vida del sacerdote fue una sucesión de traslados.
González de Suso empezó como profesor marianista en 1948, en el colegio gaditano de la orden en Jerez de la Frontera. Tras pasar por el colegió de Santa Ana y San Rafael de la capital, llegó al de Cádiz donde en 1966 fue nombrado director. Un año después fue trasladado a la parroquia del colegio de Santa María en Madrid, donde entabló amistad con la familia de Cristina. En 1983, la orden lo envió de vuelta a Cádiz “por problemas de salud” y en 1985 a Valladolid. Regresó al centro de El Pilar en 1987 y allí estuvo siete años como profesor. Luego, hasta su jubilación, fue capellán en otro colegio de la orden en Madrid. Conocer que su agresor había muerto en 2014, le dio a Pérez la fuerza que necesitaba para dejar atrás el miedo y denunciar el caso.
Capítulo 3: La larga espera
Ana gestionó la primera denuncia ante el Defensor del Pueblo en septiembre del año pasado, que en ese momento se encontraba ultimando el informe sobre pederastia clerical que le había encomendado el Congreso de los Diputados. Paralelamente, entabló contacto con los marianistas para comunicar el caso. Organizó una videollamada con los responsables de la orden y su hermana relató lo vivido. En esa primera entrevista, en noviembre de ese año, la congregación le pidió perdón y acordaron poner en marcha el proceso de reparación. Lo que pedía Pérez eran tres cosas: una carta de perdón donde figurasen fechas y nombres de los afectados (ella y su familia) y verdugos (el agresor y los responsables eclesiásticos), una reparación económica de 800.000 euros (por los años en los que no pudo trabajar y los grandes gastos médicos y psicológicos) que integrase un viaje a España para reencontrarse con su país —que se había negado a pisar desde 1985 por miedo a su agresor— y terapia psicológica. Los marianistas, a través de su provincial, Iñaki Sarasua, se comprometieron a alcanzar un acuerdo sobre estas cuestiones y Pérez, a través de Ana, envió un borrador del modelo de la carta que ella deseaba.
Los marianistas eligieron a Eshmá, una organización externa de atención a víctimas, para que Pérez recibiera un acompañamiento psicológico, mientras que, paralelamente, gestionaban con Ana cómo iba a ser la carta de perdón y la reparación económica. Pero unos meses después, el provincial cambió de parecer y escribió a las hermanas para decirles que su “Consejo” le había dicho que lo ideal era que llegase al final del proceso, y no al principio. También acusaba a Ana de que el borrador era “una declaración de carácter legal”. “El único motivo para empeñarse en consignar todos esos datos sería querer utilizarlos después judicialmente de algún modo”.
El cruce de correos y reuniones siguió varios meses más, hasta junio de 2023, cuando un abogado y gerente de los marianistas les propuso que la reparación económica la revisaría una comisión independiente, la terapia psicológica únicamente beneficiaría a Pérez y la carta de perdón no incluiría a su familia. Pérez envió una contestación reclamando el formato de su carta inicial, pero tenía la sensación de que, próximamente, se haría justicia. La esperanza le acompañó hasta la cama del hospital donde murió dos meses después.
La salud psicológica de Pérez, pese a los altibajos del proceso con los marinistas, mejoró considerablemente gracias al optimismo de que sus peticiones se hicieran realidad. Empezó a salir de casa y pasó más tiempo con su familia. Amanda dice que ese último año fue maravilloso: “Tengo 31 años. Cambiaría los primeros 30 de mi vida por volver a vivir este último con mi madre. Es lo más duro, ahora era cuando mi madre estaba empezando a vivir”. Amanda es una víctima colateral de González de Suso, al igual que Ana. Los abusos que sufrió su madre incidieron en ella privándole de una infancia feliz. Por eso, considera que la respuesta de la orden de no dar la reparación y la carta es vergonzosa. “Aunque ella este muerta, importa. Lo que le ha pasado, importa. Lo que me ha pasado a mí, importa. ¡Todavía importa!”.