Por qué la pandemia ha cambiado para siempre nuestra relación con la ropa
Por primera vez nos vestimos para nosotros mismos. Pero esa mezcla de apatía y desconcierto que está moldeando nuestro criterio a la hora de elegir ropa puede dar lugar a códigos novedosos e insólitos.
Puede que las ventas de eso que llaman leisurewear (también conocido como ropa bonita para estar en casa que es también aceptable en la calle) hayan crecido y que las marcas, grandes y pequeñas, estén apostando por el básico confortable para reflotar un año convulso. Puede, también, que se dé el otro extremo, el del consumo como escapismo, y que algunos de los que pueden permitírselo estén dándose ese capricho tantas veces postergado, ya sea en forma de marca de lujo o en forma de prenda fantasiosa, imponible pero muy deseable. Sí, puede que ambos fenómenos, casi opuestos, convivan en la actualidad, pero entre medias, existe un hecho incuestionable: la moda no es propiamente moda si no hay un observador externo. En estos meses de confinamiento se ha convertido en un lenguaje sin receptor, o lo que es lo mismo, ha redefinido completamente su capacidad expresiva, nos guste o no, para hablar, en el mejor de los casos, solo al que se pone la ropa, con resultados inesperados.
“Llevo unas zapatillas para andar por casa de La Bella y la Bestia”
Por eso, más allá de los nuevos chándales de cashmere que inundan las tiendas, e incluso más allá de la fuerza de voluntad de cada uno para levantarse cada mañana y ponerse un pantalón vaquero para trabajar en soledad, existe lo que The New York Times ha denominado hate-dressing: la rotación absurda y desmotivada de ciertas prendas, el vestirse con lo que se acaba de secar en el tendedero, al margen de que dichas prendas sean bonitas o feas, cómodas o incómodas, mejores o peores. La apatía marca la pauta, aunque dentro de ella se vayan creando de forma inconsciente uniformes insólitos que, como era de esperar, están bastante alejados de ese dos piezas arreglado pero informal que ahora se pregona como la nueva tendencia.
“Siempre llevo unas zapatillas de estar por casa de la taza de La Bella y la Bestia (algo que con 35 años, tendría que estar penado por la ley) e incluso onesies del Grinch. ¿La razón? No perder mi esencia. Vestirte, en el aspecto del dress up anglosajón, no entra en tu agenda cuando trabajas en casa, pero si puedes divertirte haciéndolo, aunque sea poniéndote un gorro estrafalario con tu pijama, sigues siendo tu misma. Y eso es, al final, lo que importa, no si te pones un jersey de cuello vuelto para estar presentable en Zoom o si te pintas los labios de rojo para escribir durante 10 horas en la más absoluta soledad», explica Marita Alonso, editora de moda freelance a la que la pandemia le ha pillado con muchos años de teletrabajo a sus espaldas. “Cuando llevas mucho tiempo trabajando en casa (y no dependes de los likes de las redes), no te esfuerzas por crear un look despampanante, pero sí buscas darle un toque personal. En mi caso lo hago desde la ironía y desde el humor, que funcionan como mi Diazepam”, admite.
La idea de vestirse para uno mismo no necesariamente va ligada al aburrimiento extremo, pero sí, y mucho, a la ruptura de códigos. Ahora está bien visto comprar Crocs y repetir atuendo casi en bucle (incluso para las celebridades). Muchos no sabían ni que estas estructuras estaban presentes en sus rutinas diarias y se están dando cuenta ahora. “En mi vida ha entrado por primera vez una variante que nunca había usado: la del chándal de toda la vida. Fui cogiendo experiencia sin darme cuenta: de no habérmelo puesto en la vida a saber combinarlo con otras prendas para ver la tele, bajar al súper o ir a cenar con amigos. No es ni el más bonito ni el más cómodo, pero ya me he acostumbrado”, explica Juan Marrero, relaciones públicas de marcas de lujo quien, a diferencia de Marita, sí tuvo que empezar a trabajar desde casa este año. “Me basta con cuatro prendas”, apunta, “escogidas un poco al azar pero que ya son mi uniforme. Cuando vuelvo a la oficina a trabajar no me arreglo especialmente, nunca lo he hecho, pero sí que es cierto que el mundo chándal, aunque no lo uso en el trabajo presencial, me ha abierto un mundo de posibilidades, también la calle”, argumenta.
