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En pocos minutos le será enviado un mail de confirmación (un cuento de verano de Sabina Urraca)

¿Qué les queda cuando no les queda nada? ¿Qué les queda cuando no les queda nada y hay 42 grados a la sombra?

(Durante el mes de agosto, en ‘Lo raro es vivir’, la newsletter de S Moda, dos autoras han tomado los mandos y han escrito un relato que pedía un único requisito: que incluyese una verbena. Este es el relato de Sabina Urraca que se envió el pasado 5 de agosto). Puedes suscribirte a nuestro boletín sobre cultura, feminismo e intimidad, aquí)

¿Qué les queda cuando no les queda nada? ¿Qué les queda cuando no les queda nada y hay 42 grados a la sombra? ¿Qué les queda cuando no les queda nada, hay 42 grados a la sombra y el acceso a la piscina municipal exige entrar a pasitos cortos en un bosque intrincado, es decir, registrarse en la página de piscinas públicas de la comunidad, esperar un mail de confirmación que nunca llega, acudir directamente a las taquillas, recibir el desdén de la taquillera -«Yo sin el mail de confirmación no puedo hacer nada; tienen que tener paciencia»- volver a casa, tener paciencia, observar desde el ventanuco del baño las casas abigarradas y cenicientas del barrio, y en medio de los edificios ese rectángulo irisado, azul brillante, que da sed con sólo mirarlo, esa piscina municipal absolutamente vacía porque todos están en casa pasando calor, pasando sed, esperando el mail de confirmación, teniendo paciencia, paciencia, paciencia?

Son tres. Tenían el pelo largo cuando llegaron del pueblo, cada una del suyo, para trabajar como guías turísticas de los barrios en los que jamás podrían permitirse vivir. Se lo planchaban cada mañana porque la empresa que las contrató exigía pulcritud y aseo. Se conocieron allí, observando de reojo el remolino rebelde de la de al lado, sintiendo su propio remolino que latía, que cobraba vida con cada repunte de humedad. Las ondas y los rizos eran sucios, perturbaciones del sistema. Eso no sabían quién lo había dicho, pero estaba claro desde siempre, quizás desde el día de la comunión, cuando las impregnaron de electricidad estática con las primeras planchas cerámicas del mercado y un rato más tarde, con otro tipo de artilugio cosmético tubular, les retorcieron el pelo alisado formando los bucles correctos para que recibieran a dios siendo otras, como si la pureza fuera primero lo recto y después la curvatura domesticada de esa rectitud. Mira mis tirabuzones, Jesús, y atrévete a creer que no soy digna de ti.

Una semana después de que la oficina de turismo las sustituyera por audífonos desde los que una voz aséptica que nunca tosía narraba mucho menos de lo que ellas habrían narrado a los pocos turistas que quedaban, se raparon la cabeza por turnos en el baño de la casa, frente al ventanuco desde el que ahora, esta tarde, miran la piscina -oasis imposible- y el césped perfectamente cuidado que la rodea -orilla fresca del placer que no llega- y esperan, esperan con paciencia el mail de confirmación mientras ven capítulos sueltos de Dawson crece. Dawson vive cerca de un río y tampoco se baña, pero no parece que pase el calor que ellas pasan. No parece no que a Dawson o a Pacey se les peguen los muslos con tanta fuerza en las sillas del bar, y mucho menos a Joey, carne magra que parece que no suda, pero quizás sí a Jen, borracha deslenguada, animal sexual. Jen es torpe como ellas, desgraciada como ellas. La actriz, descubren, estuvo liada con Heath Ledger, tuvo una hija con él. Ninguna sabía, aunque les sonaba, que Heath Ledger se había suicidado hace más de diez años. Sienten que no lo aprovecharon, que no lo veneraron lo suficiente en vida. Este verano que se les escapa como polvillo fino es Heath Ledger guapo y muerto.

Habían pensado que en la capital lo pasarían bien. Que, como en un viaje, sólo sería necesario salir a la calle para vibrar con la vida de la ciudad. Y así fue hasta que las despidieron. Después empezó la caída libre: darse de alta en el paro, pedir el ingreso mínimo vital. Una de ellas, la que se planchaba el pelo con menos convicción, se acuerda de una mula que tenía su tía en el pueblo. Le pusieron un abrevadero nuevo a una altura distinta del anterior. Se suponía que aquello era fácil, pero la mula no entendía, no lo procesaba, se quejaba de hambre sin ver que tenía la comida ahí, delante de ella. Ahora es ella la que rebuzna, insoportable, porque, a pesar de que en la oficina de la seguridad social le dijeron que era muy fácil, no consigue comprender qué es el certificado digital, en qué plano de realidad está guardado, cómo conseguir que resurja de la nada cuando se lo necesita. ¿Es lo mismo que la firma electrónica?, pregunta en el salón oscuro, donde cada una yace con su portátil en el regazo, las mentes perdidas en infoyobs, linkedines y la espera, LA ESPERA de alguna señal de la piscina municipal. En pocos minutos le será enviado un mail de confirmación. Los minutos suman ya un mes. ¿Es lo mismo que la firma electrónica?, insiste. Las otras dos murmuran con el refunfuñar ofendido de cuando se le pregunta a alguien algo que no sabe, pero que siente que debería saber. Lo cierto es que la burocracia es para todas una hidra de varias cabezas, y cada una de ellas exige con su boquita verde otro documento que no saben cómo conseguir, y cada una de ellas susurra con veneno en la lengua «lo siento, pero su solicitud no ha podido procesarse». Los ojos de la hidra son azules y chapotean exactamente igual que el agua de la piscina inviolada.

