“Hay gente que presume de tener muchos amigos en redes pero luego está más sola que la una en su casa”
Juan José Millás es solemne y divertido (sin pretenderlo). Cumplidos los 71, el escritor se mete en la cabeza de un adolescente para hablar sobre máscaras, conformismo y acción.
«No vivimos en una sociedad normal, sino normalizadora. Del mismo modo que homologamos el tamaño de los sobres de correos, homologamos los sentimientos», afirma Juan José Millás con una solemnidad que provoca la sonrisa (él repite que el humor, en su caso, «es un efecto secundario» de su manera de acercarse a la realidad, de la utilización de la ironía y del pensamiento paradójico). Le apodan ‘el Buster Keaton de la literatura’. «Creo que fue el crítico [Juan Antonio] Masoliver Ródenas. A mí me gusta mucho Keaton, sobre todo esa combinación entre su tristeza gestual y la comicidad que produce, es un encuentro de contrarios». Por eso esta sesión tiene aires de película en blanco y negro, de teatro del absurdo, con Millás jugando con sus gafas, a lo Truman Capote; esas lentes que son como la máscara del escritor. Los extractos de su nueva novela, Mi verdadera historia (Seix-Barral), conducen esta conversación.
Permanezco el resto de mi vida rodeado de gente normal sin que adviertan que no soy uno de ellos. Si dices que sí a todo, la gente te toma por normal.
Su libro habla de roles, de esa máscara social que oculta la personalidad. «El conformismo es una forma de normalidad. Mucha gente siente que no pertenece al mundo, pero disimula para sobrevivir». Finge. ¿Como los políticos? «Creo que la máscara en ese mundo tiene que ver con otra cuestión: hay estudios que dicen que la política es adonde más psicópatas acuden. No es una boutade, hay datos. Y por lo tanto esa máscara de frialdad en los políticos tiene más que ver con la falta de sentimientos y empatía», responde serio. Y provoca la risa.
Ha tenido que cumplir 71 años para meterse en la piel de un chaval de 12, el protagonista de su novela. «Los Diarios de [John] Cheever, que es un libro excelente, empiezan diciendo: ‘En la madurez hay misterio, hay confusión’. Esa frase sería perfectamente aplicable a un texto sobre la adolescencia, son mundos que tienen muchas cosas en común. Los hijos adolescentes provocan en los padres mucha inquietud, incluso rechazo, porque les hacen recordar esa época conflictiva, donde se sufre mucho. Quizá la madurez es el momento adecuado para acercarse a esa edad» Que ahora está dominada por las redes sociales: «Son el escondite de muchas cosas, por ejemplo de la falta de comunicación. Vivimos en una sociedad hiperconectada, pero no comunicada. Hay gente que presume de tener en Facebook nosecuantos amigos o seguidores y en realidad están más solos que la una en su casa». Él tiene Twitter, pero no de perfil opinador o polemista. «Lo uso sobre todo para enlazar mis artículos y para eso es una buena herramienta, pero no veo sentido a estar poniendo banalidades todo el rato. Si uno escribe mucho, lo más probable es que nueve de cada diez veces haya escrito una banalidad. Las ideas geniales no llegan así como así».
La tele hizo de él un hombre necesitado de audiencia: solo habla para gustar.
El padre de su protagonista es un crítico literario que sale en la tele; necesita compartir su opinión y recibir palmadas en la espalda. «Eso es una metáfora: estamos muy expuestos a la mirada de los otros, hay una dependencia. Es insoportable vivir todo el rato así, buscando una mirada aprobatoria. Porque la que desaprueba produce depresión. Y esto, volviendo a los jóvenes, provoca muchísimas patologías, porque su alegría o tristeza dependen de cómo funciona esa exposición».
Él dice que no le influye mucho lo que digan. Ha forjado una carrera a contracorriente: empezó publicando novelas, de ahí pasó al periódico y después vino la radio. «Tardé en llegar a la prensa porque me gustaba demasiado y aquello que te gusta demasiado te produce también mucho miedo. Todas las cosas hacia las que tiende de manera muy intensa tu deseo provocan esta ambivalencia».