“Ya no estamos seguros de qué ponernos para salir a la calle”
Así, mientras los departamentos de márketing le dan mil vueltas a qué quieren en su armario los consumidores, muchos de ellos apelan, de forma casi inconsciente, a una mezcla de apatía e improvisación tan inexplicable como creativa y por supuesto imposible de monetizar. Por mucho que quieran inculcarnos macrotendencias o captar el espíritu de los tiempos, por primera vez en mucho tiempo las elecciones indumentarias nacen de emociones más íntimas que sociales. En definitiva, nadie sabe lo que quiere. “Creo que la cuestión reside en que nadie pensó que esto duraría”, comenta Carlos Primo, redactor jefe de moda de Icon. “Podía haber ropa para eventos, para viajar, para trabajar… una compartimentación que se va construyendo con el tiempo. Pero aquí nunca ha habido un horizonte claro. Si le sumas el elemento psicológico es normal que eso pase”, comenta. “Hemos ido improvisando, en mi caso con un guardarropa que se ha ido componiendo con prendas que no llevaría en ningún otro sitio y, con los meses, hemos ido colocándole el jersey de cuello vuelto en otoño, la americana cuando hay reuniones… pero es un vestuario del que estamos deseando deshacernos, porque genera una reacción algo visceral”, añade.
Otro medio anglosajón, en este caso Esquire, acuñaba el término sadwear (ropa triste) para aludir a todas esas prendas que definen el momento actual. Lo hacía, sin embargo, para ilustrar una galería de prendas de temporada: muy cómodas pero con estampados y tejidos innovadores. La realidad es muy distinta: “Al principio del confinamiento me hacía mis looks para distinguir las horas de trabajao de las de ocio. Si tenía energía me ponía un pantalón, si no, una sudadera sobre el pijama. Cuando volvimos a la oficina me arreglaba más, era novedoso. Con el tiempo me vi utilizando una camisa que antes me servía de pijama con un pantalón de vestir y viceversa. Y ya es difícil distinguir entre casa y calle. A veces me pruebo vestidos que ni he estrenado y me veo ridícula. Va a ser muy complicado salir de ese estado mental, incluso cuando todo acabe”, comenta Iria Domínguez, jefa de comunicación de moda y acostumbrada a vestirse desde hace años con tendencias vanguardistas y marcas nicho. Su tesis la refuerza Carlos Primo: “Ya no estamos seguros de qué ponernos para salir a la calle. Antes teníamos todo compartimentado según la circunstancia y ahora reaccionamos saliendo del paso”, dice. “Nos vestimos como si estuviéramos de resaca permanente”, apunta Iria. “Si tienes un buen día, tacones con sudadera, y si es un día muy bueno igual hasta te plantas un collar. Hemos dado el paso definitivo al mezclar moda y emociones. Somos como un meme andante; lo que llevamos transmite lo que sentimos”.
“Me he comprado los tacones de pinchos de Balenciaga y los miro como si fueran una obra de arte”
Mientras tanto, las tendencias para la próxima temporada que se proponen desde las pasarelas invitan al escapismo. Hay comodidad, por supuesto, pero también colores y estampados infantiles o volúmenes oníricos. Puede parecer descabellado, pero no lo es tanto. Existe una suerte de dinámica interna que nos hace desear lo que, literalmente, no tenemos. “Tengo ese estado mental que me dice que no necesito nada, y no he comprado casi nada. Mira, me he comprado los tacones de pinchos de Balenciaga. Es probable que no me los ponga nunca, a veces me los pruebo en casa, pero quería comprarme algo que para mí es icónico; son zapatos con mucho significado estético, ahora en esta situación es como si hubiera comprado una pieza de arte”, comenta Iria. «Yo he comprado más que nunca durante el último año, aunque soy consciente de que salgo menos que nunca. No hablo de chándales y pijamas: me he comprado vestidos y bolsos que no están destinados a reuniones de Zoom ni a hacerme un café junto al microondas. Creo que la moda sirve como catarsis: si no puedo salir de casa apenas, ¿por qué voy a negarme a tener prendas bonitas? Comprar para mermar la tristeza es fruto del capitalismo, lo sé, pero al menos no necesito una receta médica para comprarme unos botines. Así que, sí, he comprado más accesorios y prendas de firma que nunca justo cuando menos oportunidades tengo de llevarlos. ¿Es absurdo? Sin duda, pero creo que si te gastas 200 euros en una sudadera, esa compra no tiene mayor sentido porque te la vayas a comprar para ir a cenar entre amigos», añade Marita Alonso.
La vuelta a la normalidad en términos indumentarios se vislumbra como una tarea a medio plazo. Ocurrirá, pero, para entonces, nuestra relación con las prendas habrá cambiado. A fin de cuentas, hemos experimentado qué se siente vistiéndote para que no te vea nadie, borrado las fronteras entre lo público y lo privado y elegido prendas con criterios que van de la apatía extrema al puro deseo estético sin contexto. “Es que por primera vez tenemos en el armario casi lo mismo que hace un año. Ahora, con la perspectiva del cambio estacional sí que he ido seleccionando parte de mi ropa para trabajar; ni chándal ni pijama, un término medio digno”, comenta Carlos. “Al margen de mi nueva pericia con las prendas deportivas, llevo todo el invierno con una chaqueta de caza y un Barbour que me regaló una amiga. Y me veo fenomenal. Quién me lo iba a decir”, añade Juan.
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