Y si el Papa aboliera la Congregação para la Doctrina de la Fe?
Aquellos que conocen al pontífice saben que bajo su capa de bondad franciscana se esconde un corazón jesuíta, severo, capaz de descubrir las ratoneras que van poniéndole por el frente
El teólogo alemán Hans Kung acaba de alertar en este diario que la piedra en el zapato del papa Francisco, en su esfuerzo para devolver a la Iglesia a sus orígenes, podría estar escondida en el lúgubre palacio vaticano de triste memoria, situado en la plaza de San Pedro y que alberga la poderosa Congregación para la Doctrina de la Fe.
Se trataría del actual prefecto de dicha Congregación, el alemán Ludwig Müller, colocado allí por el anterior pontífice Benedicto XVI. No sé cuántos cristianos han tenido conocimiento de un grave episodio reciente en el que Müller llegó a amonestar al papa Francisco por unas declaraciones suyas acerca de la posibilidad de que los cristianos divorciados y casados pudieran ser admitidos de nuevo a los sacramentos.
El prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe le recordó nada menos que al Papa que no se puede cambiar la doctrina católica.
Llevo muchos años siguiendo el camino en zigzag de la Historia del papado y de la Iglesia, que se mueve entre el conservadurismo y algunos atisbos de renovación. Y no recuerdo nada semejante.
La gravedad de haberse hecho pública esa especie de aviso al papa Francisco sobre un posible desvío doctrinal suyo, es más serio si cabe si se tiene en cuenta que alrededor de Müller se podría ahora coagular todo el conservadurismo de la Iglesia que no ha visto con buenos ojos que el papa jesuita y franciscano haya querido desempolvar la figura y doctrina del Jesús histórico, por encima de las sutiles teologías y áridos códigos de derecho canónico.
A ellos podrían unirse también, aprovechando la ocasión de oro, todas las mafias ocultas en el Vaticano que andan de uñas con Francisco que los quiere arrancar de sus nichos de poder.
Sería, como advierte Kung, lo peor que podría pasarle al papa Francisco en el momento en que en su último documento acaba de declarar su deseo de llevar a cabo una transformación de la Iglesia a todos los niveles para devolverle su identidad original tras haberse, siglo a siglo, contaminado con los poderes mundanos. La Iglesia está en una encrucijada difícil. Cristianos y otras confesiones, y hasta gentes hasta ayer alejadas de todo credo están poniendo sus ojos de esperanza en la renovación traída por Francisco -que parece vivir más en Nazaret que en Roma- una renovación parecida, o quizás mayor que la que había traído hace ahora 50 años el Concilio Vaticano II, de Juan XXIII, el papa, quizás, más parecido en su alma rica de misericordia y ternura por los más desvalidos, al papa Francisco.
Quienes conocen de cerca al papa argentino saben que bajo su capa de humildad y bondad franciscana se esconde también un corazón jesuita, severo, inteligente, agudo. Firme, capaz de descubrir las ratoneras que le vayan poniendo delante.
Debería, sin embargo, ir desarmando ya algunas de ellas. Antes de que lo atrapen.
La primera sería la abolición de la propia Congregación para la Doctrina de la Fe, increíblemente por encima teológicamente del mismo Papa al que puede llegar a frenar en sus proyectos de reforma.
Es una Congregación de lúgubres recuerdos. Es la heredera de la Inquisición. Después pasó a llamarse Congregación del Santo Oficio, y ahora eufemísticamente aparece como la Congregación encargada de defender la fe. El último prefecto del exSanto Oficio, el cardenal, Alfredo Ottaviani, se llamaba así mismo el “cancerbero de la fe”.
Tanto esa Congregación ha defendido la fe en los últimos decenios que llegó a imponerse a los propios papas. A Juan XXIII quiso deponerlo por “incapacidad mental”, cuando convocó el Concilio Vaticano II.
Tanto ha defendido la fe que condenó al silencio y al ostracismo a la mitad de la inteligencia de la Iglesia dejando con la boca cerrada a más de 500 teólogos que, como ha afirmado Francisco recibiendo a uno de esos condenados, son teólogos que nunca dejaron de ser cristianos serios.
Quizás fue el abrazo en el Vaticano de Francisco con el padre Gustavo Gutiérrez, creador de la Teología de la Liberación, lo que hizo calentar la sangre al actual prefecto que ha osado advertir al papa Francisco: “!Ahora basta”!
El papa tiene todos los poderes para acabar con esa anomalía evangélica de un tribunal, hijo de la vieja Inquisición, siempre dispuesto a condenar, al contrario que Jesús que perdonaba todas las debilidades de los sin poder para fustigar los desmanes de los poderosos.
Y si abolir de un plumazo una fortaleza del conservadurismo católico, como esa congregación, fuera para él aún arriesgado y peligroso por su alto valor simbólico, podría transformarla en una comisión de eclesiásticos y laicos cristianos que en vez de ser jueces de la doctrina, fueran un núcleo de diálogo para discutir, junto con el papa, las cuestiones delicadas relacionadas con la fe que puedan surgir. Una vez discutidas podrían llevarlas al conocimiento de todos los demás obispos del mundo y de la comunidad cristiana, en vez de trabajar en la oscuridad de aquel palacio manejando siempre intrigas y acusaciones anónimas.
Una comisión de ese tipo, que reuniera las diferentes tendencias de la Iglesia, sin prejuicios, y con espíritu de diálogo nunca habría condenado a teólogos como Hans Kung o Leonardo Boff . Quizás a ninguno de los 500 arrojados al olvido como apestados de la fe.
Ni el drama de los escándalos de pedofilia de la Iglesia, conocidos y ocultados durante decenios en los archivos de la Congregación hubiese llegado a una impunidad que ha manchado gravemente la túnica de la Iglesia.
Una comisión de diálogo abierta, alérgica a esconder los trapos sucios y a trabajar con transparencia evangélica, hubiese abortado desde el primer momento aquel drama, sin esconderlo bajo los tapetes de raso del palacio inquisitorial.
Si Francisco pretende, de verdad, como parece, devolvernos a la Iglesia del perdón, de la libertad y de la predilección por los más débiles y desvalidos, que empiece por abrir las puertas y ventanas de la vieja Inquisición. Que empiece la era del perdón y que vuelvan a resonar en la Iglesia aquellas duras palabras de Jesús a los sacerdotes y fariseos de su tiempo que que pretendían cargar sobre los hombros de la gente “pesos que ellos mismos eran incapaces de soportar”.
Y que vuelva a llamarles “sepulcros blanqueados”, antes de que maquinen intrigas contra él por ser sembrador de misericordia y no de condenas.
Jesus docet.
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