Cada vecino piensa que es el único incapaz de desentrañar las claves para salir del entuerto burocrático en el que lo ha sumido la solicitud de la piscina. «Ya les llegará, tienen que tener paciencia», repite la taquillera, que ya no es taquillera, sino una voz al final de un número de teléfono que a veces da señal y a veces se cuelga solo en mitad de la conversación. Cada vecino se cree miserable en su incompetencia hasta que mira con anhelo el rectángulo azul allá a lo lejos y comprueba que sigue completamente vacío, que tampoco los otros han podido salvar el laberinto. Los jardineros se afanan en lograr un césped regular, unos setos geométricos. El indicador de calidad del agua da señales de un caldo fresco con el punto justo de cloro. Un paraíso construido para nadie. Calor de muchos, consuelo de tontos. Desesperación de muchos, consuelo de algunos. A finales de agosto todo se recrudece: Desesperación de muchos, desesperación de todos. Pero nadie, y menos ellas, que siguen sin trabajo y atisban a lo lejos la posibilidad funesta de tener que volver a los respectivos pueblos, se atreve a alzar la voz. Hay sólo una queja molesta que recorre el barrio. Es como un zumbido, como el mal humor que da el hambre ante unos macarrones que no se terminan de cocer. El vecindario tiene la ira justa para masticar espaguetis crudos. Pero no contemplan nada más allá de esa ira solitaria. Multa de algunos, desgracia de los más desgraciados. Hay quienes fingen que no están interesados: «Yo es que tampoco soy mucho de piscina». Pero tienen la misma sed que todos, y de noche sacan la cabeza por la ventana, aspirando el cloro lejano.

Tienen las tres un peso en el centro del pecho y suponen que es amor, mucho amor que dar, o algo parecido a una diversión no desencadenada, sin salida. No pueden gastar esa energía a golpes de braza, de crol, de mariposa, que restallen en la superficie azul de la piscina. Es como una flema densa atascada que les duele más cuando lo sentimos, pero no hay saldo suficiente en su cuenta, cuando si no ha recibido el mail de confirmación, llame al teléfono que aparece en la parte superior de la página. Y el teléfono comunica siempre.

«Me he echado encima años y kilos», dice la presidenta de la comunidad en una entrevista. Y ellas observan el rostro pérfido, como de muñeca sin vida o más bien de muñeca con una vida secreta que sucede sólo de noche, mientras duermes; una muñeca que se despierta cuando cierras los ojos, y sonriente se acerca a tu camita, te afeita las cejas, te corta las pestañas. A ellas les empiezan a pesar todos los veranos esperando vivir en la capital para ahora esto, para ahora este calor sin remedio de agua. Es mucho calor echado encima durante años.

El día de la verbena amanece un poco más fresco, pero a mediodía vuelven a pegárseles los muslos al eskai del sofá, a rozarse entre ellos como si se quisieran aparear. Las campanadas de la torre del distrito tocan el himno de la ciudad. No hay brisa que mueva los banderines. Al atardecer entran en la fiesta como lo harían en la piscina: a brazadas furiosas, respirando a ratos, quedándose casi sin aire a otros, sintiendo todos los músculos diciendo hola qué tal cuánto tiempo. Los muslos siguen rozándose y no tienen dinero para gastárselo en el compeed ampollas que les ha recomendado la farmacéutica, pero arrastran tres cartones de vino, fanta limón y hielo. Los vapores del alcohol hacen todo más mullido. La música suena blanda, los terrores se amortiguan. La que se planchaba el pelo con menos convicción pasa la mano por la cabeza de su amiga, de su otra amiga. El pelo ha empezado a crecer, rebrotan los rizos que antaño mataron a golpe de plancha. Lo único que son esta noche es libres de no volver a planchárselos nunca más.

Les sorprende lo fácil que es salvar el muro. La verbena les ha dado una fuerza que no sabían que tenían. Da risa que el punto de apoyo principal de la escalada sea precisamente el cartel que reza PISCINA MUNICIPAL DE LOS DISTRITOS DE USERA Y ZOFÍO ENTRE EN NUESTRA WEB Y SOLICITE LA ENTRADA. Es ese saliente de metacrilato el que las impulsa a lo más alto. Después sólo hay que saltar abajo conteniendo la respiración, caer sobre la hierba blanda, desnudarse sin dejar de avanzar hacia el rectángulo azul, abrazar el agua como abrazarían a un actor muy guapo y doliente que no sabían que estaba muerto. Mira mis rizos reales, Jesús, y atrévete a decir que no soy digna de este verano.

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