Un día de playa inolvidable, por Blanca Li
«Era imposible alcanzar el mar sin pisar a la gente; era difícil nadar sin chocarse»
Hace unos días, decidimos improvisar e ir a visitar a un familiar muy querido a una pequeña cala de la costa alicantina. Llegamos con la curiosidad con la que se llega a un lugar del que se ha oído hablar pero que no se conoce; sin embargo, la primera sensación que tuvimos, además de soportar un calor infernal, fue la de volver a la gran ciudad en medio de las vacaciones. El mar estaba, sí, pero a lo lejos: todo lo que lo rodeaba parecía no tener nada que ver con el paisaje que esperábamos encontrar.
Para empezar, en el pequeño hotel con vistas que habíamos reservado por Internet el día de antes, la habitación tenía las ventanas cerradas y el aire acondicionado a tope. Un shock. Al abrir los porticones, en lugar de brisa nos golpeó un griterío ensordecedor. Me asomé al pequeño balcón y visualicé lo que me parecieron cientos de personas apiñadas, unas encima de otras, ocultando la cala con sus sombrillas, hamacas y demás accesorios playeros. No cabía un alfiler ni dentro ni fuera del agua.
Nos armamos de valor y decidimos salir con los niños para ir a recoger a nuestro familiar. Por el camino, tuvimos el atrevimiento de intentar llegar a la orilla para darnos un remojón. Como vimos que era imposible alcanzar el mar sin pisar a la gente, entramos por un lado en el que había rocas. Resultaba difícil nadar sin chocarse con alguien.
Desde el agua, al mirar en dirección a la playa, veías una masa de gente flotando entre patines de pedales con toboganes. Todo ello enmarcado por una serie de edificios presididos por un rascacielos gigante a medio construir (según nos informaron después, las obras llevan tres años paradas). Una vez fuera, los niños ya no quisieron volver a entrar. Por fin nos encontramos con nuestro pariente y le llevamos a pasear en su silla de ruedas. En el hotel nos habían recomendado ir hasta el paseo marítimo. Eran ya las siete de la tarde pero el bullicio seguía siendo increíble. Bloques de cemento, a cada cual más feo, nos rodeaban.
Casi no había espacio para los peatones y teníamos que surfear con la silla de ruedas entre los coches y autobuses. El calor era alucinante, me recordaba a Nueva York en pleno verano, cuando se mezclan el asfalto caliente, la humedad y el aire hirviendo que sale de los aparatos de aire acondicionado. El clima dificultaba aún más el trayecto.
Tras una larga caminata conseguimos una mesa para cenar en la terraza de un restaurante. En el de al lado, dos mujeres cantaban rumbas ‘a grito pelao’ como reclamo para los turistas. Volvimos en taxi al hotel porque la simple idea de revivir la ruta anterior nos resultaba insoportable.
Una vez en la habitación pensé que, siendo de noche, podría abrir la ventana para dejar entrar algo de aire fresco. Era una noche de luna llena, de esas en las que a una le gusta contemplar el romántico reflejo de la luna en el mar… Pero no. La playa estaba ultrailuminada con farolas de las que se utilizan para dar luz a las autopistas. Y los chiringuitos continuaban en plena ebullición. Conclusión: cerré la ventana, eché las cortinas, puse el aire y me olvidé de romanticismos.
Un ruido atroz me despertó de golpe, sobresaltada. Miré el reloj y eran las cuatro de la mañana. Al abrir el balcón, me encontré con un enorme camión de la limpieza, yendo de un lado para el otro de la cala, intentando retirar la suciedad acumulada durante el día. Fue imposible dormir durante las dos horas que duró su trabajo.
Al despertar, solo una idea rondaba nuestras cabezas: huir. A las ocho y media de la mañana, la primera y segunda línea de playa ya estaban completas. Los bañistas marcaban su territorio sobre la arena, montaban el set playero y hacían guardia hasta la llegada del resto de la familia.
Recogimos nuestras cosas y salimos corriendo de allí con la sensación de haber vivido una auténtica pesadilla.
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