¡Cuán largo me lo fiáis!
La reunión de urgencia con los presidentes de las Conferencias Episcopales, presentada como extremadamente excepcional, será… dentro de cinco meses largos
En el quemadero que es la pederastia, a Francisco le está ocurriendo lo que a su predecesor, Benedicto XVI. Le falta mano de hierro. Peor aún: carece de autoridad, si es que quisieran ejercerla. Esto dijo el Papa alemán en 2010 sobre la escandalera que le acosaba ya entonces: “Es una gran crisis. Ha sido estremecedor para todos nosotros. ¡Tanta suciedad! Ver de pronto tan enlodado el sacerdocio y, con él, a la misma Iglesia católica…”. ¿Qué hizo? Llamó a Roma a los cardenales de EE UU, que creían poder resolver el problema a golpe de talonario, castigó a un cardenal austriaco y clamó por la “tolerancia cero”. Ocho años después, Francisco emprende el mismo camino después de media docena de golpes de pecho. Por cierto, la reunión de urgencia con los presidentes de las Conferencias Episcopales, presentada como extremadamente excepcional, será… dentro de cinco meses largos. ¡Cuán largo me lo fiáis!, diría el Tenorio del fraile mercedario Tirso de Molina, despreocupado por un castigo de Dios que veía muy lejano.
Hay 113 Conferencias Episcopales de rito latino, presididas, salvo contadas excepciones, por cardenales al borde de la jubilación, que entre eclesiásticos se cifra en los 75 años. El de España, Ricardo Blázquez, tiene 77. Acostumbrados a grandes parafernalias (viven casi todos en enormes palacios), su entrada en Roma el 21 de febrero del año que viene será un acontecimiento digno de contar. Habrá ceremonias vistosas, se escucharán grandes discursos y Francisco reiterará sus lamentos. La última vez que lo hizo fue hace 20 días en una llamada Carta a todo el pueblo de Dios. La realidad es que las Conferencias Episcopales no tienen autoridad sobre los obispos de cada país, que son pontífices de sus diócesis a todos los efectos. La crisis es tan profunda, y no solo por la pederastia, que quizás el único camino que le queda al Papa argentino, acosado por tantos lobos en el Vaticano, es convocar a Roma en concilio a los 5.200 obispos del orbe católico, para escenificar un remedio que solo ellos pueden imponerse. Por diócesis, este Papa no está ya en condiciones de hacerlo. Cuesta explicarlo, pero es así. Antes del verano, llamó a capítulo a los obispos chilenos, acusados muchos de ellos de encubridores, que le presentaron, se dijo, la dimisión en bloque. Regresados a sus diócesis, siguen todos en los cargos que tuvieron, salvo uno.
Las causas del problema siguen sin tocarse. Tampoco hay escarmientos. Hace siglos que el Vaticano mira para otra parte. No es porque no haya ejemplos, aunque tengan siglos. Cuando un grupo de pederastas se apoderaron de las escuelas pías del aragonés José de Calasanz, el fundador de la Orden de Clérigos Regulares Pobres, conocidos ahora como escolapios (uno de los pedófilos, Stefano Cherubini, llegó a ser superior de la orden, arrinconando al fundador), los escolapios fueron clausurados durante quince años. Eran tiempos en los que los pontífices plantaban cara incluso a los poderosos jesuitas.
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