Tatiana Țîbuleac: “Necesito estar feliz para escribir libros tristes”
La escritora moldava afincada en París, autora del fenómeno editorial ‘El verano que mi madre tuvo los ojos verdes’, explora el duelo, la maternidad y la violencia hacia las mujeres en su nueva novela, ‘El jardín de vidrio’.
Tatiana Țîbuleac creció entre idiomas –el ruso oficial y el rumano que se hablaba en su casa– y entre fronteras cambiantes –nació hace 42 años en Chisinau, capital de la República de Moldavia, entonces parte de la Unión Soviética –. También lo hizo entre libros: su padre era periodista y su madre, editora de textos. Dice que Antón Chéjov es su escritor favorito. “Siempre llevo conmigo a todas partes sus obras en ruso. Cada vez que leo La gaviota me da una nueva perspectiva de la vida, de mis sentimientos, y de lo que es importante o no”.
Esos volúmenes, con caracteres cirílicos y encuadernaciones de tela y piel añosas, manoseadas, se pueden ver en una de las estanterías de su casa a las afueras de París, donde vive con su marido y sus dos hijos. Tras seis años en el centro de la ciudad se mudaron al campo “para poder sentir la tierra y enseñarles a los niños cosas sencillas: cómo cultivar, los nombres de las plantas y los insectos…”, cuenta a través de Zoom. Porque las raíces son muy importantes para esta experiodista que estuvo años ante las cámaras de televisión y ahora se dedica de lleno a la escritura. Ya en su primera novela, el inesperado fenómeno editorial El verano que mi madre tuvo los ojos verdes, habló de maternidad y rechazo, duelo y memoria. Ahora Impedimenta también publica su segunda novela, El jardín de vidrio, donde se replantea los estereotipos en torno a la maternidad, la sensación de desarraigo y aborda temas como el aborto o la violencia hacia las mujeres. Lastochka, la protagonista, es primero una niña adoptada por una alcohólica que la pone a trabajar recogiendo botellas vacías para ganarse la vida y después una madre que cuida a una hija débil, enferma. ¿Su obsesión? Buscar a sus padres, hallar esas raíces perdidas.
¿Le resulta doloroso explorar su historia personal en sus libros?
No soy una persona muy alegre, en general. Estoy acostumbrada a la nostalgia, a los arrepentimientos, a la introspección. Pienso mucho en cómo podría haber hecho las cosas de otra manera, eso me mantiene en marcha. No siento que pensar sobre el pasado o sobre mi familia sea algo fuera de lugar. El libro que me gustaría escribir, pero nunca he llegado a iniciar, habla sobre la deportación de mis abuelos.
Estuvieron en un Gulag en Siberia, contó en Harvard que conserva la aguja con la que su abuela cosía allí.
Creo que la aguja será un elemento importante cuando escriba la historia. Sigue ahí, la tuve en mi casa durante mucho tiempo, hasta que una vez mi madre vino a visitarme y se la llevó, me dijo: “La necesito”. Se volvió a Chisinau con ella y me contó que la conservaría mientras viviera. Mi plan era haber viajado a Siberia el pasado verano, pero no pude por la covid. Siento que no voy a lograr contar esa historia hasta que no viaje allí, me resultaría muy raro escribir sobre lo que pasó en ese campo de trabajo de Siberia desde mi bonita casa de Francia.
¿Ve necesario conocer bien el pasado para entender la actualidad?
Todos tenemos relaciones muy diferentes con nuestro pasado: algunas personas prefieren olvidarlo todo; otras solo quieren recordarlo, porque el presente no tiene sentido para ellos, y otra gente tiene que hacer un puente entre pasado y presente, y ahí estoy yo. Pienso que el pasado de mi familia es muy importante y siento que de alguna manera les estoy fallando a mis abuelos y a mi padre, que falleció el año pasado, al no hablar de esas cosas. Si en tu familia se ha vivido un holocausto, una guerra o una deportación sientes que no puedes no hablar de ello, sería como una traición.
En El jardín de vidrio explora un poco sus propias experiencias, habla de criarse en un país en el que se piensa en un idioma y tiene que hablar en otro. ¿Cómo ha influido en su escritura el haber crecido así?