Sus reportajes le han ayudado a entender el mundo: «Es muy parecido a escribir cuentos, la única diferencia es que en el reportaje no puedes inventar nada, no imagino mi obra literaria sin ellos». Aportan una comprensión necesaria; en un mundo de datos hace falta contexto. «Los lectores de la prensa digital son más bien lectores de titulares. Esto significa que tenemos muchos datos, pero muy poca información, porque los datos no se convierten en conocimiento hasta que no se articulan. Por eso es tan importante la labor interpretativa de la prensa. Es más, ahora mismo casi bastaría con tener una prensa interpretativa».
No tengo ni idea, dice él, ya sabes que no leo textos premiados.
Novela, cuentos y relatos… La biblioteca que Millás tiene en el ático de su casa está ordenada por géneros y orden alfabético. En el suelo y sobre la mesa, pilas de libros leídos y por leer. «El descubrimiento de la vida tiene que ver mucho con el del lenguaje. La literatura es un modo de conocimiento de la realidad, que no es ni mejor ni peor que el que proporciona el discurso científico, pero alcanza zonas a las que no llega el discurso racional. Por eso cuando uno ha leído una buena novela indudablemente es más sabio que antes de hacerlo, aunque no sepa por qué».
También, a veces, cuesta definir el concepto de ‘buena novela’. Admite la presencia de un esnobismo literario: «Existe el estigma de la comercialidad: cuando se vende mucho un libro cae sobre uno la sospecha de que es un producto puramente comercial, como si fueran incompatibles calidad y capacidad de llegar al público». Otra paradoja, como la de que se publique mucho y se venda poco, afirmación con la que el autor no está de acuerdo: «Quizá no se ha leído nunca tanto como ahora, si comparas las tiradas actuales con las que tenían autores como Baroja o Azorín. Nunca me he entendido bien con esas encuestas que lanzan de vez en cuando respecto a los niveles de lectura. No tengo opinión sobre ellas porque me parece que son muy contradictorias».
… que los adultos eran niños también, que eran personas muy desamparadas, que hacían frente a los ataques de la realidad, más que como debían, como podían.
Por las mañanas lee los periódicos (en papel y online), y sale a caminar antes de ponerse a trabajar. Habla como quien redacta un texto: afirma, piensa, pule cada frase hasta que le queda redonda. Sostiene que «el pudor es un estorbo a la hora de escribir». Recuerda el pánico al ver impreso su primer libro: «Al pensar que aquello lo iban a leer mis padres, mis tíos, me dio un ataque de pudor tan grande que anuló por completo la emoción y deseé por un momento no haberlo escrito. Luego me di cuenta de que no pasaba nada». El adolescente de su novela también pierde el miedo, abre los ojos: «Descubre que los padres son frágiles, que lo disimulan mejor que tú, pero tienen grietas. Es un momento tremendo, pero inevitable en la construcción de la identidad. Te hace madurar, y si todo sale bien, ser solidario con ellos, con su fragilidad».
Un proceso de toma de conciencia al que se enfrenta hoy en día también la sociedad, en busca de referentes: «Ahora miras al mundo y no ves ningún líder que valga la pena, absolutamente ninguno». Todo obedece, apunta, al cambio de paradigma. «Vivimos un momento histórico muy particular, de estos que se dan cada 400 o 500 años. Compararía la aparición de Internet y de las nuevas tecnologías con la invención del fuego. Lo ha puesto todo patas arriba. Hay excitación, rechazo al cambio, movimientos sociales de una magnitud incalculable». Y también miedo. «Eso provoca una especie de sálvese quien pueda, de desamparo, adquiere una importancia enorme lo individual frente a lo colectivo. De ahí viene parte de la desafección política, la sensación de que no hay un Estado fuerte para hacerse cargo de la incertidumbre».
«Cada uno tiene sus secretos.» Significaba que no quería saber. O que quería saber y no saber al mismo tiempo. O que quería saber sin saber.
Millás explora la marcha de esa desafección en sus columnas y en la radio. «De la corrupción se habla, pero no escandaliza. La respuesta más común ante cualquier reflexión es ‘Nos hemos quedado sin palabras’». En su novela hay un suceso fortuito transformado en secreto, un silencio cargado de significado. El protagonista teme a Dostoievski, Crimen y castigo le parece un título acusador. Millás, que se introdujo en la ficción con Verne, no se pone límites lectores, aunque traslada su hipocondría a los libros: «Tengo la superstición de que cuando estoy escribiendo una novela no debo leer otras por si me encuentro con esa misma historia».
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