Por qué se sigue despreciando a los hombres con falda: viaje a los orígenes de un prejuicio misógino
Hace unos días, en un almuerzo celebrado con motivo de la inauguración de una exposición de arte a la que asistí, un comensal mostraba su sorpresa al haberse enterado de que el director recién nombrado de un importante museo español acostumbra a presentarse en público vestido con falda. Acaso interpretando la apagada reacción del resto como incredulidad, sacó su móvil y mostró varias fotos en las que se veía, en efecto, al director de museo en cuestión vistiendo falda plisada, imagen a la que, por otra parte, cualquiera que lo conozca a él y su trayectoria anterior está más que habituado. “Me choca porque no es lo habitual”, afirmó el sorprendido. Como si todo aquello que asoma por las costuras de “lo habitual” –categoría que también procedería revisar- debiera chocarnos de forma sistemática. La situación me recordó al caso reciente de unos futbolistas fotografiados en una boda con bolsos de marca colgando del hombro, que generó furiosos comentarios homófobos en las redes sociales.
Aquella vez pensé que semejante reacción se explicaba porque el entorno del fútbol aún acoge algunos reductos de masculinidad ancestral proclives a estas manifestaciones de homofobia y misoginia (que hacen mucho ruido aunque sean minoritarios, prefiero creer). Por supuesto, la situación que he descrito al principio se desarrolló en unos términos mucho más civilizados, pero que se produjera en el ámbito de la cultura, que creía más a salvo de la asunción fanática de determinados arquetipos, me generó sorpresa y también algo de inquietud. Me di cuenta de lo ingenuo que había sido al respecto, y de lo procedente que siempre resulta cuestionarse las propias creencias.
Cuando en 1984 Jean-Paul Gaultier sacó a la pasarela hombres vestidos con faldas, parecía lógico aventurar que en unos pocos años la tendencia se convertiría en mayoritaria. Es decir, que un oficinista medio, pongamos por caso, acudiría cada mañana a su puesto de trabajo vestido con falda tableada. En un artículo de aquel mismo año publicado en el diario New York Times, titulado Skirts for men? Yes and no (“¿Faldas para hombres? Sí y no”), el redactor recogía las declaraciones de otro modisto francés, Daniel Hechter, afirmando que aquello era lo más importante que le había pasado a la moda en 20 años, y asimilándolo al escándalo que se generó cuando las mujeres empezaron a llevar pantalones, con el resultado que conocemos. El propio Gaultier remarcaba lo evidente: “Hombres y mujeres pueden llevar la misma ropa y seguir siendo hombres y mujeres”. A lo que Issey Miyake añadía: “Todo viene de las calles, donde los chicos hace tiempo que están llevando faldas. Mis tres asistentes llevan minifalda”. Como se ve, las expectativas eran altas.
Y, sin embargo, se frustraron.
Es cierto que ya no sorprende a nadie –o, por lo visto, a casi nadie- que diseñadores, actores, estrellas pop y otras personalidades de la cultura y el entretenimiento se personen ante el público vistiendo falda, como lo han hecho Ezra Miller, Marc Jacobs, Kanye West o Diddy.
También es cierto que la pujanza de la fluidez de género ha encontrado una rápida traslación a la moda, de la mano de Palomo, Rick Owens, Raf Simons o Vivienne Westwood, esta última inspirada en los kilts escoceses. Y que hay precedentes como David Bowie y Miguel Bosé en las décadas de los 70 y 80, o el reportaje de 1993 de la revista Mademoiselle en el que los miembros del grupo Nirvana posaron para el fotógrafo Stéphane Sednaoui con coloridos modelos estampados. Pero nada de esto ha servido para que, al cabo de cuarenta años, la falda haya adquirido en el ropero masculino una presencia equivalente a la del pantalón en el femenino.
Como cualquier otra cosa, una prenda de ropa está cargada de connotaciones –de género entre otras-, y hoy en día la falda sigue siendo una de las más connotadas debido al peso de una tradición occidental que abarca unas cuantas décadas. Es importante aquí el adjetivo “occidental”, porque de otras geografías proceden el sarong, el izaar, el dhoti o la hakama, entre muchas otras, todas ellas modalidades de faldas vestidas por los hombres.
Otra aclaración relevante es que un hombre con falda no es un hombre que haya usurpado una prenda perteneciente a las mujeres de manera inherente o desde tiempos inmemoriales. Las imágenes que conservamos de la Antigüedad nos muestran a hombres y mujeres ataviados con ropas similares a las faldas. Incluso en sociedades donde los roles de género estaban tan marcados como las de la antigua Grecia o la Roma imperial, todo el mundo llevaba distintas variantes de túnicas, a las que los ciudadanos romanos añadían la toga, con lo que finalmente aparecían luciendo algo que hoy llamaríamos sencillamente un vestido. El uniforme de las legiones romanas incluía una túnica corta que asomaba bajo la armadura en lo que puede interpretarse como una minifalda. Se ha dicho que, cuando estos militares vieron por primera vez los pantalones (braccae) que vestían los galos, encontraron la prenda sospechosa de afeminamiento, para terminar adoptándola en sus incursiones a países con climas más fríos.