Fui criada entre idiomas, y uno de ellos, el ruso, no fue elegido. Para mis padres resultó muy difícil, porque sabían que estaban obligados a hablarlo aunque lo odiaran, pero yo era una niña, aprendí cuentos, juegos y canciones en ruso, no pensaba en si era bueno o malo. Cuando crecí y ya no era obligatorio dudaba qué hacer: “¿Hago desaparecer los últimos 12 años y finjo que nunca existieron? ¿Empiezo a odiar esa parte de mi vida?”. Esa duda sigue aquí, pienso en ruso y en rumano, ¿cuánto hay de elección y cuánto de implantado? El libro se puede leer en diferentes niveles, puedes ver la historia de una joven que ha perdido a sus padres y es criada por una mujer mayor o una alegoría de Moldavia, un país pequeño que es abandonado y criado por extranjeros y al crecer tiene que decidir en qué lado estaba.
¿El parón forzado por la pandemia la ha ayudado a pensar nuevas historias?
No paro de preguntarme por qué no he podido trabajar más todo este tiempo. Creo que es porque si me siento infeliz o algo va mal en mi vida diaria todas mis fuerzas van ahí. Por eso necesito paz y tranquilidad para poder escribir, porque es un desafío, revisito mi pasado, asuntos no muy agradables… Necesito estar feliz para escribir libros tristes.
En la nueva novela habla, por ejemplo, del aborto, del riesgo que supone practicarlo si es ilegal.
El tema me interesa mucho. Siempre me pregunto cómo hemos avanzado tanto en tantas cosas, en tecnología, en medicina, y seguimos pensando como países que podemos imponer a las mujeres qué deben hacer con sus cuerpos. Para mí es lo mismo que poner a una bruja en la hoguera y quemarla.
También escribe sobre abusos silenciados, su protagonista dice: “De la escuela salí fantásticamente preparada para la vida. El resto me lo callo. Nadie me preparó para la violación”. ¿Hoy en día es diferente, se está aprendiendo a ver a través de los ojos de las víctimas?
Soy afortunada por vivir en un país donde no escuchas historias así cada día. Pero siempre tengo en mente Moldavia y Rumanía. Allí, si se produce la violación de una mujer, se la va a cuestionar primero a ella y luego al hombre, o a pensar quizá que ella hizo algo mal, que lo provocó. Ha cambiado en los últimos 15 años, pero no tanto. En Rumanía el año pasado una chica de 16 años fue violada y la policía no hizo nada, nadie hizo nada. Hasta que la sociedad no levante la voz las cosas van a estar del lado de los hombres.
En sus obras muestra madres alejadas de estereotipos. ¿Se pone demasiada presión sobre las mujeres para ser la madre perfecta?
Sé que enojé a muchos en Moldavia por El verano… Hubo quien leyó tres páginas y lo devolvió porque decía que era tirar el dinero comprar un libro en el que en las primeras páginas dices cuánto odias a tu madre. Allí cuando eres madre estás muerta como mujer, como amante, tienes que ser perfecta. Me enfada este estereotipo. ¿Qué pasa si no quieres tener hijos? ¿O si eres una pésima madre? ¿O si esta maternidad llegó sin que lo quisieras? No me paré a pensar en esto al escribir, pero me ha hecho sentir orgullosa, abrió discusiones sobre el papel de la mujer.
Que su primera novela diera tanto que hablar, ¿fue una tensión añadida para escribir la segunda?
Llegó inmediatamente, no sentí presión, ya la tenía en mi cabeza. Pero ahora noto que no puedo escribir nada. Me siento más expuesta que nunca. Si pudiera ser anónima, como [Elena] Ferrante, probablemente sería mejor para mí. Pero no puede ser, yo salía en televisión, han visto mi cara.
¿Y por qué dejó el periodismo?
Cuando me casé me tuve que mudar a París, y no hablaba francés en aquel momento, así que me dediqué a la comunicación en inglés. No me arrepiento de no ser ya periodista, empecé muy joven, a los 16 años tuve mi primer trabajo. A veces me siento confusa porque no sé si esto es un trabajo o un placer. Sigo aprendiendo cómo convivir con ser una escritora.
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