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¿Te acostarías con un tipo como Zach Galifianakis?

En una sociedad donde la tiranía de la belleza marca las reglas, los no tan guapos se toman su revancha.

zach
Getty

No posee la belleza-rebelde-sin-causa de un Brad Pitt. Ni ese toque elegante que parece heredado de un Cary Grant –con permiso de Nespresso– de George Clooney. Ni tampoco un rostro que arranque sentimientos de ternura como su compañero Bradley Cooper. O ganas de despeinarle el pelo como a un Ryan Gosling. Ni por supuesto el punto canalla de un Colin Farrell. Con su barriga 'gran fin de semana cervecero', barba osuna y aspecto desaliñado de no haber dormido las últimas 48 horas, Zach Galifianakis sería seguramente la última opción de una chica a la hora de irse a la cama. Pero ya se sabe, como señalaba Víctor Hugo a propósito de la verdadera poesía, esta se encuentra en “la armonía de los opuestos”, y quién no nos dice, que al final, la chica más guapa del instituto no acabará yéndose  con el tipo más feo de la clase…

La atracción de los opuestos ha señalado algunas de las uniones más populares de la historia, formando  extrañas parejas que rompían a priori con  las reglas establecidas por la diosa armonía. Cuando Marilyn Monroe se casó con Arthur Miller más de uno quiso ver una puesta al día del cuento La Bella y la Bestia, aquí representado entre una rubia despampanante y un dramaturgo con cara de pocos amigos y acusado de comunista. Otro tanto y ejemplo de estas 'parejas contra natura' se podría decir de la relación que mantuvieron el sex symbol Brigitte Bardot y el músico Serge Gainsbourg. La estrella en aquellos momentos casada con el magnate Gunter Sachs viviría una intensa y breve liaison sentimental con el compositor, cuyo rostro, grandes orejas de elfo y nariz prominente, hacían sonreír burlonamente a media Francia en sus apariciones televisivas.

En una época como la nuestra, caracterizada por la tiranía de la belleza, la fealdad se conforma como su necesario ajuste y factor de equilibrio. La publicidad, la moda, el cine, echan mano de rostros “asimétricos” o desiguales, imperfectos o sobresalientes,  que buscan causar  impacto en un espectador saturado por una sucesión de  imágenes bellas y seductoras que acaban por resultar monótonas. Ya que la belleza es injusta por contener en su ADN la desigualdad, la celebración de la fealdad se nos aparece como un acto de justicia democrática.
 
En esta celebración de la fealdad sólo hay que echar una ojeada al box office y algunas de las películas más taquilleras. Producciones encabezadas por actores tan “atractivos” como Jack Black, Jonah  Hill o Zach Galifianakis, todos ellos poseedores de un físico que no pasaría el control de cualquier vigilante de seguridad para acceder a la sala VIP. Integrantes sin previa inscripción de ese “club de los bellos monstruos” que copan la actual comedia americana y series televisivas, pero que difícilmente van a protagonizar el próximo spot de Chanel. Sólo hay que echar un vistazo a sus serie en Funny or Die, Between two Ferns, para entender parte de su atractivo (impagable el último capítulo mezclando Spring Breakers con los matrimonios homosexuales, James Franco, Edward Norton y el trío Lonely Island):

De momento, las marcas de belleza y moda continúan inmutables en sus cánones de belleza y puestos a buscar singularidades no va más allá de la belleza desproporcionada de una  Rossy de Palma o de los iconos pop de David Lachapelle. Quizás en un futuro, si el reality no acaba matando a la estrella televisiva, veamos al matrimonio Alaska-Mario Vaquerizo anunciando pastas Gallo.

Tipos como Galifianakis, como en su momento John Belushi, acercan a la pantalla la cara más ordinaria y vital de la calle en una industria, como la de Hollywood, tan conservadora a la hora de modificar sus cánones o índex estéticos. Modelos de belleza que como señalaba un artículo de Los Angeles Times, resultan un tanto chocantes o engañosos cuando se trata de películas  históricas o de época. El reportaje hacía mención a los looks de Anne Hathaway en Los Miserables y de Ben Affleck en Argo, calificando  el arreglo capilar de la primera más propio de un anuncio de Pantene y la musculatura del segundo, de portada de la revista Men’s Health,  sobre todo tratándose de un agente de la CIA de los años setenta y adepto al whisky…

Una perfección estética –gracias, entre otros, a los auxilio de la cirugía– que acaba transformándose en un hándicap y chocando frontalmente con el trabajo realista y meticuloso de directores artísticos, figurinistas, decoradores y otros especialistas de la  imagen que  forzosamente deben amoldarse a los bellos y bellas de turno. Un paisaje artístico  que  nos hace reflexionar sobre el futuro profesional que tendrían hoy un James Cagney o un Humphrey Bogart –con su físico de tuberculoso– abocados irremediablemente al pelotón de actores secundarios.

La seducción por lo “monstruoso” como señala Umberto Eco en su Historia de la fealdad, ha marcado la evolución de la cultura y el  arte. A principios del siglo XX, Picasso se encargaba de institucionalizar la fealdad con su cuadro Las señoritas de Aviñón.  La belleza había dejado de ser una cosa objetiva, y a partir de ahora como había proclamado Oscar Wilde  “está en los  ojos del que mira”. Los botes de sopa Campbell ya hace tiempo que forman parte de nuestra decoración y series como Roseanne o Aída nos han mostrado que las clases bajas también tienen derecho al paraíso y sus cuotas de share.

Nuestra época vive emocionalmente este vis-à-vis entre la fealdad y la belleza. Nos sentimos atraídos por ese elemento perturbador que pone en tela de juicio ese mundo de armonía que había prevalecido desde los estucos de Fidias. Hasta Shrek, miren por dónde, nos parece seductor…

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