Ahí estaba ya una Francia avant la lettre posicionándose en la vanguardia del estilo. De nuevo, en la Edad Media, mujeres y hombres de todas las extracciones llevaban ropajes que en su parte inferior adoptaban la forma de una falda, más corta en el caso de ellos. Como puede comprobarse en cualquier visita a un museo, en la Edad Moderna los hombres de clases altas no ahorraron para su atuendo en colorido, brillos, volúmenes, tacones altos, joyas, lazos, encajes o pelucas, como tampoco estuvieron dispuestos a prescindir de la falda: destaca aquí una prenda llamada rhingrave que a mitad del siglo XVII arrasó en cortes como la francesa y la inglesa -Luis XIV y Carlos II se hicieron retratar con ella muy pimpantes-, que básicamente era una coqueta falda-pantalón particularmente recargada. A mitad del siglo siguiente, el clima marcado por la Ilustración y la decadencia del Antiguo Régimen aconsejaba atuendos más sencillos, y después la Revolución Industrial aceleró la tendencia.
Sobrevino lo que el psicoanalista británico John Flügel llamó la Gran Renuncia, que en la práctica era una doble renuncia, una elegida y otra impuesta. Los hombres prescindieron del ornamento (falda incluida) y adoptaron el uniforme de traje oscuro de pantalón, sobrio y práctico, que con pequeñas variaciones ha pervivido hasta hoy. Mientras, la falda, junto con el resto del arsenal, quedaba a disposición exclusiva de las mujeres para remarcar su papel de objeto decorativo sin voz ni voto en el nuevo capitalismo dominado por los hombres. Al efecto incapacitante de esa falda, compuesta ahora por metros y metros de tejido y armada con estructuras que le proporcionaban volúmenes desmesurados, se le sumaba el del corsé.
Durante mucho tiempo las mujeres fueron doblemente asfixiadas: en sentido literal por esta última prenda, y figuradamente por una sociedad que ahogaba en ellas cualquier ambición de autonomía.
En lo sucesivo, los términos falda y mujer quedaron tan ligados en las sociedades occidentales que la palabra falda ha servido, por metonimia, para referirse a las mujeres sin posibilidad de error. Y casi siempre desde una perspectiva inequívocamente misógina: la coda “con faldas” solía designar a una versión femenina -y por tanto peor- de los logros masculinos. Y el “Mélenchon vestido por Christian Dior” con el que Alfonso Guerra se refirió a Yolanda Díaz puede leerse como una mera puesta al día de esta práctica. En 1882, el escritor Marcelino Menéndez Pelayo se refirió al trabajo de su colega Concepción Arenal como “filosofía con faldas”. En 1914, Ortega y Gasset definió al personaje literario de Emma Bovary como un “Quijote con faldas”. “Versos con faldas”, ya desde un registro irónico, es como Gloria Fuertes y otras compañeras llamaron a su tertulia literaria, operativa entre 1951 y 1953. No deja de ser curioso que el Papa Francisco hablara, ya en el siglo actual, del feminismo como “machismo con faldas” (expresión que después rectificó), cuando el estamento eclesiástico es el único donde a los hombres se les ha permitido seguir llevando, justamente, faldas. Una de las canciones más recordadas del musical de Disney Mary Poppins (1964), Sister Sufragette (“Hermana sufragista”), empezaba con el verso “Claramente somos soldados con enaguas” (la enagua: una falda bajo la falda), que para la versión hispanohablante se tradujo como “Fiero soldado con faldas soy”.
Si, como se afirma con insistencia, estamos asistiendo a una guerra cultural más o menos declarada, quizá un director de museo como el mencionado al inicio de este artículo no deje de ser un fiero soldado con faldas, como hace más de un siglo lo fueron las sufragistas. A ellas se las tachó en su día de radicales –cuando no de locas furiosas- por exigir algo que hoy nos parece tan lógico como el derecho al voto para las mujeres. Hoy, una falda en un cuerpo masculino sigue siendo una prenda de vestir pero, por salirse de “lo habitual” y desafiar unas nociones decimonónicas sobre que debe ser una mujer y lo que debe ser un hombre, es también una declaración de intenciones. Una declaración, por supuesto, política.
En este sentido, conviene recordar que, cuando la película de Billy Wilder Con faldas y a lo loco (1959) –cuyos protagonistas masculinos en efecto se vestían con faldas- se presentó ante la Junta de Censura franquista, el expediente documentó la conveniencia de prohibirla por una razón de peso: “Aunque solo sea por subsistir la veda de maricones”. En realidad, es de eso de lo que seguimos hablando sesenta años y una democracia después.
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